Botticelli, 'Palas y el Centauro'

En torno a Margherita Sarfatti, amante de Mussolini y musa del primer fascismo

La musa y la masa

«En las páginas brillantes, intensas y apasionadas de Javier Ruiz Portella encontrará el lector la vida con toda su fuerza, su esplendor y su crudeza. Y con toda la melancolía, el encanto y la brillantez de un Zweig»

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Margherita Sarfatti encarna la contradicción que se dio entre el fascismo de las élites y el fascismo de las masas; su biografía, magníficamente recreada por Javier Ruiz Portella en: Margherita Sarfatti, la amante judía de Mussolini, musa del primer fascismo (Ediciones El Manifiesto, 2024), es un breviario de ilusiones y desengaños que marcan las complejas y volcánicas relaciones de la que, sin duda, fue la musa y ninfa Egeria del emergente Duce.

Botticelli, con su hermosa tela Palas y el centauro [nuestra imagen], retrató todo el poder de la belleza y del espíritu en la tradición humanística, esa que desde Atenas llegó a Florencia al reverbero de la resucitada filosofía de Platón. La hermosa Atenea apenas necesita apresar con sus finos dedos un solo bucle de la cabeza de ese mixto de bestia y hombre para domarlo, templarlo, reducirlo y mandarlo. Margherita Sarfatti, perla del novecentismo italiano —tan selecto, moderno y clásico como el que en España defendiera el maestro D’Ors—, trató de domar al centauro mussoliniano, de civilizarlo y de espiritualizarlo con las mismas armas que la Afrodita del maestro Sandro usó con el fogoso Marte.



Porque los ideales del primer fascismo, por lo menos los de su élite, se remontaban a la política como estética del Renacimiento, a la concepción del Estado como obra de arte que subyacía tras los fastos artísticos de los Montefeltro, los Malatesta y los Gonzaga. Nada más opuesto a la vulgaridad del liberalismo, a la sórdida ordinariez de la democracia, a los pleitos espesos y municipales de los parlamentos. ¿Podía volver a ser la política un afán de belleza, de poesía, de espíritu? ¿Puede un Estado ser ajeno al brutal materialismo de la tradición anglosajona? ¿Es posible crear un Estado estético?

Margherita Sarfatti creyó durante toda su vida que el ideal puede realizarse; y hubo un momento, en los meses de la Empresa de Fiume (1919-1920), en que llegó a crearse un Estado poético, el único de la historia. El antecedente d’annunziano fue el ensayo general de lo que en Italia acabó por eclosionar en el fascismo, aventuras ambas en las que Margherita Sarfatti empeñó su alma y su no escasa capacidad de movilización. En Benito Mussolini encontró ella lo que necesitaba, el artista, el hombre de genio capaz de convertir el Estado en Arte: el hijo del herrero de Predappio disponía de manos hábiles y fuertes para forjar la materia prima con la que se crean los grandes movimientos políticos: las masas. Y ahí reside la gran contradicción, la tragedia de Sarfatti: la masa pasiva, caprichosa, irracional, también moldeó al Duce, a su amante, que empezó a valorar la cantidad por encima de la calidad. Y el fascismo fue perdiendo poco a poco el espíritu para convertirse en un Estado no exento de belleza, sobre todo si se compara con las repúblicas española y francesa, pero sí de ese je ne sais quoi que tuvieron Fiume y los primeros años del Ventenio. Como vería con toda lucidez Julius Evola, el más grande de los maestros europeos de la posguerra, el fascismo no supo crear una élite ni un pueblo, al revés que los nazis y los soviéticos, sino una escenografía para la exaltación de un césar. El poder embruteció a Mussolini y su devoción por la fuerza no podía sino enredarle en la alianza alemana, por la que sintió una atracción que no cabe duda en calificar de estética. En 1938, absolutamente desengañada pero, pese a todo, fiel a su ideal primero, Margarita Sarfatti abandonó Italia sin renegar de su sueño ni arrastrarse como una vulgar “arrepentida” a los pies de la democracia triunfante. No en vano fue la autora de una de las biografías indispensables del Duce: Dux, con prólogo del tan genial como olvidado Ernesto Giménez Caballero. Otro grande.

Ni Sarfatti ni Mussolini podían resolver esa contradicción entre las élites y las masas: para ello habría hecho falta un régimen más despótico y duro, mucho más implacable que el del humano, demasiado humano Duce. Eso era exactamente lo que estaba pasando al otro lado del Brennero. Si el lector quiere conocer esta tensión muy física y muy espiritual con más detalle, que acuda a las páginas brillantes, intensas y apasionadas de Javier Ruiz Portella (espléndidamente prologadas por Hughes); allí encontrará la vida con toda su fuerza, su esplendor y su crudeza. Y con toda la melancolía, el encanto y la brillantez de un Zweig.

 

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