El desastre de Valencia y la enfermedad de España

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La catástrofe provocada por las inundaciones en Valencia y otras provincias cercanas desde el pasado 29 de octubre ha conmocionado a los españoles de una manera que no habíamos visto desde los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Los muertos, los desaparecidos, la destrucción material, la población desamparada de las zonas afectadas: todo ello nos ha sacudido con una enorme intensidad durante los últimos días. En las presentes líneas, vamos a intentar ofrecer algunas reflexiones de fondo sobre este absoluto desastre y sobre la situación general de España en nuestra época, pues estamos convencidos de que existe entre lo uno y lo otro una muy significativa relación.

En primer lugar, hay que decir que estas inundaciones no son una “consecuencia del cambio climático”, como se han apresurado a afirmar prominentes figuras del establishment globalista europeo, como Úrsula von der Leyen o Nadia Calviño, y como se argumenta también desde nuestro muy oficialista CSIC. Los globalistas siempre barren para casa, empeñados como están en imponer la narrativa de la “emergencia climática”, de manera que la población vaya aceptando, “por el bien del planeta”, sus políticas cada vez más disparatadas, autoritarias y liberticidas. Lo que ha ocurrido en Valencia es una “gota fría” más de toda la vida, de las que periódicamente hemos sufrido tantas en el Levante español. Tal vez bajo unas circunstancias meteorológicas especiales que han agravado los daños, puede ser; pero la manida narrativa del cambio climático, por mucho que la machaquen los medios de comunicación mainstream —por orden de sus dueños globalistas—, no vale para justificar lo ocurrido en Paiporta y otras poblaciones de la zona.

El siguiente punto a considerar es si hay que cargar todas las culpas sobre el popular Carlos Mazón, presidente de la Comunidad Valenciana que, entre las 15:00 y las 18:00 horas de ese fatídico martes, reunido con cierta periodista en una “comida de trabajo” para ofrecerle un cargo público, desatendió sus deberes de gestión de la crisis, cuando desde las primeras horas de la mañana la AEMET ya estaba avisando de que la situación meteorológica en Valencia y otras zonas levantinas era cada vez más preocupante. Sin duda, a Carlos Mazón hay que exigirle responsabilidades, incluso de tipo penal, por una negligencia culpable; y, para empezar, debería dimitir de inmediato. Sin embargo, no creemos que utilizarlo como conveniente cabeza de turco sea lo que de verdad necesita la sociedad española. Mazón ha demostrado su incompetencia y su indignidad para el cargo que ocupa; pero sólo es una pieza menor en una maquinaria podrida de carácter mucho más general.

Lo mismo cabría decir de otras autoridades públicas, como nuestro ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, que debería haber tomado las riendas de una situación que excedía con mucho el ámbito de una única comunidad autónoma. Y, desde luego, lo mismo vale para el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, que no ha estado ni de lejos a la altura de las circunstancias. Ellos, y otros tantos, comparten su particular grado de culpa, su propia cuota de responsabilidad. Sin embargo, la enfermedad política general de la que su actuación particular constituye un revelador síntoma va mucho más allá de la escasísima estatura humana y política de sus figuras. Ahora todo es echar balones fuera, acudir al spin doctor de turno en busca de un relato exculpatorio, buscar una manera de asegurarse la supervivencia política. Es algo propio de la condición humana, sobre todo cuando ésta se encuentra ampliamente teñida de los colores de la mezquindad y la cobardía. Incompetencia, soberbia, mezquindad: tres características definitorias de nuestra actual clase política. Tres características definitorias, también, de su gestión de la catástrofe de Valencia.

Pues, en efecto, si algo hemos podido comprobar los españoles desde la tarde del martes 29 de octubre, es la absoluta incapacidad de las actuales autoridades del Estado para gestionar una crisis que las ha superado por todos los flancos. Los bomberos franceses llegaron a Paiporta antes que los españoles. La embajada de Japón avisó del peligro a sus ciudadanos de viaje por España cuando la alarma aún no había sido dada en la propia Valencia. La AEMET francesa, consciente de lo que se avecinaba en el Levante español, también intentó avisar. Mientras tanto, las instituciones estatales españolas no funcionaron, o funcionaron a medias, o falló al menos su celeridad y coordinación. AEMET, Confederación Hidrográfica del Júcar, Protección Civil, Ministerio de Defensa, Unidad Militar de Emergencias, Guardia Civil, Policía Nacional, otros organismos satelitales o aledaños: todos ellos componen una compleja maquinaria cuya eficacia ha quedado manifiestamente en entredicho. La Administración del Estado es un organismo cuyo funcionamiento exige una coordinación total de sus partes. Esto es lo que realmente ha fallado en el desastre de Valencia, y es ahí justamente donde debemos situar el foco de nuestro análisis.

