Invadiéndolo todo, incrustándose por todas partes, una especie de engrudo envuelve hoy en Occidente nuestra vida de «hombres libres e iguales». El engrudo es indeleble, pero seboso; tanto, que se hace suave al tacto, escurridizo incluso, casi translúcido: la mayoría ni lo ve y a muchos de quienes lo ingieren hasta les parece dulce su sabor. Este engrudo es el Engaño que, infiltrándose por todos sus intersticios, engarza y sostiene el armazón de nuestra vida política y social.
Sus formas son múltiples. Van desde el descarado quebrantamiento de la libertad de expresión hasta las torticeras trabas que se le imponen, pasando por las triquiñuelas con que se desfigura el sufragio popular, sin olvidar el hipócrita ondear de la bandera igualitaria izada en el más alto mástil.
Sobre todo ello nos extenderemos más adelante, pero antes se impone abordar otra cuestión.
Y ayer, ¿acaso ayer el engaño no…?
Ayer... Para todos aquellos cuya niñez y juventud transcurrió —sobre todo en España— desde los años 40 hasta finales de los 60 del pasado siglo; para todos los boomers del gran boom de cuando nuestros pueblos aún aspiraban a continuar la especie, para nosotros es una auténtica fortuna el regalo que nos han hecho los hados: todavía hemos podido conocer algo del «mundo de ayer», que diría Zweig; todavía hemos podido gozar —y... sufrir— sus últimos coletazos (¡cómo los odiábamos, imbéciles!) para, en un vuelco prodigioso que lo arrasó todo, saltar casi de un día para otro al mundo de hoy.
¿Cómo era aquello, cómo era lo otro, lo de antaño? ¿Cómo era lo que todavía nosotros pudimos sentir y vivir de soslayo, y que los hombres de ayer sentían y vivían en su plenitud? Los hombres de ayer y los de anteayer: nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros tatarabuelos, hasta... Hasta los tiempos más remotos. Hasta el inicio de la gran aventura de los hombres que andan, se trastabillan, avanzan y retroceden en la historia. Superando las mil diferencias y oposiciones entre los tiempos, algo, una especie de hilo conductor, los había unido, en el seno de nuestra civilización. Y este hilo es el que ahora, entre nosotros, se acaba por primera vez de romper.
Cuando hablaba antes del Engaño que envuelve al mundo de hoy, no me refería tan sólo a los farsantes y embaucadores que se agolpan en el poder, los medios y la “cultura”. Pensaba también, pensaba sobre todo, en un engaño más fundamental y cuyas consecuencias ningún farsante podría propalar si no estuviera inscrito en el corazón mismo de las cosas.
De esta falsedad es de la que hablaba Rainer Maria Rilke en carta enviada el 13 de noviembre de 1925 a su amigo Witold von Hulewicz. Dando alas a su alto verbo poético, decía así:
Aún para nuestros abuelos había una «casa», «una fuente», «una torre» para ellos familiar; más aún, su propia ropa, su propio abrigo, les era infinitamente más familiar. Casi todas las cosas eran recipientes en los que se hallaba y acumulaba lo humano. Ahora, en cambio, nos invaden desde América cosas vacías, indiferentes, pseudocosas, trampantojos de la vida. Una cosa en la mente americana, una manzana o una vid americanas no tienen nada en común con la casa, la fruta, el racimo en los que se habían aposentado la esperanza y el espíritu de nuestros antepasados. […] Quizás seamos nosotros los últimos que hayan conocido tales cosas.
Rilke todavía ponía un «quizás» cuando afirmaba que su época era la última en haber conocido tales cosas. Pero nosotros ya no podemos poner ningún «quizás». A nosotros nos toca afirmar sin ambages que somos los últimos que aún hemos podido sentir algo de tales cosas, que aún hemos conocido algo de una cierta forma de ser y vivir que, hoy, ya sólo habita en la memoria, desde donde nos arrebata la nostalgia de un mundo que no estaba constituido de cosas falsas, de «trampantojos de la vida».
¿Qué oscura «verdad» trasegaban aquellas cosas? ¿Qué «hondura» tenía, qué «sentido» desprendía aquel mundo de ayer? Destilaba orden, desprendía seguridad, nervio, fuerza, arraigo... Las cosas estaban ordenadas, articuladas, jerarquizadas. Un destino común englobaba a los hombres en comunidad. Todo se encontraba como envuelto por el hálito de algo «sagrado», superior, intangible. Nadie se hubiera imaginado jamás que la vida pudiera ser algo que careciera de rumbo y sentido.
Y sin embargo...
