Si la coincidencia de fechas es obviamente casual, la carga simbólica de tal coincidencia es, en cambio, de inusitado valor. Sólo la ignorancia y el desapego histórico de nuestras gentes puede explicar que nadie la haya puesto de relieve.
En 1571, la Cristiandad —aquella Cristiandad que, yendo mucho más allá de su significación religiosa, era el otro nombre de Europa— se encontraba presa de dos graves amenazas que le infligía el mundo musulmán. Por un lado, las constantes razias que sufrían nuestras costas mediterráneas, cuyas riquezas eran arrebatadas y nuestros hombres y mujeres esclavizados. Por otro lado, la conquista de Europa por parte de un imperio otomán que en 1526 la había derrotado de forma contundente en la batalla húngara de Mohács y que tres años después pondría cerco a Viena, donde sería por fortuna derrotado.
La conquista —hoy se llama el Gran Remplazo— de la Europa europea por una Europa musulmana era una amenaza que se mascaba en el aire. Para combatirla, la coalición constituida por España, Venecia y el Vaticano se aprestó, en aguas del golfo griego de Patras, a librar “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, como sentenció el Cervantes que, a resultas de tal ocasión, quedó manco y esclavo.
La Armada dirigida por don Juan de Austria ganó, como bien sabido es, la batalla. La amenaza musulmana que se cernía sobre nuestro mundo quedó de tal modo, si no aniquilada (Grecia y los países balcánicos seguían sojuzgados), sí al menos profundamente mitigada.
453 años después
Nada parecido ocurrió el 7 de octubre del año pasado, cuando terroristas musulmanes procedentes de la Franja de Gaza, irrumpieron en Israel, matando, torturando, quemando, violando y secuestrando a más de 1.200 personas en lo que constituyó la mayor y más exitosa acción musulmana contra Israel. Y nada parecido ocurrió tampoco entonces en el campo de la “Cristiandad”, si es acaso posible usar aún ese término.
No vamos a entrar en los detalles del endiablado conflicto árabe-israelí, esa especie de desventurado callejón sin salida del que ya hablamos recientemente en estas mismas páginas. Vamos a entrar en una sola cuestión, la única que está meridianamente clara. Al igual que en tantos y tantos siglos, al igual que en 1571, el Islam, enfrentándose de nuevo a Europa, amenaza con vencernos. De manera totalmente distinta, es cierto. Esta vez no será con sus ejércitos; será con los vientres de sus mujeres —como decía el presidente argelino Boumedienne— cuyos hijos, nietos y bisnietos, asentados en nuestros reales, acabarán constituyendo la población dominante de lo que durante siglos fue Europa.
Y ante este riesgo de muerte —cultural, espiritual…; física también para quienes resistan—, la reacción de nuestros gobiernos y de la mayoría de nuestros pueblos tampoco tiene nada que ver con la ocurrida en Lepanto. Guste o no guste la presencia hebrea en tierras de Oriente Próximo, se piense lo que se piense sobre la misma, se tenga el odio que se tenga (encubierto, nunca proclamado) contra el pueblo judío, una cosa es indudable: lo que se juega en Israel es una parte importante del combate destinado, como mínimo, a frenar los ímpetus islámicos contra nuestro mundo.
Y de este combate Europa se aparta de manera parecida a como lo hacía Francisco I de Francia (pero ahí era sólo un reino) para conchabarse con el Turco. Europa se aparta y en sus calles hasta se ven ondear banderas islámicas enarboladas por jóvenes europeos que desean la victoria de nuestros enemigos en la guerra contra Israel.
Es como si el 7 de octubre de 1571 jóvenes europeos se hubieran lanzado a la calle ondeado banderas otomanas en vigorosa protesta contra la más vil ocasión que vieron los siglos.
Cervantes aún no se había dado cuenta,
pero hay otras altas ocasiones que vieron los siglos:
las de la Conquista de América.
Las analizamos en el n.º 5 de nuestra
revista dedicado a la Leyenda Negra
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