Leído por su hija, la escritora Ayanta Barilli

El discurso de Dragó en la recepción del Premio Castilla y León de las Letras

Recibido por su hija, se ha otorgado este 21 de abril el Premio Castilla y León de las Letras a Fernando Sánchez Dragó.

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Vanamente boicoteado por la oposición de izquierdas (PSOE y Podemos), junto con Ciudadanos y el partido regionalista Unión del Pueblo Leonés, se ha celebrado en Valladolid este 21 de abril la ceremonia de entrega de los Premios Castilla y León 2023.

El de Literatura había sido otorgado a Fernando Sánchez Dragó. Fallecido el pasado 10 de abril, tres días después de haber terminado de escribir el discurso de recepción, éste ha sido leído por su hija, la escritora Ayanta Barilli.

Más allá de las luctuosas circunstancias que rodean la ceremonia, impacta en este discurso el alto aliento literario y patriótico que lo evuelve. Podrán comprobarlo tanto en la grabación de la lectura efectuada por su hija como en el texto escrito que les ofrecemos a continuación.

 

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«Excelentísimo señor presidente de la Junta de Castilla y León don Alfonso Fernández Mañueco, Excelentísimo señor vicepresidente de la misma Institución don Juan García-Gallardo, Excelentísimo señor don Gonzalo Santonja consejero de Cultura, Turismo y Deporte, restantes consejeros, autoridades, Señorías, señoras, señores, amigos e incluso voces críticas, si las hubiere, a las que desde esta tribuna tiendo mi mano. Confío en que me la estrechen.

Y quizá convenga aclarar, para que ellos y todo el mundo, periodistas y tertulianos incluidos, se tranquilicen, que yo, aunque procuro tener ideas más o menos heterodoxas, carezco de ideologías por considerar que éstas, cualesquiera que sean, vienen a ser algo así como la taxidermia de aquéllas, su petrificación y su necrosis.

No sé si soy, como de Valle-Inclán dijo el dictador Primo de Rivera, eximio escritor, pero sí estoy seguro de ser extravagante ciudadano, como también apostilló, y en cuanto tal me permito señalar la evidencia, abrumadoramente documentada, de que cuando, muy de refilón, me he metido en política, siempre lo he hecho en posturas críticas hacia quienes estaban en el poder y favorables hacia algunos, no todos, que no lo estaban. Es un matiz de peso.

Bergamín escribió: «Amigo que no me lee / amigo que no es amigo / porque yo no estoy en mí / más que en aquello que escribo». Y María Zambrano puntualizó en Por qué se escribe: «Hay cosas que no pueden decirse, y es cierto. Pero eso que no puede decirse es lo que se tiene que escribir». Tal es lo que yo he hecho o intentado hacer toda mi vida.

Supongo, debido a ello, que se espera de mí algo más que una alocución meramente protocolaria y voy a procurar que así sea dentro de los límites que marcan el respeto, la cortesía, la ironía y el sentido del humor. Soy escritor de vocación y larga data, ni eximio ni lo contrario, y ciudadano independiente a rajatabla.

Tres deberes impone una ceremonia como ésta, consagrada al reconocimiento y enaltecimiento de la cultura, que siempre es o tendría que ser, por definición, y a diferencia del generalizado sectarismo partidista imperante en la política, un ámbito de respeto, de encuentro, de ecuanimidad, de serenidad y de concordia.

El primer deber lo es de gratitud, y vaya ella por delante, a fuer de bien nacido, dirigida al Gobierno de esta Comunidad, especialmente a su consejería de Cultura, encabezada por Gonzalo Santonja, que en un día ya lejano también recibió este premio, y a las cinco eximias personalidades del jurado ‒notorios son sus nombres‒, que se han fijado en mí para concederme el alto honor de ser sujeto y objeto de un espaldarazo literario, y nada más que literario, como el que aquí nos convoca. Este premio se une, en mi caso, a algunos otros ‒dos veces el Nacional de Literatura, el Planeta ‒finalista y ganador‒, el Fernando Lara, el de Espiritualidad Martínez Roca, el del Gremio de Editores, el de Libreros, el Clarín, el Ondas, el de la Asociación Taurina Parlamentaria, muy reciente‒ que al hilo de una vida ya cercana a su fin se me han ido confiriendo, pero no miento ni exagero si empeño aquí mi palabra de que ninguno de los citados ha dado tan de lleno en mi corazón, sinónimo de emoción, como éste.

