Es bien conocido: ser escritor, al menos por estos lares, consiste en que te duela la patria. España. Ni más ni menos. Es tratar de solucionar aquello que debe permanecer eternamente encarnizado, casi como si de un arrebato fatal, místico y sufriente se tratara. Así lo inmortalizó Antonio Machado: “Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios./ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”. Y así lo corroboró en vida y en obra, década tras década y hasta rozar las noventa primaveras, el gran Fernando Sánchez Dragó, muerto hace ahora un año.
De su maestro y modelo, Ernesto Giménez Caballero, Dragó dijo aquello de que “hay libros que pasan a la historia y libros que hacen la historia”, encuadrando los de Giménez Caballero en el segundo grupo; y ese es el drama de los dos nombres que acabo de mencionar: ¿Qué es el Genio de España, publicado por vez primera en 1932; o Gárgoris y Habidis, aparecido en 1978, sino el intento de fundar una élite nueva para una España retroprogresiva y arqueofuturista, esto es, tan asentada en sus orígenes como orientada hacia el futuro?
En efecto, Giménez Caballero pudo hacer historia cerca del Poder; y Dragó, siguiendo su estela más que la de ningún otro escritor reciente de nuestra tradición, trató de hacer otro tanto si bien, en el camino, se tuvo que conformar con el papel de mejor periodista cultural del siglo XX, nada menos; pero de lo otro, sea aquello de “pasar a la historia”, sea aquello de “hacer historia”, nada (se) pudo hacer. A pesar de los repetidos, incansables intentos. Ni siquiera su recientemente reeditada Historia mágica de España, demasiado lastrada por las tiznadas teorías de Américo Castro sobre el ser “multicultural” (por así decir) delespañol, aguanta el malquistado paso del tiempo en nada que no sea su estilo juvenil y desbordante, casi alucinado.
Ya en el lejano año de 1924, hace exactamente un siglo, el gran René Guenon dejó dicho en su monumental tratado Oriente y Occidente que la prioridad fundamental de nuestra civilización radicaba en la constitución de una nueva élite: “En nuestra época, la élite intelectual, tal y como la conocemos, es verdaderamente inexistente en Occidente”. Hoy en día, por contra, lo único que tenemos, en lugar de una élite de “monarcas ilustrados”, como prometieron los “sueños de la Razón”, es una oligarquía vana y avariciosa, que pretende instaurar una auténtica realpolitik tecnocrática, para mejor enriquecerse por medio del miedo generalizado y la servidumbre voluntaria, aplacando el pánico popular con sus cada vez más lucrativos negocios farmacéuticos y armamentísticos, antes de que el signo de los tiempos les expulse del poder y, tal vez, se pueda fundar, de una vez por todas (o tal vez no), una nueva élite española y europea… Aunque ese, como se suele decir, es otro tema.
Haciendo gala de una retórica envidiable, Dragó siempre se declaró, en tono mordaz y beligerante, como un refractario al Sistema; Giménez Caballero, más afortunado en su circunstancia histórica (aunque tampoco demasiado), estuvo siempre cerca del Poder, y precisamente por ello salió escaldado en más de una ocasión, aunque en sus Memorias de un dictador (1979) inmortalizó su más trascendente intento por transformar su siglo, al tratar de “fundar una nueva Dinastía hispano-goda para lograr la paz y recobrar nuestro Imperio”, casando a Hitler, a modo de “un Renovado Carlos V”, con Pilar Primo de Rivera. Por supuesto que su tentativa fracasó, y la anécdota, en realidad un denodado intento por hacer historia con mayúscula, apenas si pasó a la memoria de las eras como una parte más de un libro alternativo, divertido y bellamente escrito.
A pesar de sus coqueteos con, alternativamente, un pensamiento de izquierda y de derecha, algunas veces de extrema izquierda, y en otras tantas ocasiones en el palo opuesto de la ideología, tanto en Giménez Caballero, primero, como en Sánchez Dragó, después, primó una misma idiosincrasia personal, de clara tendencia anarquizante, renovadora e iconoclasta. Por diversas circunstancias históricas que no vamos a recalcar aquí, Dragó se mostró más alejado del catolicismo y, a cambio, próximo al orientalismo new age, tan propio de la época y sus incipientes bifurcaciones sociales, a las que otorgó un valioso púlpito televisivo, incomparable y, por eso mismo, nada desdeñable, gracias al cual las nuevas posibilidades espirituales del fin de milenio fueron descubiertas a miles de espectadores televisivos que salían de la España nacional-católica hacia una inmersión en los orígenes paganos de muchos de nuestros mitos y leyendas populares.
