Dieciocho universidades, tanto públicas como privadas, hay nada más que en Madrid. Ochenta y tres en toda España. Otros países, sin embargo, aún nos ganan; como Italia, con 97; o Alemania, con 108; o Gran Bretaña, con 160. Sólo Francia, inculto país, según el criterio de la cantidad, se queda con tan sólo 54 universidades.
La conclusión parece saltar a la vista. Estamos viviendo un espectacular auge cultural. Enormes son las ansias de saber. Caudalosos fluyen los ríos por los que navegan, envueltos en ciencia, arte y belleza, los tripulantes de «la generación más culta de toda nuestra historia», como se dice a menudo.
¿De verdad? ¿En serio?
No, se trata de un espejismo. El que se despliega en un mundo que, dados los medios de que dispone, podría y debería ser, es cierto, el más refinadamente culto de toda la historia. Pero no lo es. Miles de horas transcurren en cursos y exámenes, coloquios y conferencias, viajes y seminarios. Todo el inmenso acervo de nuestra cultura está, en un grado jamás conocido, al alcance de todos. Pero nuestra sociedad, careciendo de aliento para lo que no sea utilitario y material, se olvida de semejante acervo, no vive de él, no lo asume como su santo y seña. Peor aún: hasta puede rechazarlo, como lo hacen por ejemplo quienes, movidos por la ideología woke, pretenden prohibir —«cancelar»— por machistas, blancos y heteropatriarcales nada menos que a un Homero o a un Beethoven. (No es broma: la infamia ha sido proclamada negro sobre blanco.)
Lo que crece en lugar del vergel que podría, que debería ser nuestra cultura —la «cultura de gran estilo», decía Nietzsche— es en realidad una especie de páramo. Hábilmente camuflado, eso sí. Démosle un nombre: el Gran Tinglado de la Culturilla.
Cuatro grandes pilares lo sostienen:
La industria cultural
Parece un contrasentido, un oxímoron, poner juntos los términos «industria» y «cultura». Pero no lo es. Los principios industriales o mercantiles —en particular, los del show o star system— son los que rigen la industria cultural, ya sea cinematográfica, musical, arquitectónica, de artes plásticas o literaria. Una industria cuyos productos difícilmente pueden, en tales condiciones, verse nimbados por ningún tipo de genio o duende. Ello no impide, sin embargo, que, como excepción que confirma la regla, a veces pueda colarse entre tales productos algún libro, alguna película, alguna obra de alta cultura o de estremecedora belleza que se ve coronada, además, por un clamoroso y merecido éxito.
Los grandes medios de comunicación de masas
El segundo pilar sobre el que descansa el Gran Tinglado de la Culturilla está constituido por las todopoderosas cadenas de televisión, prensa y radio. Lo que menos importa son sus cada vez más reducidos «programas culturales». Lo decisivo es el espíritu que se expande a través de ese «cuarto poder», como se le llama, suponiendo que no sea ya el primero.
«Si no sales en televisión no existes», se dice con acierto
«Si no sales en televisión no existes», se dice con acierto. Y, sin embargo, es obvio que se puede existir fuera de los grandes medios. Un abundante número de periódicos digitales y políticamente incorrectos, alguna que otra radio y hasta una pequeña televisión existen por ahí. Pero si todos esos medios tienen plena libertad jurídica para existir, todos carecen de libertad efectiva para incidir. Casi todos se encuentran extramuros de la Ciudad, fuera del centro del mundo, apartados de las audiencias masivas, donde se juega lo fundamental.
El sistema docente
Maltratado por el pedagogismo buenista, dominado por ideologías de izquierdas —hoy encarnadas en el wokismo—, el sistema docente constituye, con la salvedad de algunas casi heroicas excepciones, el tercer bastión desde el que se desparrama
Esa atmósfera, ese caldo de cultivo gris que nos envuelve
esa atmósfera, ese caldo de cultivo gris que nos envuelve con la falaz apariencia de una abundante y generalizada cultura.
«La cultura, la cultura… ¡Oh, ah! ¡Qué bonito! ¡Qué divertido, qué entretenido!», dice la gente. Mucho entretenimiento, en efecto, es el que aporta esa cultura —«ese espacio de ocio»— que no es otra cosa que el Gran Tinglado de
Una culturilla trivial y superficial donde el hombre-masa se siente a sus anchas
una culturilla trivial y superficial donde el hombre-masa se siente a sus anchas. Todo ese tinglado, en efecto, se desmoronaría al instante si no se encontrara ahí ese hombre, si no estuvieran ahí esas masas que compran, consumen y hasta se deleitan con las fruslerías que, servidas en bandeja de plástico y envueltas con lazos de colores, la industria cultural, los medios sistémicos de comunicación y el sistema docente les sirven en «el siglo más culto de todos los tiempos».
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