Intentaré que no se me salten las lágrimas mientras repaso estos folios. Les ruego, si llegan, que las disculpen. Llorones somos las gentes de mi edad. Es una de las flaquezas de la vejez. Mejor serían las sonrisas. Mi madre me contaba que yo, al nacer, salí de su cuerpo riéndome. Quizá lo inventaba, pero siempre me ha gustado pensar que sucedió así.

Y eso, tanta emoción, ¿por qué? Pues porque yo, a fuer de español, soy castellano, y también bastante leonés, como lo demuestra la maravillada atención que presté a ese antiguo Reino ‒su catedral, San Isidoro, Ponferrada, Astorga, la Maragatería, las Médulas, Peñalba de Santiago, el Bierzo, Compludo, el Valle del Silencio, las Jurdes, la Sierra de Cabrera, Salamanca y Zamora, por supuesto, y un interminable etcétera‒ en mi libro más relevante ‒Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España‒; y porque escribo en castellano; y porque, aunque nacido en Madrid, renací el 1 de agosto de 1945 en Soria, esa «barbacana hacia Aragón en castellana tierra», como escribió don Antonio Machado, cantor de la curva de ballesta que frente a la ermita de San Saturio traza el Duero, allí donde los chopos «acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla»; y porque mi infancia y mi adolescencia son recuerdos no de un patio de Sevilla, sino de la ciudad de los Doce Linajes, castellana hasta el tuétano; y porque allí, en su paseo central, en El Collado, sobre la única librería a la sazón existente, planté mi casa desde que en 1970 volví del exilio hasta que en 1998 me trasladé al villorrio serrano, solariego y mesteño de Castilfrío, en las Tierras Altas, en el alto llano numantino, como lo bautizó Machado, casi al pie de lo que fuese indomable capital de los arévacos, y allí sigo, y allí escribo, y allí he escrito esto, en días de Jueves y Viernes Santo, y allí, a dos pasos de mi morada, que se llama Kokoro, en japonés Corazón, está la parcela que acogerá mi tumba y de la que despegará mi alma para emprender el vuelo del último viaje. Más soriano, más celtíbero, más numantino, más castellano, imposible…

Permitidme citar la cuarteta que aprendí en uno de los primeros cursos de mi bachillerato. Venía en el manual de Historia de la literatura española ,de don Guillermo Díaz Plaja. Es de rima facilona, incluso un poco ripiosa, pero se me quedó inscrita para siempre en la paleografía de la memoria. Decía esto: «Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo».

Cierto, cierto… Yo sólo soy escritor y nada más que escritor, se diga lo que se diga, Señorías, se piense lo que se piense, el resto es anecdótico, y mi unico caballo es la literatura, leída o escrita, tanto monta, y en casi toda mi obra literaria, desde que Gárgoris y Habidis activó su punto de ignición en el yacimiento arqueológico, y soriano, y castellano, de Tiermes, donde, en el año 83 antes de Cristo, un termestino anónimo explicó a un romano, según Tácito, que aún sobrevivía allí, la España Antigua, cabalga al paso, al trote y al galope Castilla entera, su genius loci, su impronta, sus gentes, sus monumentos, sus usos y costumbres, su horizonte su paisaje, en el que, como decía Ortega, no hay curvas… Desde las almenas del castillo de Gormaz, cerca del Burgo de Osma, suelo yo decir que se ve América. En Soria escuchaba Antonio Machado «clamor de mercaderes de muelles de Levante». A mí, Castilfrío me parece, sin dejar de ser pueblerino, a mayor honra y gracias a la Virgen de la Carrascala que preside su ermita, uno de los lugares más cosmopolitas de la tierra.

Sobra aclarar que cuando digo Castilla, León o Soria, digo España. A ella, a la España Mágica, a la España Trágica, a la España numantina, a la España Taurina, a la España Guadaña y a la España corrupta, he dedicado al menos nueve libros. Me falta la España Heroica. Más de una vez he pensado en poner sobre la lápida de mi tumba el mismo epitafio que Richard Ford, aquel escritor y periodista inglés que se afincó aquí en el siglo XIX y tanto y con tanto acierto escribió sobre nosotros, puso en la suya: «Acerrimus indagator rerum Hispania»… Acérrimo investigador de las cosas de España.

