Marlowe (2023)

Decir Marlowe es decir melancolía. En su máxima expresión. Algo que del papel no tardó en ser trasladado a la gran pantalla.

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Tampoco digo nada demasiado osado al afirmar que la novela negra es la cara B del siglo XX. Su mito más arraigado y oscuro. Un género nacido tras el crack del 29 y esa guerra civil europea que fue la I Guerra Mundial. Cuando el progreso, acaso el gran mito europeo posterior a la Ilustración, se derrumbó en seco. El noir nació de varios padres; fundamentalmente, a partir de Los asesinos (1926), de Hemingway, y de Cosecha roja (1929), de Hammett, dos obras que marcan el canon en apenas un puñado de páginas. A pesar de ello, el gran maestro fue un estilista de primer nivel: Raymond Chandler. Alguien capaz de exasperar con sus manías a Billy Wilder durante la escritura del guion de Perdición (Double Indemnity, 1944). Y que dejó tras de sí, a modo de regalo para la posteridad, a uno de los mayores personajes de la historia de la literatura: Philip Marlowe (que, por supuesto, toma su nombre del protagonista de una novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas).

Decir Marlowe es decir melancolía. En su máxima expresión. Algo que del papel no tardó en ser trasladado a la gran pantalla. (Fue en esa extraña época donde los productores todavía leían libros.) Con rostros igualmente melancólicos: Bogart y Mitchum en su adaptación clásica; y Gould en la versión New Hollywood del mismo mito. Un tal Faulkner, entre tantos otros, fue el encargado de adaptar esos afilados diálogos al cine. Y algunos notables escritores noir como Robert B. Parker o John Banville (alias Benjamin Black) continuaron, con el permiso expreso de la familia de Chandler, las peripecias del gran Marlowe. Ahora es Neil Jordan (Entrevista con el Vampiro, 1990) el encargado de adaptar una novela del segundo, La rubia de ojos negros (2014), con un reparto de altura: Diana Kruger como femme fatale, Jessica Lange como ex-estrella del cine y Liam Neeson en la carne del mejor detective privado de todos los tiempos. Nada sorprende –ni debe hacerlo– en una película tan grata como un buen polvo marital.

La premisa de Marlowe (2023) es, pues, inmejorable. Aunque la ejecución acabe siendo imperfecta: el modelo de cine, excesivamente retórico, resulta ajeno al espectador actual; los decorados, esmerados aunque inevitablemente acartonados, resultan insuficientes para viajar al pasado; el protagonista, actor más que capaz a la hora de desempeñar su papel, queda sobrepasado en unas inverosímiles –amén de innecesarias– escenas de acción; y, sobre todo, del ritmo en un largometraje que carece por completo de aquello que Alfred Hitchcock llamara thrill, y que comúnmente solemos traducir por “suspense”. Sin embargo, no todo es impotente: la trama, por su solidez estructural, resiste sobre todas las embestidas propias de una ejecución más que mejorable. Y lo hace gracias al poder de sus actores, a la magia de sus endiablados diálogos y al buen oficio de su realizador.

Contra la tendencia imperante (tan detestable como las demás), la película dura menos de dos horas. Como guiño a esos tiempos en los que el cine no tenía que buscar estrategias competitivas frente a la creciente tendencia de los espectadores a ver capítulos de series. Y, como ocurría ya con El crack cero (2019), de José Luis Garci, tiene ese agradable aroma propio del cine de otro tiempo. Decía el bueno de Marlowe en su particular viaje al fin de la noche, esa obra maestra titulada El largo adiós (1953), aquello de “decir adiós es morir un poco”. No pocas veces me he escuchado diciendo esa frase. Desde una melancolía tan propia de ese querido amigo, el buen Marlowe, que en buena medida me hizo lector por el resto de mi vida; de ese personaje de película que siempre me hace vibrar delante de la pantalla, gracias a una particular combinación de fracaso, seducción y profesionalidad; y al que en las despedidas simplemente me gusta decir: hasta pronto.

 

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