Una amable lectora nos ha alegrado el día (al tiempo que nos ha ruborizado un poco) con los elogios tan generosos que dedica a EL MANIFIESTO: “Su labor —escribe— es increíble y sus contribuciones son de un alto nivel que difícilmente se puede encontrar en ningún otro lugar”.
Sin embargo, esta misma lectora nos hace una crítica en la que no deja de tener su parte de razón. “Hasta el momento —dice— no he encontrado nada sobre la guerra de Gaza, aunque hay numerosos artículos sobre la otra guerra, la de Ucrania”. Es cierto, la guerra de Ucrania ha recibido en nuestras páginas una mayor cobertura que el conflicto israelo-palestino. Pero EL MANIFIESTO también ha cubierto, por supuesto, el gran conflicto de Oriente Próximo, habiendo publicado sobre él unos quince artículos, incluidos los que han visto la luz después de la masacre palestina del 7 de octubre.
Otra cosa es que sea difícil encontrarlos, pues el buscador de la web no es desgraciadamente lo eficaz que debería. Se impone cambiarlo, es evidente, de igual forma que se deben efectuar otras mejoras en el diseño del periódico. Pero el vil metal, ¡ay!, es el vil metal, y a día de hoy.... Como carecemos de subvenciones oficiales o de anunciantes publicitarios, nuestros recursos sólo proceden de las compras de nuestras revistas y libros, así como de los donativos efectuados por nuestros generosos lectores.
Después de tan discreto (¡!) “aviso a navegantes”, volvamos a la cuestión israelí. Buscando entre los artículos publicados, hemos encontrado uno de José Javier Esparza, nuestro antiguo director, que es una auténtica joya. Nos complace tanto más ofrecérselo cuanto que, escrito hace la friolera de quince años, parece haber sido escrito hoy mismo.
La “moralización” de las guerras es una característica mayor del siglo XX. Los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial “para defender la libertad de los mares” y desde entonces hemos asistido a tremendas hecatombes en nombre de la democracia, los derechos humanos, la emancipación del proletariado, la libertad y, por supuesto, la paz. El conflicto de Palestina es un perfecto ejemplo de esa artificiosa “moralización”, donde unos y otros se presentan ante la opinión pública mundial como víctimas de una secular injusticia.
En ese plano, digamos “moral”, “humanitario” o como se le quiera llamar, hay tantas razones para entender el derecho de Israel a defenderse contra los terroristas de Hizbola y Hamas, como para entender el derecho de los palestinos a poseer su propio Estado frente a Israel. Esto no es equidistancia; es, simplemente, la constatación de un callejón sin salida. En ese callejón sin salida lleva metido el mundo más de medio siglo. Ni lo hemos inventado nosotros ahora ni, probablemente, podamos tampoco resolverlo esta vez.
Naturalmente, no faltará quien diga que el derecho de los palestinos, reconocido por la ONU, ha sido vulnerado repetidas veces por Israel. Pero a eso podrá oponerse, con la misma soltura, que los palestinos han demostrado no estar a la altura del derecho reconocido, y que ese derecho, en todo caso, no incluye el uso de coches suicidas, ayer, y de cohetes hoy. Toda toma de partido nos devuelve al callejón sin salida inicial. Pero es que en esas posturas se olvida siempre lo esencial, a saber, lo que cada contendiente, y el conflicto en sí mismo, significan en el contexto de la política mundial.
Para el mundo occidental, es decir, para el bloque vencedor de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, liderado por los Estados Unidos, Israel es imprescindible. En la práctica, Israel está siendo el muro que impide la formación de un poder alternativo al de Occidente en el mundo islámico. Esto no ha sido así siempre, pero sí desde los años setenta y, con más razón, desde la década siguiente. Una victoria palestina —una victoria real, es decir, con derrota política y militar de Israel y con la consiguiente ocupación de territorios— significaría que hay alguien más poderoso que el bloque occidental.