Se me ha pedido que este discurso no dure más de quince minutos. Debería atenerme a ese protocolo, pero mal voy. Pido a sus árbitros una prórroga. Si a Cervantes no le concedieron los dioses el don de la poesía, de mi maestro Gracián no he recibido yo el de la brevedad. Llevo ya cuatro prietos folios de perorata y sólo me he referido en ellos a uno de los tres deberes que incumben a quien recibe un premio: el de la gratitud.

El segundo débito es el de rendir honores compartidos y reconocimiento individual a los compañeros de cuadrilla, a quienes hacen conmigo este paseíllo, pues en él no suenan sólo los clarines de las Letras, sino los de otros sectores de la cartografía cultural: Investigación Científica y Técnica e Innovación, concedido a María Victoria Mateos Manteca, doctora universalmente reconocida por sus investigaciones en Mieloma múltiple; de las Artes a Luis Moro, artista plástico fascinante, tan acreditado en España como en Estados Unidos o México; de Ciencias Sociales y Humanidades a Antonio Piedra Borregón, poeta y ensayista, cuyo trabajo de preservación del patrimonio escrito resulta tan fundamental e impagable; del Deporte a Carolina Rodriguez Ballesteros, que ha protagonizado una trayectoria inigualable como gimnasta rítmica; de los Valores Humanos y Sociales a Camino Francés Federación, suma en armonía de entidades jacobeas que encarna la mejor tradición de los valores espirituales y hospitalarios; y de Tauromaquia, premio que se concede por primera vez, como era ya de justicia, y al que por eso mismo quiero referirme con más extensión.

Federico García Lorca subrayó que se trata de la fiesta más culta ‒culta, dijo, y lo subrayo‒ de la historia del mundo. Para mí, además de fiesta, arte, deporte, espectáculo y firme docencia de valores éticos y estéticos, es un sacramento que respetan, presencian, admiran y a menudo practican, ya sea en los cosos, en las dehesas o en los encierros, muchas de las buenas y llanas gentes del común nacidas en Castilla y León. Felicito por tan atinada iniciativa al Gobierno de esta Comunidad, a Gonzalo Santonja, aficionado de pro, cuya voluntad y ahínco, sospecho, no andan lejos de este galardón, y especialmente, como beneficiario de él, al Niño de la Capea, que muy niño ya no es, pero sí maestro y decano, cuya presentación en la basílica de Las Ventas tuve la suerte de presenciar y con el que mantuve ligero trato, que él no recordará, en los coloquios taurinos del Hotel Ercilla, en el Bilbao de los años ochenta y noventa, que yo dirigía junto a próceres del toreo como Juanito Posada, primero, y Pepe Dominguín, después.

Enhorabuena, Pedro. Me alegra verte. De ti, y de tus colegas en general, aprendí yo a torear el toro más difícil, que es el de la vida, ese festejo en el que suele salir corneado quien no sabe parar, templar, mandar, cargar la suerte y ligar faena. No existe, creo yo, más certera ni más noble pedagogía que la derivada de esos cánones taurinos a los que he tenido la osadía de añadir dos. Mi madre, Pedro, me decía: «Ay, hijo… Tú siempre corriendo delante del toro de la vida». Razón llevaba. Las madres suelen llevarla. Sigo haciéndolo. Mi discurso es uno de sus penúltimos recodos. Este amago de lamento porque hoy, por razones de fúnebre fuerza mayor, no esté sentada ahí, no es del todo inoportuno, pue fue ella, mi madre, quien me llevó a Soria y a Castilla tras contraer segundas nupcias con un soriano, Guillermo Alvarez Herrero, nacido en Castilfrío y en la misma casa en la que ahora ocupa decenas y decenas de estanterías mi inmensa biblioteca de más de cien mil volúmenes, que acaso sea, entre las privadas, la mayor del mundo… Algo deberían hacer con ella, querido Gonzalo, Presidente, Vicepresidente, autoridades europeas, la Administración pública o el mecenazgo privado, digo yo y dicho queda. Esa casa es un museo. También están en sus dependencias los centenares de objetos acumulados por mi trajín de nómada en medio siglo de correrías por el mundo.

