La ofensiva islamista contra el régimen de Damasco, promovida por Turquía, EE. UU. e Israel, ha acabado con el régimen del partido Baaz en Siria. Esto, en principio, parece una jugada más del enfrentamiento entre Occidente y el bloque eurasiático, un episodio de la Tercera Guerra Mundial de baja intensidad que vivimos de manera cada vez más dura, agresiva y feroz; una fase nueva en la intensificación de un conflicto global cuya condición empeora día a día. También es otro paso adelante de la expansión turca frente a kurdos, árabes, armenios y persas. El frente del Cáucaso volverá a ser activado en breve por Erdogan, quien no olvida el sur de Armenia y el Azerbaiyán iraní como objetivos a medio plazo.
Con la desaparición del régimen sirio, no son sólo unas piezas del ajedrez geopolítico las que caen, también lo hace el último reducto de la Cristiandad oriental, la que se expresa en el lenguaje de Jesús, el arameo o siríaco, y la que todavía reza en los mismos lugares por los que pasaron los apóstoles. Las tropas del ejército “rebelde”, es decir, los cortacabezas del antiguo Frente de al-Nusra, la marca blanca de al-Qaeda en Siria (acompañados de sus conmilitones salafistas uigures, chechenos y afganos, más los restos del naufragio del Estado Islámico) degollaron en 2011-2015 a alauíes, cristianos, chiítas, drusos, sunníes no observantes, sufíes y a todo lo que se encontraron en su camino. Tampoco tardaremos en ver los tesoros artísticos de los museos sirios saqueados y vendidos en Occidente. Todo ello con las bendiciones de la OTAN y la Unión Europea. Pese a la toma pacífica del poder y a la nula resistencia del Ejército Árabe Sirio, no es descabellado suponer que la fitna, la guerra civil, se renueve dentro de un corto período de tiempo.
Camuflados de mala manera bajo el nuevo nombre de Hayat Tahrir al-Sham, los viejos combatientes salafistas del 2011, aquellos que Hillary Clinton lanzó sobre Siria, vuelven a la carga, esta vez rearmados e instruidos por turcos y ucranianos, cuya alianza con el terrorismo islámico quedó evidenciada por la presencia de unidades wahabíes chechenas y jorasaníes en el frente de Donbass y por la innegable pista ucraniana en el salvaje atentado del Crocus City Hall, en Moscú. Desde Afganistán hasta Siria —sin olvidar Libia, Irak, el Cáucaso y el Sahel—, la alianza entre el sunnismo radical y Occidente es una paradójica evidencia de nuestro tiempo. Recordemos que el Estado Islámico creció en Irak, protegido por las fuerzas americanas de ocupación, hasta que Rusia intervino enérgicamente en Siria, para gran enojo de Washington, que quería usar a los cortacabezas para hacer caer al gobierno demasiado independiente de Bagdad, dirigido por Nuri al Maliki. No olvidemos que Ashton Carter, secretario de Defensa de Obama, dijo que Rusia lo iba a pagar cuando le informaron de la intervención de Moscú en Siria y la destrucción de las avanzadas del Estado Islámico. Éste, como todos los grupos armados salafistas, se ha utilizado por Estados Unidos como un medio de presión sobre los gobiernos de Oriente Próximo y del Norte de África, como bien pueden testimoniar al Maliki y Bashar al Asad. El primero fue advertido por John Kerry, secretario de Estado en aquellos años, de que sólo se dejaría de proteger al ISIS si dimitía y era sucedido por un primer ministro más manejable. Maliki optó por dejar el poder y, entonces, el ISIS empezó a ser combatido por los americanos a través de sus “apoderados”, los peshmergas kurdos de la facción de Barzani, que antes se habían repartido tranquilamente el norte de Irak con los integristas de al Bagdadi. Asad, en vez de someterse, acudió a Rusia, el aliado tradicional de Damasco, y los salvajes fanáticos del “califato” fueron arrasados por los wagner.
Un momento decisivo
Aunque Erdogan se lleve la “gloria” de la destrucción del último Estado verdaderamente laico del mundo árabe, Israel es el gran vencedor de esta guerra hecha por intermediarios. Desde hace veinte años, todos los estados nacionales de la zona han sido pulverizados y sustituidos por un caos tribal en el que lo más importante es impedir que eclosione una forma política unitaria. Podemos afirmar que el orden colonial, nacido del acuerdo Sykes-Picot, cuyas fronteras artificiales —que obedecían a los intereses de Gran Bretaña y Francia— se han mantenido hasta ahora, está siendo sustituido por una anarquía religiosa y racial cuyo único producto, íntimamente deseado por Israel y Occidente, es una perpetua guerra de todos contra todos. La frustración del hecho nacional árabe, que tan próximo a eclosionar parecía en los años sesenta, ha derivado en una profusión de pequeños emiratos y taifas confesionales que han acabado con los Estados de Irak, Siria, Líbano y Libia, por no hablar de Sudán: todo el Mediterráneo se ha convertido en un pantano yanqui. No nos tenemos que extrañar si, infiltrados desde Marruecos —el proxy israelí del Magreb—, comandos de chechenos, afganos, “europeos”, sirios o uigures inician una rebelión contra el FLN: Argelia es el último país donde se mantiene fuerte el nacionalismo árabe. El baasismo y el nasserismo fueron las únicas opciones reales de crear estructuras políticas modernas, laicas y viables en Oriente Próximo; sin embargo, saudíes, americanos, europeos e israelíes han fomentado todo tipo de divisiones e incluso la abierta involución histórica de estos países a niveles pre-otomanos, tribales.
