Érase una vez, otra vez más, la Gran Novela Americana. En forma de artefacto oceánico, cuerpo sin órganos compuesto de palabras, diseñado para trazar la enésima anatomía del Sueño Americano. Creo que Los destrozos (2023) es una de las novelas más obsesivas y voraces que he leído en mi vida. Desde la lectura de Solenoide (2015), no había sentido un latigazo eléctrico comparable —ese trallazo de adicción descendiendo por la espina dorsal—, mientras pasaba sus páginas. Y creo que no tendrá que acabar el verano para que acabe por leerla de nuevo. Hasta ese punto estoy convencido de que Los destrozos, esa orgía literaria de recuerdos y referencias, es también una obra maestra.
¿Cómo definir Los destrozos? Es un cruce entre Marcel Proust y Brian de Palma; un exploitation film con adolescentes mutilados y allanamientos en barrios exclusivos, puesto en manos de unos de los novelistas mejor dotados de su tiempo. Protagonizado por un personaje, Bret Easton Ellis, que se llama como su autor y que afirma compartir con él numerosas experiencias. En busca del tiempo perdido, de regreso a su adolescencia de homosexual encubierto y escritor en ciernes, no para narrarnos los amores de Swann o de los Guermantes, sino un romance fatal y estúpido protagonizado por sus mejores amigos, Thom y Susan, encarnación más que tangible del sueño americano. Con secundarios de lujo como Debbie, espectacular barbie al tiempo que inocente novia de Bret; y su padre, Terry, un célebre productor influyente y lujurioso, en un Hollywood poblado de estrellas; y sobre todo Robert Mallory, misterioso jóven recién llegado a la ciudad, al tiempo sombrío y seductor, inmediatamente sospechoso de ser el Arrastrero, ese terrible asesino en serie que asola la ciudad con cruentos crímenes y silenciosas apariciones nocturnas.
Una vez más: el Paraíso tiene como contrapunto una legión de fantasmas soterrados. Por eso también la época del sueño americano es, inevitablemente, la era del horror. Que estalla en la vida de un grupo de jóvenes aparentemente perfectos, tan consentidos y privilegiados como profundamente infelices. De eso trata Los destrozos: en un Los Ángeles criminal casi medio siglo posterior al Hollywood inmortalizado por James Ellroy, revelando otro asesinato traumatico para el escritor: donde antes Mis Rincones oscuros narraba los avatares desencadenados tras la muerte de la madre de Ellroy, ahora Los Destrozos narra la traumática experiencia de su autor, a caballo entre la realidad y el ensueño, que le arrebató la juventud para arrojarle a cambio en los sinsabores de la vida adulta, tras la muerte de su primer amante; donde antes The Pied Pipers cantaban “Dream, when you´re feeling blue”, en Pastoral Americana (1997); Blondie es ahora la encargada de cantar “Dreaming is free”, en Los Destrozos. Bret Easton Ellis ha escrito el libro que justifica una carrera literaria, la obra para la que estaba destinado, aquella que necesitaba venir precedida de sendas obras maestras como Menos que cero (1985), American Psycho (1991), Glamourama (1998) o Blanco (2019) para poder existir.
Esta última Gran Novela Americana escrita hasta la fecha recoge, compendia y amplía todos los precedentes en el género, a modo de epítome de lo anterior. Desde Moby Dick (1851), novela sobre la obsesión que, como ocurre con Los destrozos, también se lee desde la obsesión, hasta la obra de Philip Roth (La mancha humana), cuya literatura está igualmente teñida de autobiografía, gracias al truco heredado del narrador inserto, aquí con una prosa deudora de Joan Didion (influencia confesa) y un ritmo digno de Stephen King (ídem). Con dos grandes temas abordados por medio de una trama criminal (A sangre fría): la inocencia (El guardián entre el centeno) y el deseo (Lolita); narrados desde un punto de vista particular, en muchos sentidos delirante y onírico, al que Easton Ellis se refiere con un epíteto de lo más meditado: el embotamiento. En sus palabras: "El embotamiento como sentimiento, el embotamiento como motivación, el embotamiento como razón de existir, el embotamiento como éxtasis". Cabe añadir: el embotamiento como estilo literario. Fruto de ese sueño al que nos induce la contemplación del sueño americano. Cuya pesadilla, aquella que reduce todo atisbo de inocencia a cenizas, termina apareciendo: no existe la pureza. Todos llevamos una mancha negruzca en nuestro interior, todos tenemos un asesino dentro de nosotros, no hay lugar al engaño puritano: Bret Easton Ellis quiere matarte, lector. Porque tú también eres el Arrastrero.
En un momento dado de Los destrozos se lee: “Si pudiera precisar el punto de inflexión, el colapso, el reordenamiento de nuestro mundo, recuerdo una tarde en la playa del Jonathan Club en octubre de 1981 como el principio del fin de algo. La historia secreta de Matt fue mi pérdida de la inocencia, mi primer momento de adultez y muerte, y nunca volví a caminar por la vida sin los efectos del trauma que me produjo; todo cambió a raíz de aquello y, lo que es peor, comprendí (y ésa fue la pérdida más real y cruda) que no había nada que pudiera hacer. Aquello era la vida, aquello era la muerte, al final a nadie le importaba: estábamos solos”.
