El filósofo y la muerte. Como tema único de la filosofía. Experimentado, primero, en carne del maestro. Transcrito fielmente por obra del filósofo: la condena por hereje, la posibilidad de una fuga, la dignidad del hombre de principios que reniega de toda huida, el efecto fatal de la cicuta. Y sufrido después en cada tentativa del tiempo sobre la carne propia: de una arruga o una cana a un achaque o una enfermedad. Así en la literatura como en la vida. Por los siglos de los siglos. Amén.
Los nombres. Es tarea del hombre de letras nombrar otra vez el mundo. Hasta que no quede un hombre capaz de nombrar. Hasta que no quede mundo al que poner palabras. En eso, como en el resto, también somos hijos de Adán. Pongamos nombre a lo anterior; llámese el primero Sócrates o Epicuro; responda el segundo al nombre de Platón o Lucrecio. Baile de máscaras, también en las humanidades, donde el tiempo, como en todo lo demás, hará el resto: poniendo a uno donde otro; y al tercero donde uno. Es igual: platónico o epicúreo, únicamente varía la interpretación del acontecimiento. El lugar desde el que se realiza la lectura. El padre de la dialéctica reza: “filosofar: ejercitarse en estar muerto”. Desde la orilla opuesta del pensamiento, el máximo garante del materialismo, el marrano Spinoza, sentencia con igual ímpetu: “Un hombre libre en nada piensa en menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Y una vez más los contrarios se tocan. En oposición al resto: que sólo es un delicuescente “extremo centro”, tan inane como siempre.
Meditatio vitae o meditatio mortis: de eso (se) trata. Filosofar.
La máxima epicúrea más conocida medita que cuando la muerte es yo no soy, y viceversa, porque cuando ella está es a costa de mi ausencia. O al revés. Los amantes del pensamiento, esto es, de la letra impresa, nos hemos acostumbrado con una frecuencia terrorífica, sin embargo, a despedir todas las semanas a un “hombre justo” de las letras. Como sin inmutarse, apenas. Cuando resulta imposible hallar, ni mucho menos, algo parecido a un recambio. Evidenciando la pérdida: en un marco de depauperación audiovisual e incipiente realidad virtual. El último en marcharse: Abel Posse. Nunca hay, por desgracia, un “último”; como ocurre con los hombres encadenados de Pascal, en eso consiste el sino de la condición humana: no saber quién será el siguiente, teniendo la certeza de que lo habrá. Después de una década, pandemia mediante, donde la sangría es constante: Aquilino Duque, José Jiménez Lozano, Antonio Medrano, José Luis Rodríguez García, Mikel Azurmendi, Francisco Arellano, Antonio Bonet Correa, Fernando Sánchez Dragó… La parca no cesa un instante su siniestro trajín.
Sólo hay un tema en la filosofía: el Ser. Sea desde el asombro, sea desde el vértigo. Lo que es: en cuya contemplación nos definimos nosotros también. Que naturalmente significa: la muerte. En ese limes, territorio que Eugenio Trías (otro fallecido excelso y “prematuro”) definió como “fronterizo”, cuya connatural limitación fue captada por Heidegger de manera brillante: “ser-para-la-muerte” (das Sein zum Tode). Sólo un ser que se sabe condenado a muerte es capaz de pararse a meditar. Formulando pensamiento: arqueología, términos, cartografías, conceptos, genealogías, jerga. Sin ese borde que acaba, que periclita la vida, lo vivo pierde su sentido, y entonces es cuando hace su aparición la existencia inauténtica del burgués que se sueña inmortal. Por vivir, precisamente, de espaldas a la contemplación y a la muerte; a la meditación y a la autenticidad. En cuyo extremo de negligencia se encuentra el torpe transhumanista: todo el pensamiento posthumano, hoy tan en boga, que equivocadamente deposita en la ciencia la posibilidad de revertir la muerte. Error trágico del que ya nacía la religión: cientificismo y credulidad como vehículos para acceder a esos “paraísos artificiales” (Baudelaire dixit) que jamás terminan de materializarse.
Se acerca una nueva Edad Media. Si la literatura, bajo la forma del mito renovado, no nos rescata pronto. A la espera —¡qué remedio!— de que un nuevo renacer del pensamiento nos saque de esta era de estancamiento. Entretanto, queda la lectura, patrimonio de los “monjes mundanos” consagrados a la preservación de dicho pagano sacramento. En algunas versiones alternativas del mito de Caín y Abel, como aquella esculpida en la catedral de Toledo, se puede ver al primero bebiendo la sangre del segundo, en lo que es una clara insinuación de un inicio judeocristiano del vampirismo. Más allá de la anécdota, se puede afirmar que el signo de la Modernidad es, pues, como la marca de Caín: nos chupa la vida y nos arranca las ganas de vivir. Imponiendo, en su lugar, la enfermedad: el desasosiego, la desesperación y un insoportable malestar.
Aunque hay una vertiente de lo moderno, la del igualitarismo, que a mi juicio nace con el cristianismo, hasta derivar, Reforma Protestante mediante, en el actual wokismo (algo que no desarrollaremos aquí); hay una segunda vertiente que deriva del criticismo y del racionalismo: aquella que nace con el supuesto “paso del mito al logos”, que tiene en Epicteto, Sócrates o en Aristóteles a importantes baluartes del pensamiento de la Antigüedad; en Nicolás de Cusa y otros escolásticos señalados por Hans Blumenberg, a un valiente aliado; y que, finalmente, tal y como han sabido diagnosticar, desde el ámbito contrario, autores tan sólidos como Lev Shestov o Martin Buber, avanza, sobre todo a partir de Spinoza, Kant y Hegel, hasta alumbrar el iluminismo racionalista de los Ilustrados, generando una reacción “irracionalista” en Nietzsche o Schiller, además de en el Romanticismo estético-filosófico… Hasta llegar, a modo de síntesis muy constreñida, a Martin Heidegger, que propuso re-hacerlo todo, volver al origen, a ese instante previo a la separación radical entre Razón y Fe donde el Mito no estaba sometido aún a las disolventes categorías del escepticismo.