Pero, por encima de sus tentativas religiosas y hasta políticas, desde donde transitó de su exilio comunista de juventud hasta los “derechazos” en la televisión pagada por Esperanza Aguirre, a Dragó le importó en realidad una única cosa: la literatura. Y nada más. Como se puede constatar al afirmar, sin asomo de titubeo, que nadie ha hecho tanto y tan bueno por ella, con alcance para un gran público, en nuestro país. Ni antes ni, desde luego, después.
Como escritor de fuerte carga autobiográfica, nunca fue ajeno a la polémica, a la que en buena medida se demostró proclive e incluso adicto, al punto de llegar a convertirla en su motor literario, en algunos casos. Escribió, con exceso y buena prosa, novelas de juventud, como ElDorado (1984) o Las fuentes del Nilo (1986), para a continuación transitar hacia narraciones más convencionales y menos lastradas por el peso de una escritura barroca y minuciosa, en El camino del corazón (1990) o La prueba del laberinto (1992), pero su obra literaria nunca llegó a despegar como él mismo, quizás, hubiese esperado. Entretanto, fue empalmando programas de televisión de una calidad incuestionable −y hoy lamentablemente impensable en nuestra actual parrilla−, entre los que se incluyen “El mundo por montera” (1989-1990), “Negro sobre blanco” (1997-2004), “Las noches blancas” (2004-2009) o “Libros con uasabi” (2015-2017). Ni Iker Jiménez, con “Cuarto Milenio”, ni Juan Manuel de Prada, con “Lágrimas en la lluvia”, lograron igualar la altísima calidad de sus tertulias, a pesar del nada desdeñable intento.
A Dragó, a pesar de todo, siempre le dolió España; y con la etapa final de su obra, más resignada a convertir al personaje autodiseñado en protagonista de la misma, lo dejó claramente plasmado: Muertes paralelas (2006), donde la Guerra Civil a través de la figura de su padre y la de José Antonio Primo de Rivera; o La canción de Roldán (2015), una autoficción tras la estela de Limónov (2012), de Emmanuel Carrère, sobre la corrupción sistémica del Régimen del 78; y que son, junto a su diálogo-ensayo Santiago Abascal. España vertebrada (2019), un testimonio póstumo que merece ser leído por la juventud española que pretende cambiar el negro horizonte que se cierne sobre nuestro país.
La actual derecha intelectual patria, que ha sido cartografiada con acierto por Pedro Carlos González Cuevas o Sergio Fernández Riquelme, y que se debate entre reintegrarse en el tibio conservadurismo que sobradamente conocemos o en virar hacia una estatolatría más férrea e intransigente, tiene dos referentes intelectuales recientes: el propio Sánchez Dragó y el siempre contundente Gustavo Bueno. No es casualidad que ambos, Bueno y Dragó, firmaran sendos libros con el actual líder de Vox, Santiago Abascal (En defensa de España, 2008), que sirvieron para anticipar y alimentar su crecimiento parlamentario. Desde coordenadas muy distintas, dado el falangismo (por no decir “estalinismo” encubierto) mal disimulado del nacional-materialista −y, a pesar de ello, simpatizante del “catolicismo cultural” − filósofo asturiano, autor de España frente a Europa (1999); y, como se ha dicho, el “anarquismo de derechas”, en la línea de Pío Baroja o Valle-Inclán, que esgrimió siempre, con desinhibición moral y desparpajo intelectual, el autor de El sendero de la mano izquierda (2002).