Y llegamos así al tercero de los deberes que corresponden a quien recibe un premio. Recibirlo no siempre es merecerlo, y pecaría yo de petulancia si diese tal hipótesis por cierta. Merecer viene de mérito y, si lo hubiere o no en mi obra literaria no es cosa que deba discernir yo, sino los lectores, la crítica y, sobre todo, la posteridad, caso, poco probable, de que algunos de mis libros lleguen a ella. Ya se verá, pero yo no lo veré. Es un consuelo. Ese fantasmagórico ámbito siempre cae extramuros de la vida de quien a veces lo alcanza. Mejor así. Pío Baroja, que es, junto a Galdós, los autores de la picaresca, Cervantes y otro Miguel, el vallisoletano Delibes, que recibió y sí mereció este premio, el mejor novelista, a mi juicio, de la historia de nuestra literatura, se definía en sus memorias como «hombre humilde y errante». Yo, por extraño que a algunos les suene, también gusto de definirme así. Lo de errante, con campamento de trashumancia en Castilfrío, nadie lo pondrá en duda. Lo de humilde, seguramente, sí, pero lo soy, aunque no siempre se lo parezca a quienes confunden la humildad con la modestia, que es, como decía mi deslenguado amigo y avispado escritor Terenci Moix, una horterada.

Vienen estas bromas y estas veras a cuento de que tampoco debe confundirse el posible mérito de obtener un premio con su justificación. Y la verdad es que el de hoy, a mi humilde juicio, aunque no al de otros, de cuyos nombres no voy a acordarme, sí que está justificado. Cincuenta y tres libros más algunos otros en el taller, diez mil piezas de periodismo de varia lección, sesenta años de programas semanales de televisión y radio en Italia, Japón y España mayormente dedicados a la literatura, en particular, y a la cultura, en general, et alii, son los avales de este premio, su pedigrí, su currículo, su bodega, su sentina… Su justificación.

Anuncié a los tres años de edad ‒con ese episodio arranca el primer volumen de mis Memorias‒ que iba a ser escritor y lo fui, lo he sido, lo sigo siendo. A los ocho años fundé un periódico autógrafo, La Nueva España, del que conservo un ejemplar inequívocamente fechado por las noticias que aparecen en él. Lo alquilaba por cinco céntimos de peseta a los amables vecinos del edificio madrileño en que vivía. A los doce años había escrito varias novelas y piezas de teatro, muy malas, claro, que también conservo. Mucho antes de que el bozo colonizase mis mejillas de adolescente ya podía yo recitar de corrido las poesías completas de Antonio Machado prologadas por Dionisio Ridruejo, otro soriano. Al filo de los trece, quizá catorce, empecé a escribir versos sentado orillica del Duero a su paso por Soria.

Y así hasta ahora. Sigo, erre que erre, jota tras jota, eñe tras eñe, día tras día, leyendo y escribiendo desde que me levanto hasta que me acuesto trescientas sesenta y cinco veces al año, y una más cuando el que toca es bisiesto. Siempre he vivido inmerso en una realidad más literaria que fenomenológica. Soy un caso clínico, un adulto permanentemente instalado, gracias a la literatura, en los días soleados y azules de la infancia. Mi padrastro, aquel señor de Castilfrío, me llamaba «el principito que todo lo aprendió en los libros». Los compañeros de colegio me apodaron, con más admiración que mala intención, «la rata literata», y eso me enorgullecía. Los profesores me pusieron el mote de Lunilla, porque, según ellos, siempre estaba en la luna, pero no era cierto. Estaba con Tom Sawyer, con Huck Finn, con Guillermo Brown, con Mowgli, con Tarzán, con Nils Holggerson, con Sinuhé el Egipcio, con don Quijote de la Mancha y con el escudero gordinflón del que Blas de Otero dijo «Pero tú, Sancho pueblo, / pronuncias anchas sílabas, / permanentes palabras / que no lleva el viento»… Yo habría escrito sanchas sílabas.