Y, sin embargo, también ahí, en el mundo de ayer y de todos los ayeres, el engaño trenzaba sus redes y sus insidias. Un engaño totalmente distinto del nuestro; un engaño incluso altamente beneficioso (basta ver lo que ha acontecido al desaparecer); pero engaño al fin. Era irreal, imaginaria, la piedra angular sobre la que se sustentaba aquel orden, aquella belleza, aquella autenticidad de las cosas en las que «se había aposentado el espíritu y la esperanza de nuestros antepasados». Hubo que esperar a que llegáramos nosotros, los realmente modernos, para que la gran falacia ancestral quedara al descubierto ante nuestros ojos de errantes sin puerto ni destino. Hubo que esperar nuestra llegada para que quedara claro que ningún «destino» permanente, ningún «hálito sagrado», ninguna «Verdad intangible» —ningún Dios— rige al mundo y guía nuestros pasos.
Nada ni nadie —ni siquiera nosotros mismos, o sólo en menguada parte— determina el rumbo de la historia, el destino de los hombres, el sentido de las cosas. Y entonces... Ah, entonces es cuando todo parece caer irremediablemente en el vacío, abocarse a la nada, sumirse en el sinsentido.
¿De verdad? ¿Todo se deslíe, todo se hunde, todo carece de sentido? No, en absoluto. Nada cae en el abismo, nada se aniquila, todo existe. Sólo la debilidad del hombre moderno le hace creer lo contrario, sólo ella le impide asumir que, aunque nada lo sostenga, el ser es, las cosas son. Trágico y jubiloso, el mundo es; la historia palpita y zigzaguea, avanza y retrocede; la vida vive, la muerte muere. Nada naufraga en el sinsentido. Todo exhala plenitud, rebosa de sentido. Y de misterio... Del maravilloso misterio de que sin Causa, Razón o Determinación todo es, todo se asienta sobre una Indeterminación última, tan fundamental como fundacional.
Esta Indeterminación —imposible asignarla a cosa o principio alguno— es lo que se opone radicalmente a la Nada del nihilismo. Pero qué fácil, ¡ay!, qué fácil resulta, confundiendo esta Indeterminación y esta Nada, despeñarse por el precipicio en el que nos hallamos: ahí donde, sin Principios ni Verdades, todo se ablanda y diluye, se vuelve fláccido, carente de nervio. Todo es válido, todo es legítimo, dicen. Y si todo lo es... nada entonces lo es. Todo se convierte en «pseudocosas vacías, trampantojos de la vida». Todo se vuelve indiferente ahí donde todo es posible, donde todo se puede. Todo: hasta pretender modificar las leyes de la Naturaleza, hasta cambiar el sexo de hombres y mujeres.
Todo se puede o, más exactamente, todo lo puede esa entelequia en la que nuestro mundo cree encontrar su único pilar y sostén: el Individuo. ¡El Individuo!… Ese pobre ser inconsistente y errático, tornadizo y maleable. «Ondoyant», lo llamaba Montaigne. Y mortal. El Individuo y sus mil opiniones, el Individuo y sus mil vacilaciones. El Individuo que, dejado a sí mismo, abandonado a su soledad, no es nada; ni siquiera existiría —ni hablaría— si, arrojado al mundo, el Individuo no se encontrara de inmediato con algo sustancial y ya dado: su entorno, su familia, su historia, su comunidad, su lengua, su país. Su mundo.
Nuestro Engaño
Es entonces, a partir de esta falsedad primera de un Individuo soberano y desarraigado, cuando aparece el Engaño que se infiltra por todas las grietas de nuestro tiempo.
Veamos sus principales expresiones.
La falacia de la libertad de opinión. Se trata del Engaño que considera que todas las ideas, todas las opiniones son igual de legítimas, todas tienen igual cabida, todas disponen de idéntica carta blanca en el liberal mundo democrático. ¿Todas las ideas, todas las opiniones? ¿De verdad que todas? ¿Hasta las que impugnan el actual orden del mundo? ¿Hasta las que combaten el individualismo y el desarraigo que nos minan? ¿Hasta las que se oponen a la codicia sin freno de oligarcas y plutócratas? ¿Hasta las que rechazan el dominio del materialismo y del economicismo que nos ahoga?
¡Sí, también estas ideas! Hasta las más heterodoxas tienen cabida... en los códigos y leyes del Sistema. Pero no más allá. Que nadie espere encontrárselas abriendo el televisor, escuchando la radio o leyendo los periódicos del Sistema. Los medios con los que éste conforma la opinión pública sólo difunden las ideas y las informaciones propicias al Sistema. Cosa lógica, si bien se mira, pues tampoco les va uno a pedir que se dediquen a propagar las ideas de sus enemigos. Lo intolerable no es eso, lo insoportable es la hipocresía con la que, al tiempo que la pisotean, enarbolan la bandera de la libertad y la democracia, esa bandera según la cual las puertas están abiertas de par en par para que heterodoxos y malpensantes se expresen libremente por doquier.