Hablar de la muerte y de la filosofía es hablar también de su contrapartida más evidente: la teología. Esto es: de la posible vida ultraterrena y del hipotético acceso a ella que proveen las bulas sacerdotales. Teología: rama del saber que siempre ha querido ser “madre” de ese hijo díscolo del pensamiento, rebelde por crítico en exceso, inevitablemente condenado la enfermedad y al desasosiego, que es el quehacer filosófico. Imponiendo lecturas cerradas –teólogo: enemigo de la libre interpretación– de textos tenidos por sacros. Estamos hablando del “salto de la fe” kierkegaardiano; de las razones del corazón, ajenas del todo a la Razón, a las que se refería Pascal; y de esa cita de Pablo de Tarso con la que se abre Atenas y Jerusalén (1938), de Lev Shestov, texto clave sobre esta materia: “Todo lo que no procede de la fe es pecado”. En definitiva, es algo que está en el Génesis: en el momento en que Adán y Eva prueban el Árbol del Conocimiento renuncian al fruto del Paraíso y la Vida. Ahí es cuando se vuelven mortales y comienza la marca de Caín… Como demuestra también Pío Baroja en una de las grandes novelas de la literatura española, publicada en 1911, con el título de El árbol de la ciencia, y unas cuantas tazas de carga autobiográfica nada dulce.
El hombre de fe lo es porque afirma la existencia del milagro, del hecho extraordinario que lo carga de entusiasmo: “Si Dios existe, todo es posible. Dios es la posibilidad de lo imposible”. Siguiendo al propio Nazareno, ese que decía a sus discípulos aquello de “Dejad que los niños vengan a mi, y no se lo impidáis; porque de ellos es el Reino de los Cielos”; invitando a que sus seguidores abandonen cualquier atisbo de escepticismo para poder penetrar en la fe, como el Aliosha imaginado por Dostoievski en las últimas páginas de Los hermanos Karamazov (1880); todo aquel dedicado con seriedad a una labor de pensamiento crítico y conocimiento riguroso de la realidad sabe bien, como dejara escrito Paul Celan, que no hay lugar a la esperanza ni a la ilusión en tales menesteres: “Dice la verdad quien dice sombra”. Entre la Verdad del desasosiego y la Verdad de la fe se debate, en último término, la verdadera pertenencia del hombre de letras: o bien filósofo, o bien teólogo. Sin posibilidad de término medio.
Algunos pensadores ya citados como Shestov o Buber lo tenían claro: nos encontramos en un tiempo de “eclipse de Dios”, tras el cual volverá la luz del Padre con la misma claridad que en los tiempos en los que el Antiguo Testamento fue “inspirado”. En ese sentido, el criticismo será sólo un mal sueño, de apenas unos siglos de duración, existente únicamente en algunas latitudes del continente europeo (y sus epígonos), tan pasajero como la luna que cubre durante unos instantes el eje solar. Para otros no tan risueños, como el autor de estas líneas, hemos entrado desde hace ya varios decenios en aquello que el teólogo medieval Joaquim de Fiore, figura decisiva en la literatura de Dante o en las teorías de Jung, llamó La Edad del Espíritu.
En cualquier caso, y volviendo al tema que ha motivado estas líneas, ¿qué podemos esperar, desde un plano espiritual, de la vida (es decir, de la muerte) partiendo de una perspectiva más cercana a la crítica que a la fe? Muy sencillo: al colocar la esperanza, no en la vida eterna, en el plano trascendente puro, sino en la inmanencia del mundo sensible, de lo concreto incluso hasta la náusea sartreana, renunciamos al Absoluto Metafísico, para encontrar a cambio en el plano físico la quijotesca tarea de perseguir igualmente la estela, improbable pero aún factible, de ese mismo deseo de Absoluto, al que me gusta referirme como: Belleza. Cancelando, con ello, toda dualidad espiritual; eliminando, así, cualquier separación entre lo sacro y lo profano: porque entonces toda materia puede ser sagrada. Ahora.
Hay que volver a sacralizar el mundo. Si el nihilismo es una época de nulla res nata o “ninguna cosa nacida”, debemos traer de vuelta a los viejos dioses del paganismo, por largo tiempo en el exilio. Acabando con la “movilización total” materialista que ha arrancado el Misterio de las entrañas del Ser más íntimo y del Cosmos más inabarcable. Esa es la onerosa tarea a la que nos enfrentamos los hombres de la Edad del Espíritu. Nuestra gozosa misión es dejar atrás el desierto de la Modernidad, incluidas las Religiones del Desierto y del Libro, que en buena medida lo fundan con su separación entre lo sacro y lo profano, para mejor abrazar un nuevo horizonte espiritual, alejado por igual de la hegemonía del último hombre y de los delirios milenaristas: sin omnisciencia ni pecado, sin sacerdotes ni absolución, sin resurrección de la carne y también sin mortificación de la carne. Más allá del Bien y del Mal, en Eterno Retorno de lo mismo, que es un ciclo macro-cósmico y micro-cósmico, de consumición y de renacimiento del fuego interno y externo. Así en la vida como en la muerte. Por los siglos de los siglos. Amén.
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