Más que Fernando podría llamarme Libro. Dentro de cuarenta y ocho horas, el 23 de abril, debería ser el día de mi cumpleaños, y estaría justificado ‒justificado‒ que lo celebrase plantando treinta mil velitas, una por cada libro de los que he leído, y no es una balandronada, sobre la cubierta de otro libro: El infinito en un junco, de la soriana, pues en Soria vivió, aunque había nacido en Zaragoza, Irene Vallejo, que debería ser, por cierto, más pronto que tarde, Premio Castilla y León de las Letras. Es una sugerencia. Confío, por lo demás, en que quienes han manifestado, precipitadamente y en claro abuso de sus funciones, que este premio, en mi caso, carecía de justificación, rectifiquen a la luz de los datos y hechos que acabo de aportar, pues de sabios es hacerlo e incurrir en ese gesto de buena voluntad. La mía no ha de faltarles.

En este discurso, hasta ahora, todo han sido mieles. Añadiré un chorrito de angostura. Soy hijo de un brillante periodista que dirigía la Agencia Febus, del grupo Urgoiti, y que el 18 de julio de 1936 salió de ella rumbo a Melilla, cuya guarnición acababa de sublevarse. Lo hizo para informar. Yo estaba aún en el vientre de mi madre. Comenzó así para él una peripecia, una odisea, una tragedia, que culminó dos meses más tarde en la cancela de salida de la cárcel de Burgos, donde fue objeto y víctima de una de aquellas ominosas sacas de presos sin juicio (o con él) que salpicaron de sangre y de muertes delictivas en los dos bandos la primera etapa, sobre todo, de nuestra guerra civil. En las semanas anteriores a ese asesinato mi padre permaneció en Valladolid. Su última foto, en la que aparece participando en los funerales del portero de fútbol Ricardo Zamora, al que se dio por muerto, aunque afortunadamente no lo estaba ‒era una fake, diríamos ahora‒, se publicó en El Norte de Castilla, y en su hemeroteca sigue. Yo di filial y estremecida cuenta de todo ello en mi novela Muertes paralelas, que recibió el premio Fernando Lara y en la que los lectores encontrarán, como es lógico, muchas páginas dedicadas a la ciudad que en este momento nos acoge. Al cadáver de mi padre, que hasta ahora no ha sido identificado, aunque sí, probablemente, localizado, se le dio tierra anónima en algún lugar cercano a Burgos.

Pues bien, Hace aproximadamente cuatro años, una joven periodista, Emma Nogueiro, supo de esta historia y se embarcó en la incierta tarea de culminar la investigación que yo mismo, tres lustros atrás, había emprendido. En ésas andaba cuando le cerró el paso la España Cainita. Durante muchos meses persiguió a varios miembros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y hoy supuestamente Democrática. Llamadas, mensajes, reuniones, peticiones... Todo en vano. Tras escuchar una y otra vez que el Gobierno no da subvenciones, que la citada Asociación, experta en postureo, hace lo que puede y que son muchos los que buscan a los suyos, logró que me hiciesen una prueba de ADN, pero la esperanza duró poco. Después de que recogieran mi saliva para llevarla a cabo, fueron pasando los meses sin que nadie se pusiera en contacto con ella, que llamaba una y otra vez al hacedor y responsable de la prueba, que no se le ponía, hasta que un día dio por fin con él y se quedó helada al escuchar el argumento que ese funcionario, cuyo nombre conozco, pero no mencionaré, adujo para justificar lo injustificable: «Sánchez Dragó ‒dijo ‒ es una persona incómoda para la Asociación y eso frena cualquier iniciativa que lo implique». Poseo una grabación que recoge sus palabras.

¿Memoria histórica? ¿Cerrar heridas? ¿Hacer justicia?

Aprovecho la voz de la que aquí dispongo para manifestar que sería para mí algo más que un premio literario, por importante que éste sea, recuperar los restos mortales de aquel periodista, y escritor, cargado de vida que me dio la mía y perdió la suya para servir a la deontología de su profesión y contar al mundo y a Esparta, digo, España, lo que en aquellas Termópilas, aquellos idus del 36, estaba pasando.