Y, sin embargo, hay que reconocerlo: tales puertas sí que están abiertas.... Pero sólo extramuros de la Ciudad, lejos de las audiencias masivas, relegadas a los márgenes donde, gracias a Internet, el Sistema permite expresar las opiniones que se le enfrentan decididamente. Pero ni siquiera siempre es así. Los márgenes adonde se relega a los marginados sólo se toleran con ciertas condiciones. Burlándose de sus propios principios, echando por la borda toda su farándula democrática, la oligarquía liberal se lanza, tan pronto como se siente seriamente impugnada, a reprimir con la mayor dureza las opiniones heterodoxas. Se pone a multar, prohibir, clausurar, cerrar... Y encarcelar. Sólo por expresar ideas, sólo por emitir opiniones. Pregúntenselo, si no, entre otros, a los británicos nativos que, por defender su identidad y opinar contra el Gran Reemplazo migratorio, están dando desde el pasado verano con sus huesos en la cárcel.
La falacia de la igualdad. También aquí estamos ante mucho más que una simple falsedad. Nos hallamos ante un engaño al que se le suma otra refinada hipocresía. «Todos somos iguales», enuncia uno de los principios que vertebran nuestro mundo. ¿Todos iguales? ¿De verdad?
Por supuesto que todos somos iguales ante la ley (y bien está que así sea); pero ante lo que no somos para nada iguales es ante el dinero y el poder. Tampoco lo somos ante el arte o el saber, pero no es ciertamente esta última desigualdad la que inquieta a nadie ni la que engendra resentimiento y frustración. Lo que los engendra es precisamente el infundio igualitario como tal. Incrustado el derecho a la igualdad en lo más hondo del espíritu del tiempo, es imposible que no se expanda un generalizado sentimiento de injusticia y frustración. Habiendo mamado desde la infancia los más igualitarios principios, es lógico que la envidia y el rencor aneguen el alma de quienes piensan que su grado de riqueza (el poder suele importarles menos) debería aproximarse, así fuera levemente, a los niveles de quienes la poseen en grado sumo.
Pero lo peor ni siquiera es esto. Lo peor es que, para intentar que la desigualdad no sea tan manifiesta, para aparentar que la pretensión igualitaria tiene algo de real, el mundo del liberal-capitalismo se pone a igualarlo todo. Pero por abajo, utilizando el más rastrero de los criterios. Lo iguala todo en aras de lo mediocre, lo zafio, lo vulgar; lo priva todo de grandeza, excelencia, distinción (y hasta los ricos, desgarrando sus vaqueros de marca, se visten hoy como pobres…).Y así, degradándolo, empequeñeciéndolo todo, los simples e ignorantes parecen equipararse a los excelentes y superiores. Véase, si no, toda la degradación de nuestros planes de estudio, todas las insidias de nuestros modernos pedagogos, toda la fealdad de un denominado «arte» contemporáneo, cuyos garabatos reciben la misma consideración que cualquier obra de arte de nuestro glorioso pasado.
Y la falacia de la soberanía popular. «Popular», desde luego que lo es, pues son las masas (populares y no) las que son enviadas cada cuatro años a votar. Pero ¿soberanía? ¿Dónde está la «soberanía»? Dejemos de lado las probables triquiñuelas y artimañas ejercidas a través de los sistemas informáticos de votación, y preguntémonos: ¿qué soberanía, qué poder de decisión puede haber cuando lo que se da a elegir es un único plato —tan insípido, tan soso, además— elaborado por las oligarquías de la partitocracia? Es cierto que también aquí intentan dar el pego y suelen añadirle algún plato más a los de los dos principales partidos, pero son todos tan parecidos que de ellos cabe decir aquello de «tanto monta, monta tanto».
Y, sin embargo, se están empezando a abrir nuevas brechas en lo que hasta hace cuatro días era el sólido, inquebrantable entramado de la partitocracia y su univocidad. Nuevas fuerzas, jóvenes y rebeldes, empiezan a poner en jaque al poder. ¿Acabarán conquistándolo? Es de esperar, es de desear, por supuesto; pero ello sólo se logrará si, dejando de tener, como ocurre en algunos casos, un pie dentro y otro fuera del Sistema, dichas fuerzas colocan ambos pies decididamente fuera.
Pero ni siquiera ello bastará. Hará falta contar también con otro factor, impredecible, indeterminable: el tiempo. El tiempo que se necesita para limpiar el aire de todos los engaños e inmundicias esparcidos desde hace tantas décadas. El tiempo que se necesita porque no es desde luego en dos días como se cambia un mundo. Y cambiar el mundo —no sólo tal o cual Gobierno— es muy exactamente lo que está en juego entre nosotros.
© Artículo publicado originalmente en IDEAS (La Gaceta)
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