Esta geopolítica del caos, de la que sólo se han librado, de momento, Irán y Egipto, garantiza para largo tiempo la impunidad israelí, ya que la vecina Jordania es un simple protectorado americano y la dinastía hachemita reina gracias a la cobertura que le ofrecen los servicios israelíes y occidentales. Egipto, por su parte, está gobernado por una dictadura que se mantiene por la pura fuerza militar y que teme más a los Hermanos Musulmanes, que son la opción política mayoritaria y eternamente reprimida, antes que a los israelíes. Sin Siria, el pueblo palestino será víctima de la implacable limpieza étnica de Netanyahu, ya que la última fuerza que podía hacer frente al gobierno israelí, el Eje de la Resistencia (Irán, Hezbollah, Siria), se ha roto en su eslabón central, que ha demostrado ser el más débil de toda la cadena.
La “batalla” decisiva se dio en Homs, el centro de gravedad de la geopolítica siria, el cruce de caminos entre la costa, dominada por los alauíes, y la ruta que va desde Alepo a Damasco. El repliegue del Ejercito Árabe Sirio hacia esta ciudad obedeció a la necesidad de concentrar fuerzas frente a una sorprendente y eficaz ofensiva yihadista que ha tumbado al gobierno del Baaz. Pero Hayat Tahrir al Sham tomó la capital sin un disparo y el régimen de Asad se vino abajo completamente. Ahora cabe preguntarse cómo fue posible todo esto: a falta de que en los meses futuros vayamos sabiendo más cosas, parece que a Asad le han dejado caer los “suyos”, que el golpe ha sido contra la familia Asad y en él han participado por omisión sus propios partidarios, quienes posiblemente pactaron con los rebeldes.
La República Árabe Siria ya no existe. Se aplicará al país de forma más o menos completa la resolución 2254 de Naciones Unidas, que sanciona la feudalización de Siria y su partición de hecho, lo que sería la mayor victoria israelí desde 1948, ya que uno de sus estados rivales quedaría atomizado en facciones irreconciliables y minúsculas, al estilo del Líbano. Sin duda, Erdogan le ha hecho un enorme favor a Netanyahu, algo que éste nunca le podrá agradecer como se merece. Nada más confirmarse la caída de Asad, los tanques israelíes entraron en Quneitra, la capital del Golán sirio. A cambio de Alepo y unas pocas ciudades en el norte de Siria, el turco les garantiza a los israelíes la conquista de Gaza y Cisjordania. Erdogan podrá protestar mucho y gesticular más, pero es el hombre de Israel en el mundo islámico junto con el sultán de Marruecos. Baste para ello con comprobar el enorme incremento de los intercambios mercantiles entre Ankara y Tel Aviv en los últimos veinte años, que han crecido un 532%: de 891 millones de dólares en 2002, cuando Erdogan llegó al poder, a 861.400 millones de dólares en 2022, según TurkStat. Frente a eso, poco cuentan los gestos grandilocuentes. Además, Erdogan se sabe respaldado por el sentimiento antiárabe de buena parte de su población.
Si pasa lo peor
El Estado sirio se ha desmoronado; recordemos que a punto estuvo de ello en el 2014. La matanza de cristianos será inevitable porque en el régimen baasista encontraron protección e igualdad completa ante la ley. Por lo tanto, los cristianos sirios están comprometidos con Asad y al caer el régimen perecerán con él; igual que los caldeos, yazidíes y asirios en Irak, una vez que este país fue “liberado” por los americanos de la tiranía de Saddam Hussein. Sólo aquellos que se refugien en las montañas costeras del antiguo Estado Alauí, que formaron los franceses en los años 20 del siglo pasado, tendrán alguna opción de sobrevivir físicamente y en condiciones de ciudadanía plena. En el resto de la Siria “rebelde” sólo les quedará la muerte o la esclavitud. Y todo ello sólo será posible en el caso de que Rusia no abandone sus bases de Tartús y Jmeimin, principal garantía de protección de los alauíes y de los cristianos sirios en un territorio montañoso, de difíciles comunicaciones y, por lo tanto, fácil de defender frente a turcos y salafistas. Igual que en 1939, tras la limpieza étnica de Alejandreta y Antioquía, “regaladas” por Francia a la Turquía kemalista, cuando armenios y siríacos encontraron refugio en tierra alauí, ahora parece que lo mismo va a suceder en este pequeño rincón de Levante que acoge los restos de la Cristiandad oriental, aniquilada por la política de Occidente en los últimos cincuenta años. Dos milenios de cultura arrasados por las potencias anglosajonas.
De nuevo Occidente apadrina el islamismo radical y la destrucción de Estados viables, así como favorece la erradicación y exterminio de los cristianos; no otra cosa hicieron Francia en el Sahel y los anglosajones en el Cáucaso, Irak y Afganistán. No nos asombremos si por desencadenar estos vientos nos arrasan luego futuras e irreversibles tempestades.
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