En términos generales, a lo largo de su historia no ha habido mayor afán en el ser humano que el procurar que se impongan sus opiniones. Para lograrlo unas veces se ha servido del berrido, de la fuerza, de meter el miedo en el cuerpo, del pavor o del espanto; otras veces, mediante el razonamiento sostenido en todo tipo de argumentos, recogidos de la tradición, ha sido la senda por donde ha transitado el impulso de dominación de unos sobre otros. En este último caso, podríamos decir que ya desde la época clásica el arte de la persuasión fue una de las asignaturas fundamentales del aprendizaje político en la democracia ateniense. Aristóteles nos legó los principios que debían regir el pensamiento para alcanzar una decisiva influencia efectiva y convincente sobre los ciudadanos en el arte de hablar para convencer mediante la utilización en la oratoria de tres elementos imprescindibles: ethos, logos y pathos.
De manera sucinta, podríamos decir que
Ethos era la credibilidad que ofrecía el disertador, es decir, la autoridad moral que atesoraba el orador ante la comunidad
Ethos era la credibilidad que ofrecía el disertador, es decir, la autoridad moral que atesoraba el orador ante la comunidad; Logos haría referencia al razonamiento y a la lógica existente detrás de cada argumento expresado por medio de la palabra y, finalmente, Pathos, que consistía en la conexión emocional de lo que se exponía con los receptores del discurso. Sin embargo, nuestra política actual, me parece a mí, que carece de aquel marco fundamental en el bello arte de comunicar y persuadir que nos legó el filósofo de Estagira que, por cierto, estableció los cimientos de las grandes ideas heredadas por el mundo occidental y que, uno piensa, visto lo visto, deberían estar presentes en nuestras estructuras y modelos sociales democráticos como fieles sucesores de una manera de interpretar la realidad del espacio en que se habita - tan distinta de unas a otras culturas - y cuyos valores son diametralmente diferentes.
En esta época de modorra poco importa la reputación intelectual, la integridad o la transparencia de nuestras autoridades, regidores o como se llamen los adscritos al aparato ideológico del Estado, y el Ethos o carisma del gobernante se ha ido desdibujando de tal manera que no existe absolutamente nada creíble para la ciudadanía, sobre todo, por la inconsistencia de los propios juicios que se exponen. No gozan aquellos, por tanto, de la mínima autoridad moral ni del liderazgo que se debe ejercer para generar confianza, ya que las ideas siempre están en función de la consolidación del status, de la nómina o de ejercer un mayor control social, condenando al pueblo a que no tengan más ideas que las justas. Dicho de otro modo: han sustituido el pensamiento por el sentimiento.
Así, podemos observar que la oscuridad en el pensamiento de los rectores de nuestra cosa pública no desfallece. Baste detenerse en escuchar y comparar cómo el famoso sketch «Empanadilla de noche» de Martes y Trece es bastante más comprensible que entender a toda una ministra de Trabajo y Economía Social explicando lo que es un ERTE o cualquier otra cosa que intentare definir esta señora; es igual. De la misma manera, pudiera ser, igualmente, más digerible traducir un texto de las lenguas cananeas que poder asimilar - sin que nos produzca hiperclorhidria - las chácharas infernarles a las que nos tienen sometidos unos y otros. Sobre este particular no hay aspectos diferenciales.
“quien se miente y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en sí ni alrededor de sí”
La máxima aristotélica entendía que había que definir para evitar errores, todo lo contrario de lo que sucede en la democracia que tenemos, a tal extremo, que los interlocutores otorgan significados distintos a las mismas palabras, con lo que la comunicación es limitada e ininteligible, es decir, nada aprovechable. Además, con abrumadora frecuencia, se defiende la validez, relevancia o beneficio de una determinada idea y al momento siguiente es sustituida por otra antitética - según de donde provenga el viento -, para presentar esta última con toda naturalidad y sin el más absoluto sentido del pudor como un triunfo del provecho colectivo. Claro está, que esto solo puede hacerse cuando existe una masa acrítica, sumida en lo cotidiano y que ha perdido el sentido sagrado del pensamiento y de nuestra cultura. Todo es frágil y superficial.
De esta manera la capacidad comunicativa que deberían tener nuestros rectores públicos para emocionar (Phatos) se encuentra instalada en la vulgaridad más absoluta y sobrevive gracia a la negación de la palabra del otro, refutada siempre con el insulto, la descalificación personal y la calumnia. Es esta, por tanto, una época triste y preocupante para el propio sistema democrático, toda vez que, además, no hemos tenido reparo alguno en naturalizar, soportar e institucionalizar la mentira que lo invade todo, de tal modo que vivimos permanente y consustancialmente inmersos en ella; como diría Fiódor Dostoyevski: “quien se miente y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en sí ni alrededor de sí”. Y ahora «a otra cosa»: a las elecciones europeas.