El «Yo, pecador» de Iñigo Errejón

¿De qué se le acusa y de qué se acusa el exfeminista don Iñigo?

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Bien sabido es, ya desde 1789 en Francia, que la revolución acaba devorando a sus propios hijos. No es por ello de extrañar que ahora le haya tocado el turno al inefable Iñigo Errejón. Resulta que ese «revolucionario» con aspecto de niño pijo y enclenque, ese señorito feminista con pinta de pagafantas y planchabragas, ha acabado resultando todo lo contrario: un «machirulo» culpable de abominables delitos sexuales. Por ellos ha tenido que renunciar a su acta de Diputado y dar por concluida toda su carrera política.

Y, siguiendo con la tradición de los crímenes contrarrevolucionarios que a los camaradas les da por cometer, el actual culpable se ha apresurado, reconociéndolo todo, a revestir basto sayal de penitente y a entonar en la plaza pública (hoy llamada X) un clamoroso mea culpa autoinculpatorio.

Pero ¿cuáles son, en realidad, los crímenes cometidos por el exfundador de Podemos? Son horrendos, gravísimos crímenes sexuales... para quienes pretenden imponer la dictadura progre, feminista y woke.

Para ellos, por supuesto. Pero ¿para el común de los mortales?

¿De qué se le acusa y de qué se acusa el exfeminista don Iñigo? De «acoso sexual», sin mayor precisión. Pero ¿ha violado a alguna moza el expodemita? ¿Ha ejercido algún tipo de violencia física para alcanzar sus lascivos fines? No, nada. Sólo de acoso se acusa. De seducir, hablando en plata, a sus conquistas femeninas. De seducirlas sin duda de manera nada delicada, de practicar —insinúa alguna «víctima»— un sexo desenfrenado y «salvaje». ¿De pretender también favores sexuales a cambio de otorgar prebendas políticas? Muy probablemente.

Para el común de los mortales —o, mejor dicho, para lo que debería ser una sana ética sexual— esta última actuación es reprobable. Pero para el inmundo mundo woke (como lo llamábamos en el n.º 3 de nuestra revista), lo son todas. Todo ello constituye un crimen de lesa majestad. Un crimen que no le ha quedado más remedio a ese pobre hombre que confesarlo, flagelándose públicamente porque su débil carne le ha impedido cumplir con los desmanes que su ideología promete.

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