Así pues, ningún libro de Dragó logró hacer la historia, a pesar del intento, y ni siquiera su literatura merece pasar a la posteridad por méritos puramente estéticos, igual que ocurre con la de casi todos sus compañeros de generación. ¿Qué hubiera ocurrido, sin embargo, si tipos tan valiosos como por desgracia “desaprovechados”, tales como Ignacio Gómez de Liaño, Dalmacio Negro, Fernando Arrabal, el Marqués de Tamarón, Gabriel Albiac o Antonio Escohotado, por citar unos nombres, hubiesen recibido el estatus de élite para reformar el Poder? Quizás nuestra historia intelectual, tristemente conformista con su estatus de “disidencia” más o menos velada, hubiera sido distinta y hoy todo lo relativo a la cultura media de los españoles sería de otro color, un poco más vívido y puede que hasta leído.
Tal fracaso, el de nuestro devenir cultural y literario, no es culpa de estos intelectuales, por supuesto, puesto que muchas veces son abandonados sin consideración por el lector patrio, que prefiere abrazar a autores sistémicos y multipremiados como Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas o el ínclito Sergio del Molino, cuando no nombres de autores extranjeros, no mejores ni más cualificados, pero a cambio sí más rimbombantes, como los de Bernard-Henri Lévy, Richard Dawkins o, más recientemente, Byung-Chul Han, que ni de lejos llegan a la suela del zapato de un Ernesto Giménez Caballero, hoy por hoy denostado por vestir la camisa falangista, en vez de reconocido por, entre otras cosas, haber introducido la vanguardia y el fascismo, dos de los movimientos intelectuales europeos más importantes del siglo XX, en suelo español.
Y ese es el lamento final que, un año después de la muerte de mi maestro Fernando Sánchez Dragó, tristemente acaecida el día 10 de abril de 2023, quiere cerrar este artículo: España siempre ha tenido fama, bien merecida, de querer aniquilarse a sí misma en sucesivas guerras intestinas y rencores alimentados por el enquistamiento y el paso del tiempo; y lo mismo sucede con sus pensadores y escritores, que desde tiempos de Cervantes en adelante han sufrido el hambre, la mala fama y el ostracismo mientras otros personajes más mediocres, taimados y felones, y tal vez también más ambiciosos, se elevaban a la categoría de “poetas de la corte”… Aunque ahora la corte descanse en la prensa y los mass-media. Algo que ya ocurría en tiempos de Giménez Caballero, donde, tras la Guerra Civil se prometió una cultura a la altura de la reconstrucción nacional, pero donde magníficos escritores de la talla de Rafael García Serrano o Agustín de Foxá, hoy escasamente leídos, fueron relegados a puestos de tercera mientras otros nombres hoy justamente olvidados medraban con algo de garbo y mucho brío.
Lo mismo ocurrió cuatro décadas después, tras la Transición, en la época en la que Sánchez Dragó, quien a todas luces hubiera sido un Ministro de Cultura cojonudo, tuvo que conformarse con la televisión −que tampoco es moco de pavo−, para demostrar su talento como hombre de gran capacidad intelectual y enorme olfato político. Pero hoy, cuando el sacrosanto Progreso democrático nos ha regalado a todos una cultura universal formada en la ética para la ciudadanía y otras lindezas del “pensamiento Alicia” diseñadas por socialdemócratas convencidos, como los Savater y Marina de turno, se hace impensable la existencia de alguien tan libre en su heterogénesis y atrevimiento, en su valiente voluntad ecléctica, como lo fue el autor de Gárgoris y Habidis.
La precarización de los así llamados “intelectuales”, en realidad −y como bien supo rastrear Julien Benda− poco menos que mal disimulados clérigos secularizados, se ha consumado. Se hace imposible vivir de esa entelequia llamada “escribir libros”, ni disponer siquiera de un plató televisivo para mejor organizar tertulias con otros escritores. Por todas partes triunfan la banalidad y el oportunismo de una Derecha española que siempre renuncia a ejercer el dominio de la Cultura: tanto en el Gobierno como en la oposición rehúye de esa responsabilidad y se la regala vil y cobardemente al enemigo, para mejor provecho de los paniaguados de siempre.
Y es así, con la muerte de los maestros, algo cada vez más tristemente frecuente en los últimos años, que no llega un recambio a la altura de los desafíos ni de la época toda, a saber: una minoría cultural capaz de inaugurar una verdadera élite intelectual como la que lleva más de un siglo haciéndose necesaria. Hasta entonces, queda constatar: todo está en los libros.
Fuente: IDEAS - La Gaceta
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