En torno a la humillación de la amnistía y a un artículo de Hughes

«Y uno por uno sus habitantes...»

«España, como ente, entidad, nación o Todo no tiene dignidad ni la tienen sus gentes».

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Un buen susto nos propinó Hughes el otro día. Tituló su columna en La Gaceta «La Amnistía, sí, ¿y qué?», titular que, aun dejando traslucir cierta ironía, parecía insinuar que, en últimas, la amnistía por el golpe de Estado catalán de 2017 sería cosa baladí, asunto de poca monta.

Y, en efecto, «la amnistía —explicaba el columnista— no es tan mala». No lo es... comparativamente. No lo es porque hay algo aún mucho peor. Peor que la amnistía es el estado de espíritu que la ha posibilitado, y peor aún es lo que tras ella se avecina. «Lo peor —seguimos leyendo— es lo que puede venir después: el referéndum; pero la amnistía es sólo una humillación y la constatación de que el sistema es un error, pero ¿acaso no lo sabíamos?, ¿y acaso no habíamos sido humillados ya durante décadas y de una manera definitiva con el pacto con ETA?»

Palabras tremendas, indiscutibles, palabras que resuenan en el abismo por el que lleva años precipitándose todo un pueblo; y palabras que encuentran su colofón en estas otras:

«España, como ente, entidad, nación o Todo no tiene dignidad ni la tienen sus gentes. España es deprimente, insoportable. Y lo son, uno por uno, sus habitantes. Se salvan muy pocos, y suelen sufrir la soledad o la enfermedad o el dolor moral.»

Sí, han leído bien: «Y lo son, uno por uno, sus habitantes». Repitámoslo, sin embargo, pues pocas ocasiones más —quizá ninguna— van a tener ustedes de volver a oír palabras tan certeras, tan amargas, tan dolorosas.

Alguien tenía que decirlo alguna vez, y alguien por fin lo ha dicho: España, como un Todo, no tiene dignidad, como tampoco la tienen sus habitantes. Se salvan muy pocos. Y el autor de esas palabras, que deberían ser grabadas a fuego en el frontón del palacio de unas imposibles Cortes, concluye: «España es una cochiquera terrible con terracitas y sólo se puede soportar si uno asume eso».

¿Qué se puede hacer cuando se ha llegado a tal punto? ¿Qué se puede hacer cuando se ha proclamado la más devastadora de las conclusiones? Sólo cabe entonces hacer dos cosas: gritarlo a voz en cuello (no otra cosa estoy haciendo yo aquí) y tratar de limpiar la cochiquera, intentar sanear la pocilga. No queda otra.

No queda otra ante palabras que deberían originar un embravecido mar de doloridos aplausos o de indignadas reprobaciones. Y, sin embargo, no originarán ni lo uno ni lo otro. Nadie se inmutará. Sólo algunos esbozarán una displicente sonrisa. La inmensa mayoría seguirán sentados, tan campantes, en las terracitas de la cochiquera, donde un solo grito se oirá: «¡Otra de gambas, venga, tío, ya!».

¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Cómo podríamos no estar chapoteando en la pocilga si, construida con esmerada eficacia, sus terracitas nos ofrecen míseros pero atractivos placeres en los que refocilarnos mientras ellos se dedican a lavarnos el cerebro —la interacción es mutua: nos prestamos gustosos al lavado— desde hace más de cuarenta años?

 

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