El problema no es Carlos Mazón, el problema no es ni siquiera Pedro Sánchez. El problema es toda una clase política española cuya mediocridad y mezquindad quedó de manifiesto en la mañana del miércoles 30 de octubre, cuando la presidenta del Congreso, Francina Armengol, suspendió la sesión de control al Gobierno, pero no el pleno para designar a los nuevos consejeros de RTVE. ¿Responsabilidad sólo de PSOE y sus partidos aliados? No, no sólo. Es toda una clase política -estatal y autonómica, de izquierdas y de derechas-, sin excepciones, la que, desde hace años -si no décadas-, lleva arrastrando a la nación española a la decadencia y el marasmo. Una clase política que ha infectado su propia enfermedad al cuerpo político del Estado (¿se recuerda, por ejemplo, la ignominia de lo que pasó en 2003, con Federico Trillo como ministro de Defensa de Aznar, con el accidente del Yak-42?). La catástrofe de Valencia ha servido para dejar al aire las vergüenzas de una clase política española dedicada, desde hace años, al tacticismo político más rastrero, al insulto al adversario, al mezquino cálculo electoral, a la difusión de consignas y soflamas, a la colonización y parasitación de las más diversas instituciones públicas. He aquí el verdadero problema, he aquí la raíz del cáncer político que hoy nos corroe.

Primera obligación del profesional de la política en la España de nuestros días: dominar el politiqués, la jerga pseudo-profesional del pseudo-político español. No es necesario ninguna gran formación humanística o científica de base (más bien, se trata de algo desaconsejable si se pretende medrar, y aun trepar, en el ecosistema politiqués), ninguna magna competencia en el conocimiento del complejo entramado jurídico y organizativo del Estado. Así llegamos a tener presidentes del Gobierno desconocedores de sus propios deberes, ministros ignorantes de sus competencias, consejeros autonómicos que no conocen los resortes y mecanismos a su disposición, diputados de toda laya, en fin, tan duchos en las maniobras de la marrullería parlamentaria y en los deberes de adulación al líder de su partido como ignorantes en todo lo demás. Lo que ha sucedido en Valencia -el fracaso del Estado en su conjunto- constituye, así, el síntoma, evidente y sangrante, de una enfermedad del cuerpo político español mucho más general.

Se ha hablado en estos últimos días incluso -lo habrá oído el lector- de España como “Estado fallido”. Acostumbrados a asociar la expresión a países como Libia, Sudán o Haití, nos cuesta aceptarla para un Estado miembro de la Unión Europea como España. Sin embargo, un reproche de tanto calibre no deja de esconder un fondo de verdad. En Paiporta, en Benetússer, en Utiel, en tantos otros municipios, la ayuda de las instituciones estatales ha sido incomprensiblemente lenta e ineficaz. Ha tenido que ser la propia sociedad civil, con miles de voluntarios llegados desde todos los puntos de España, la que haya acudido por su cuenta a hacer aquello de lo que las instituciones públicas se han mostrado incapaces. Y, cuando éstas finalmente han llegado, no lo han hecho siempre manifestando un puro y llano propósito de servicio, sino también con la voluntad de subrayar la supremacía de las prerrogativas del Estado frente a las pretensiones casi usurpatorias de una sociedad civil movilizada de manera enérgica y espontánea. No sería exagerado hablar casi de envidia y de celos. El Estado manda, la sociedad civil obedece. Pero, ¿y cuando el Estado falla estrepitosamente? ¿Tiene al menos entonces la sociedad española el derecho a actuar por su cuenta y elevar la voz? ¿Deberá callar incluso entonces, para no poner en entredicho el sacrosanto poder estatal?