La lección final de la novela termina siendo coincidente con la lección final de la narrativa norteamericana: crecer consiste en asimilar el vacío. Aceptar que esa sustancia vana y fútil es lo que mueve el mundo, aquello que envuelve todas las cosas, eso que tiñe
Frente a nuestra terrible autoconciencia de desasosiego sólo existe una respuesta posible: el grato instante de éxtasis que confiere el sexo
nuestra terrible autoconciencia de desasosiego. Sólo existe una respuesta posible frente a esa verdad: el grato instante de éxtasis que confiere el sexo. Una vez más: inocencia y deseo, anudados en el momento en que se pierde lo primero y lo segundo aparece a modo de tabla de salvación: en la adolescencia. A lo que cabe añadir la extraña postergación a la que llamamos literatura, el tenue consuelo que ofrece el relato ―cuando lo narras, cuando te lo narran―; algo que, aquí, se tiñe de rojo sangre, sin lugar a esperanza. En ese sentido, el nihilismo que corona a este particular bildungsroman redunda sobre todo en las relaciones humanas y en la identidad propia: la imposibilidad de conocer al otro, e incluso de conocerse a uno mismo. La ruptura inevitable con la otredad y con el yo.
Otro sospechoso habitual del término enfant terrible, también un maestro contemporáneo de la provocación, el siempre controvertido Michel Houellebecq, nos regalaba hace tan solo unos meses su obra más larga hasta la fecha. Y es la comparativa con la a un tiempo irregular y excepcional Aniquilación la que mejor demuestra la buena salud de la ficción norteamericana, frente a la tibia fragilidad de las actuales letras europeas (salvo excepción). Los estadounidenses, en plena división interna, siguen teniendo un tema, su obsesión perpetua, que Ellis retoma resumiendo y actualizando la tradición: la identidad. Su vacío indisociable del trauma. En el momento más difícil de precisar, cuando se define, cuando el trauma hace su aparición con la más imborrable presencia: en la adolescencia. Vivimos en una época difícil de resumir en el espacio de una sola novela, casi imposible de condensar por su amplitud y por su condición informe. Easton Ellis lo ha logrado: en el mundo de las apariencias y del “postureo”, su última novela es un testimonio neobarroco que trasciende, gracias al juego espectral de apariencias, por su ambición y grandeza, la simple ―y hoy tan habitual― confesión autobiográfica.
Existe más de una convergencia entre la –hasta la fecha– última gran película que nos ha brindado el cine, Beau tiene miedo (2023); y la –hasta la fecha– última gran novela que nos ofrece la literatura Los destrozos (2023). Podríamos decir que tanto el cineasta Ari Aster, responsable de películas como Hereditary (2018) o Midsommar (2019); y el escritor Bret Easton Ellis, responsable de libros como Menos que cero (1985) o Glamourama (1998), han nacido para contar su historia más personal, tan autobiográfica como repleta de ficción (de nuevo en ambos casos), y que hasta el momento es, asimismo, la última. También con apenas unos meses de diferencia, dos de los mejores escritores vivos han vuelto a las librerías con una novela bajo el brazo, después de más de una década de silencio en lo que a obras de ficción se refiere. Estamos hablando, por supuesto, de Cormac McCarthy y de Bret Easton Ellis; y de, respectivamente, dos obras imponentes en tamaño, calado y hondura: El pasajero/Stella Maris (2022) y Los destrozos (2023). Que componen, también, dos experimentos literarios de primer orden, capaces de dotar de aliento a un género que, desde sus inicios, se caracteriza por una extraña mezcla retro-progresiva que combina respeto a una convención anterior con vanguardia sobre la forma y el estilo en que esa misma forma se manifiesta.
Toda novela que se precie es póstuma. Por cuanto supera al autor, le resulta incapaz de ser realizada, e inevitablemente acaba saliendo a la luz cuando éste muere, antes de su finalización definitiva. Incluso cuando ese último paso, bajo el signo de la derrota, es concedido por el propio autor en vida: la publicación como desengaño que finaliza las correcciones. De manera que la muerte resulta únicamente una metáfora. Para evidenciar que la única forma de completar ese trabajo abrumador es con la complicidad del lector adecuado. Y es ahí a dónde quería llegar a parar: ¿qué sentido tiene hoy escribir una novela, una gran novela, cuando a nadie parece importarle un ápice la literatura? Planteo esta pregunta sin demasiada esperanza de respuesta. Sabiendo que un escritor escribe porque no sabe, no quiere o no puede hacer otra cosa. Porque, como dice, Easton Ellis, el escritor ve cosas que no están ahí: sin remedio. Que el amante de la literatura, hoy casi tan relevante y tan poco frecuente como el buen escritor, jamás dejará su tan gozoso vicio. Guardando la certeza de que en el silencio literario de más de una década que han llevado Easton Ellis y McCarthy a sus espaldas, respectivamente, en el ámbito de la novela, hay mucho en común con lo que acabo de explicar. Por suerte, El pasajero/Stella Maris (2022) y Los destrozos (2023) están más allá de nuestro limitado tiempo histórico, y se inscriben en aquello que Kundera llamaba “la desprestigiada herencia de Cervantes”.