Dije antes que tengo ya expectante huesa, sin prisas, aunque con pausa, en el cementerio de Castilfrío. Me gustaría poder compartirla, suponiendo que la ley lo consienta, con lo que quede de mi padre y así, ya que nuestros cuerpos no pudieron abrazarse en vida, se abrazarían nuestros esqueletos. Algo es algo. Yo soy de los que creen, sin prueba ni certeza, pero con fe, con esperanza y con caridad, virtudes teologales, que quizá siga la vida después de la muerte.

Y por cierto: son muchos los periodistas que, entrevistado yo en los días anteriores por razón de este premio, me preguntaban si llega tarde. ¿Tarde? Tras la angostura, una gotita de humor. Considerando que en 1998 estuvieron a punto de dármelo, y por una zancadilla política no cuajó, y que diez años después volvió a suceder lo mismo, yo les decía: «¡Hombre! La verdad es que sí. Voy camino de los ochenta y siete. Si se descuidan un poco, me lo dan a título póstumo y al alimón con Raskayú…». Pero más vale tarde que nunca y bien está lo que bien acaba. Gracias, de corazón.

Ya termino. Son muchos y muy notables los escritores que me han precedido en los anales de este premio. Gentes como Miguel Delibes, ya citado, como mi muy querido amigo y gran poeta Claudio Rodríguez, como Julián Marías, al que tanto traté en mi devenir soriano, como mi padre literario Gonzalo Torrente Ballester, como Carmen Martín Gaite, como Antonio Colinas, como Jesús Hilario Tundidor, como José Ángel González Sáinz, como Fermín Herrero, como Raúl Guerra Garrido, como Andrés Trapiello y como Juan Manuel de Prada, miembro, además, junto al gran escritor y no sólo eminente cineasta José Luis Garci, del jurado que me ha concedido el premio. Cito, en tan ilustre e ilustrada lista, sólo a aquéllos con los que tenido fecundo trato y no menos fértil amistad. Perdónenme los restantes, pues su ausencia no es voluntad de olvido ni indiferencia hacia su labor. Todo lo contrario. La vida, lo sabemos desde Heráclito y Heródoto, es un río y la literatura, que lo refleja, también lo es, áurea y prodigiosa cadena en la que todos los escritores somos eslabones contiguos o sucesivos y en la que, de mano en mano, de pluma en pluma, de tecla en tecla, nos vamos pasando el testigo de una carrera de relevos que empezó en un junco y sólo se detendrá cuando acabe el mundo.

Evoqué antes aquel lejanísimo día en el que, con la adolescencia recién estrenada, a media tarde, en Soria, bajé desde El Collado al Duero, me senté en su orilla, cerca de su fábrica de harinas y de electricidad, cabe lo que llamábamos la Chopera, y escribí mi primer verso, ingenuo, romántico, becqueriano, machadiano, balbuceante y torpe. Decía: «Desde el fondo de los valles / siento respirar el río / con ese aliento de vida / que tienen los desvalidos».

Y luego añadí: «Desde hoy / que mis versos salten / de peña en peña, / que se diga de ellos / lo más sencillo: / alegres, como el llanto / de un recién nacido». La palabra y el testigo, ahora, a Claudio Rodríguez, que no era de Soria, sino de Zamora, dos ciudades, una de Castilla y otra de León, unidas por el Duero, y que escribió.

«Oh, río, fundador de ciudades, sonando en todo menos en tu lecho, haz que tu ruido sea nuestro canto, nuestro taller en vida. Y si algún día la soledad, el ver al hombre en venta, el vino, el mal amor o el desaliento asaltan lo que bien has hecho tuyo, ponte como hoy en pie de guerra, guarda todas mis puertas y ventanas como tú has hecho desde siempre, tú, a quien estoy oyendo igual que entonces, tú, río de mi tierra, tú, río Duradero».

Y, cómo no, Antonio Machado: «Gentes del alto llano numantino / que a Dios guardáis como cristianas viejas / que el sol de España os llene / de alegría, de luz y de riqueza».

Genius loci, amigos… «Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmosfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar» (Stefan Zweig, El mundo de ayer).

Soria, Castilla, León, Castilfrío, España: conmigo vais, mi corazón os lleva. Gracias».

 

 

 

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