A raíz del desastre de Valencia, estos días muchos españoles se han enterado de lo que habían olvidado, o de lo que se les había ocultado: que, después de la riada de 1957 en Valencia capital, Franco acometió la faraónica obra de ingeniería de desviar el cauce del Turia a su paso por la ciudad para evitar futuras inundaciones. No han sido pocos los españoles, y los valencianos en particular, incluso votantes de izquierdas, que, en medio de su indignación, han recordado estos días el nombre de Francisco Franco Bahamonde, a cuyas obras públicas tanto debemos todavía hoy. Hoy, cuando el “Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico” (sic) de la inefable Teresa Ribera ordena demoler presas y azudes, para que los ríos “vuelvan a fluir por su cauce natural” (y, añadamos, a inundar poblaciones cuando se tercie, de paso), en cumplimiento de esa magna Restauración de la Naturaleza con la que sueñan los urbanitas doctrinarios de Estrasburgo y Bruselas. Todo lo cual, en fin, podría dar lugar a sabrosas apreciaciones sobre el nivel de competencia técnica de los gobiernos franquistas en comparación con los sucesivos gobiernos de nuestra democracia. Una labor seguramente necesaria, pero que en las presentes líneas no es oportuno abordar.

¿Es posible que el desastre de Valencia le sirva a España como ocasión de una inaplazable catarsis colectiva? Ojalá que fuera así. Nuestro actual sistema político se merece una enmienda a la totalidad. Tras la crisis financiera de 2008, después de la no continuidad del nefasto Rodríguez Zapatero y la llegada a la presidencia de Mariano Rajoy, mientras la prima de riesgo española escalaba, en pos de la griega, hasta niveles insoportables para las arcas públicas, competentes economistas liberales como Lorenzo Bernaldo de Quirós se preguntaban si no sería aquella la ocasión, forzada desde la UE, para que España acometiese al fin, por pura necesidad, unas reformas económicas estructurales largamente postergadas. Sin embargo, al final escampó y nada transcendental ocurrió. Esas reformas de fondo nunca llegaron. El panorama español siguió discurriendo más o menos en los mismos términos. PP y PSOE seguían siendo los sempiternos dueños del cortijo. Y los españoles percibían perfectamente esta situación, un cautiverio político de facto. Hacia mediados de 2015, este hartazgo era bien perceptible en las tertulias de las cafeterías de nuestro país. Cuando, en diciembre de ese año, irrumpieron en la vida pública española Podemos y Ciudadanos, fueron considerados por muchos como un saludable soplo de aire fresco. Todos sabemos cómo ha terminado esta historia. En cuanto a las esperanzas de regeneración nacional despertadas poco después por Vox, han quedado después defraudadas en gran medida, lo que explica el reciente éxito momentáneo, y seguramente fugaz, de aventureros como Alvise Pérez.

Y ahora, después del desastre nacional de Valencia, ¿qué? ¿Qué consecuencias, políticas y de otro tipo, tendrá esta enorme tragedia colectiva? Algunos opinan que, al final, no pasará nada. Carlos Mazón no continuará como presidente valenciano, eso sí. Sin embargo, no habrá -nos dicen- una sacudida más violenta del tablero. En cuanto al líder supremo, Pedro Sánchez, ha demostrado repetidamente sus cualidades de duro fajador. Sobrevivirá una vez más, hasta que las imputaciones judiciales en curso o la pérdida de sus apoyos parlamentarios lo entierren políticamente de manera definitiva. Sin embargo, de momento al menos -nos dicen-, las cosas seguirán como siempre. Transitaremos por 2025 con el mismo presidente del Gobierno. En cuanto a la memoria de la gente, ya sabemos que es muy corta. En unos meses -tres, cuatro-, el recuerdo de la DANA se irá diluyendo poco a poco. Otros asuntos, nacionales e internacionales, vendrán a reclamar nuestra atención. España proseguirá su lento declive. Nuestra productividad seguirá estancada, lo mismo que el PIB per cápita. Seguiremos en posiciones mediocres dentro del Informe PISA. La tasa de natalidad seguirá bajando. Broncano seguirá reinando con sus chorradas en las noches de TVE. El mediocre Feijoo seguirá siendo la única alternativa real al cínico Sánchez. La vida pública española, en fin, seguirá igual de mortecina y lamentable que siempre, siempre igual.