¿Quién sería ese alguien? Éste es otro problema, pero aquí reside también buena parte de la cuestión. Por el cariz que han tomado las cosas en los últimos veinte años, y sobre todo después de las sucesivas guerras de Irak, la derrota israelí significaría la victoria de las facciones más radicales del islamismo político. Eso no interesa a Occidente, pero es que tampoco interesa a la mayoría de los gobiernos musulmanes, que inevitablemente se verían abocados a una serie de fuertes conmociones en su interior. De ahí el doble juego de los países árabes proamericanos: por un lado apoyan públicamente la causa palestina, porque les interesa políticamente y porque nunca es malo desestabilizar al enemigo, pero, por otro lado y al mismo tiempo, jamás apoyarán de manera oficial y regular a Hamas y Hizbola en su guerra contra Israel.
En una tesitura así, lo más razonable es apelar a los sentimientos pacíficos y tratar de que se plasmen en una voluntad política por ambas partes. Como esto no es así ni, según parece, puede serlo, la única opción posible es examinar de qué lado quedan los propios intereses de uno, o sea, de nuestro país. ¿Suena cruel? Sin embargo, la política nunca ha sido otra cosa que eso. Ahora bien, para definir tal cosa hay que saber cuáles son los propios intereses, y éstos se definen siempre en términos de poder. Pero si no hay poder, ¿cómo definir interés alguno?
Hay muchos amigos que sueñan con un bloque euroasiático de poder (Europa más Rusia) que permita a nuestro continente, a nuestros países, recuperar el trono que perdieron en 1945. Para quienes piensan así, apoyar a los palestinos es una forma de disminuir la hegemonía americana. Ese “sueño eurasiático” podrá parecer sugestivo, pero no deja de ser una elucubración teórica. La realidad es que Europa carece de la voluntad de afirmarse como potencia singular. En esas condiciones, dejar que se caiga ese “muro oriental” que es Israel tendría algo de suicida, porque dejaría crecer en Oriente Próximo y Medio un poder alternativo con una clara voluntad política —éste sí— de expansión a nuestra costa.
Otros muchos amigos sueñan con un “mundo libre” edificado sobre la hegemonía americana con el inequívoco respaldo de una Europa fiel aliada de Washington, única oportunidad de futuro —dicen— para nuestro continente. Para ellos, la victoria del “mundo libre” exige la derrota de los palestinos, que no podrán tener Estado propio hasta que sean capaces de organizar una democracia homologada y, en todo caso, sin merma alguna de la potencia de Israel, que en este dibujo es nuestro aliado. Ahora bien, eso es inviable porque no hay Estado palestino posible sin mengua del poder israelí, ni parece probable que esos palestinos adopten un sistema democrático que no funciona en ningún otro país musulmán. Esa solución no haría sino perpetuar un foco de insurrección permanente a pocos kilómetros de las costas europeas. De hecho, es lo que ha venido ocurriendo hasta hoy.
En la vida real sucede con frecuencia que un problema político se manifiesta como irresoluble. En estos casos, que en la Historia universal son abundantísimos, la única solución suele ser la guerra. El conflicto entre Israel y los palestinos tiene todos los visos de ser uno de esos problemas. La Historia enseña que, cuando dos pueblos quieren matarse, la única salida es la guerra. Ante semejante situación, los “terceros”, los que miramos lo que pasa, hemos de definir prioridades.
La prioridad para Europa es que haya paz en Oriente Próximo. No (sólo) por razones de tipo ético, sino también por interés político inmediato. Ahora bien, puesto que los agentes no quieren la paz, la única forma de conseguirla es imponérsela. Como imponérsela por la fuerza armada sería contraproducente (sería tapar una guerra con otra), lo sensato es extremar la acción diplomática sobre las dos partes no para que se avengan a ser buenos chicos, sino para que, por temor a las sanciones, dejen de sacudirse. Tanto Israel como los palestinos viven, en buena medida, de la ayuda internacional (ciertamente, más los segundos que el primero). Suspender esas ayudas sería una buena forma de obligar a los contendientes a recapacitar. Esto exige, por supuesto, un acuerdo previo de esos “terceros”. ¿Está Europa en condiciones de lograr tal acuerdo?
En todo caso, como no se llegará a ningún sitio es contemplando un conflicto bélico como si fuera un relato moral. La política siempre se ha gobernado por criterios distintos. La vida es así. No dejará de serlo, por más que a los occidentales nos guste soñar con paraísos sobre la tierra.