Y, sin embargo, no debería ser así. Estos días, en unas redes sociales españolas en estado de ebullición por la indignación de Valencia, se habla de Íker Jiménez como figura pública que podría liderar un movimiento nacional de regeneración. También Félix Rodríguez de la Fuente fue tentado en su día para entrar en política. De tanto en tanto, España sueña con la posibilidad de una metamorfosis, de una catarsis, de un cambio profundo. Como se sabe, el futuro de España fue diseñado por Kissinger y la CIA en 1973, cuando se decidió que Carrero Blanco no podía vivir. Desde entonces, en fin, ha pasado lo que ha pasado. Hoy, las redes sociales piensan en un outsider como Íker, un posible líder que goza para muchos de una gran credibilidad.

Seguro que a Íker Jiménez no le tienta en absoluto el ingrato mundo de la política. Sin embargo, lo cierto es que existe toda una España alternativa de hombres y mujeres brillantes, capaces y que podrían impulsar, o al menos apoyar desde fuera, un movimiento de regeneración política en España. No contaremos entre ellos ya a Rubén Gisbert, con sus pantalones manchados de barro; pero, oculta tras el primer plano de una clase política mediocre y parasitaria, existe todo un universo de españoles que podrían ayudar de algún modo dentro de un verdadero movimiento de regeneración.

Hace unos años, durante la etapa de Rajoy, fue bastante comentado que alguien verdaderamente digno y capaz, como el jurista Eduardo Torres-Dulce, llegase a la alta magistratura de la Fiscalía General del Estado, cuando lo hoy habitual en España es que accedan a tales puestos los aduladores, los obedientes, los indignos. Pues bien: podríamos imaginar, catalizada por la convulsión nacional de Valencia, la aparición de todo un equipo humano, de sensibilidades políticas varias, capaz de impulsar una verdadera regeneración en España. Algunos ya con experiencia política, otros no. No tendrían que entrar todos en labores directas de gobierno: la colaboración se puede producir de muchas maneras distintas. Uno piensa en los invitados de Íker Jiménez en Cuarto Milenio, en los colaboradores de Horizonte, en los del canal de Youtube Negocios TV, en los entrevistados de Jordi Wild en The Wild Project, y se da cuenta de que existe una interesantísima España alternativa a la adocenada España oficial. Pensamos en personas como los periodistas Lorenzo Ramírez y Beatriz Talegón, el coronel Pedro Baños, el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, el biólogo y documentalista Fernando López-Mirones, los economistas Marc Vidal y Juan Ramón Rallo, el exembajador José Antonio Zorrilla, el dueño de Mercadona Juan Roig, el ejecutivo de Inditex Pablo Isla, el seleccionador nacional Luis de la Fuente, el filósofo José Antonio Marina, la historiadora Elvira Roca Barea, la ensayista Irene Vallejo, el escritor Juan Manuel de Prada, el director deportivo del UCAM Murcia Alejandro Gómez, los expolíticos de Vox Iván Espinosa de los Monteros y Víctor Sánchez del Río. Son unos pocos nombres a vuelapluma, entre otros muchos posibles. También instituciones como la Real Academia Española o la de Ciencias Morales y Políticas podrían tener algo que decir. Ello supondría, sin embargo, acabar con el sistema de partidos tal y como lo hemos conocido desde 1978, con la partitocracia contra la que clamaba Gustavo Bueno en los platós. Una partitocracia, claro, dispuesta a morir matando y que no se va a dejar desplazar del poder así como así.

Ya en 1977, el catedrático de Economía Enrique Fuentes Quintana tuvo que acudir en auxilio de la naciente democracia española diseñando las reformas de los Pactos de la Moncloa. Hoy, también toda una generación de profesionales senior sienten que se les ha desplazado demasiado pronto de la esfera pública, como hizo Zapatero con cientos de profesionales de RTVE con las prejubilaciones masivas de 2006. No estamos pensando en gente como los altos funcionarios de Rajoy (José Ignacio Wert, José Manuel García Margallo, Íñigo Méndez de Vigo, Montserrat Gomendio), finalmente tan decepcionantes. La moción de censura de Vox en marzo de 2023, con Ramón Tamames como candidato independiente, no fue una mera anécdota: en realidad, indicaba el rumbo correcto a seguir. ¿Quién no querría que el competentísimo, cultísimo y educadísimo señor Tamames fuese, pese a su avanzada edad, nuestro presidente del Gobierno? A mí por lo menos me encantaría. De la misma manera, ¿quién no querría que en Televisión Española hubiese otra vez un programa como La clave de José Luis Balbín?

“Otros vendrán que bueno me harán”, dice un refrán bien conocido. Visto lo visto en los últimos gobiernos de España, algunos hasta añoran a Felipe González. En cualquier caso, están sucediendo últimamente cosas inauditas, como ver departiendo amigablemente a Juan Luis Cebrián en la televisión "ultraderechista" de El Toro TV o publicando artículos en el digital conservador The Objective. La sensación se extiende y se reafirma: una generación de advenedizos incompetentes ha parasitado desde hace largos años la política española. No hay más que recordar que la inútil Ana Mato fue ministra de Sanidad con Rajoy, o que la indocumentada Pilar Alegría es nuestra actual ministra de Educación. Los ejemplos podrían multiplicarse ad infinitum.

¿Podría ser la catástrofe de Valencia el desencadenante de una catarsis colectiva? Seguramente, no por sí sola. Si a ella se añaden otras convulsiones, todavía imprevisibles, que lleven a España en su conjunto a una situación absolutamente límite, entonces sí podría suceder una cosa de tal tipo. De no añadirse esos otros elementos revulsivos, la aborregada y anestesiada sociedad española, una vez dejada atrás la sacudida nacional de lo ocurrido en Valencia, volverá pronto a su habitual estado de pasividad y mansedumbre.

En cuanto al aparato del Estado, a los poderes fácticos, al Deep State español, es muy posible que, al ver en el desastre de Valencia el horizonte de un auténtico peligro existencial —la posibilidad de una catarsis nacional, como en su día sucedió con el crimen de las niñas de Alcásser—, se hayan movilizado en defensa del Estado, lo cual incluiría tácticas de juego sucio de la peor especie. Recordemos, por si alguien lo ha olvidado, que, en lo más profundo del Estado español actual, se esconde un verdadero monstruo, una abominable criatura del abismo: así lo mostraba hace unos años el documental Hechos probados, que detallaba la destrucción ejecutada por la Agencia Tributaria contra un simple ciudadano de a pie, Agapito García Sánchez, por haber éste osado enfrentarse a ella con la razón y el derecho en la mano. No lo olvidemos, pues: al menos en su actual configuración, el Estado español es un monstruo que parasita sin miramientos a la sociedad en la que se sustenta y a la que subyuga. Ese monstruo, si se ve amenazado, reaccionará con extrema violencia. En las últimas fechas, alguien tan bien informado como Lorenzo Ramírez -seguramente el mejor periodista de España a día de hoy- ha observado que, a raíz de la catástrofe de Valencia, el Estado puede estar ejecutando, de manera subrepticia, una maquiavélica operación de inteligencia: todo con vistas a su propia supervivencia como estructura de poder, la cual exige desactivar el conato de rebelión de la sociedad civil española actuando por su cuenta en la zona cero de Paiporta, con ciudadanos anónimos trabajando hombro con hombro. La posibilidad apuntada por Lorenzo Ramírez, tan bien informado sobre la actuación de los servicios de inteligencia españoles (recordemos su reciente libro sobre los entresijos del 11-M), no puede descartarse a priori.

Terminamos ya. Nuestros hermanos de Valencia lo han perdido todo. La ayuda material, la asistencia humana también, es ahora la labor prioritaria. Pero, pasado este momento angustioso, llegará la hora de abordar una reflexión política de fondo: sobre nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro como país. Ojalá que las presentes reflexiones, que ahora concluimos, sirvan como modesta contribución a ese trabajo de regeneración nacional. Una regeneración a la que, por cierto, no es ajeno el gran movimiento regenerativo, en curso a ambos lados del Atlántico, que, frente a los tópicos antiespañoles de la Leyenda Negra, reivindica un neohispanismo que podría ser una gran matriz ideológica para nuestro porvenir, en un mundo que, en este 2025 que ya se avecina y en los próximos años, va a atravesar, sin duda, un momento crítico como pocos -si no como ninguno- en la historia de la humanidad.

Hermanos de Valencia, estamos con vosotros. Y, después de tanto sufrimiento, intentaremos construir todos juntos, por fin, una España mejor.


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