Bajo la glacial mirada de la pantalla, escribo unas torpes líneas, mezcla de la prisa y del pavor, ante la sombría luz de la luna. En la ciudad salvaje y silenciosa los golpes de tecla se clavan como esquirlas sobre el vacío. Una voz tenue, leve si bien semejante a la mía, cita de memoria: “Y al final es preciso callar y actuar / sabiendo que el mundo se derrumba / pero tener empuñada la espada / para la última hora”. Y en mi mente estallan los primeros compases del Lacrimosa que Zbigniew Preisner le dedicó a su amigo Krzysztof Kieślowski, tras la muerte. Sí. Torpes líneas. Escribo.
El escritor francés Raymond Roussel jamás viajó, a pesar de haber dado dos veces la vuelta al mundo. Escritor y suicida, por ende escritor-suicida (¿hay alguno que no lo sea?), vivió encerrado, según todos los testimonios recabados por aquellos que le acompañaron, con las persianas bajadas y los ojos cerrados. Su gran novela, Locus Solus (1914), es precisamente eso: la recreación literaria, en clave novelesca, del mundo interior de imágenes en el que habita el poeta. A través de una inmensa villa descubierta a los lectores por parte de su protagonista, Martial Canterel, donde la vida interna es más real que la propia vida externa.
También en francés, Claude Levi-Strauss narra un opuesto convergente, fruto de sus viajes, en Tristes trópicos (1955): el hombre blanco se adentra, en calidad de explorador, dentro de la tribu, vigilando sus costumbres, y observa su comportamiento con la pasión del entomólogo; esculpiendo, al término, el fruto de sus pensamientos en un cuaderno, cuando súbitamente cae en la cuenta de que un aborigen le imita trazando líneas de arena en el suelo. Ideas captadas a vuelapluma. Con forma de dibujos en la tierra. Escribe.
En ese camino que machadianamente se hace al andar, al que llamamos vida, ¿el escritor nace o se hace?; esto es, ¿uno escoge escribir o es la escritura quien escoge vivir temporalmente en uno? Enfermedad autoinmune, generada contra la realidad por nuestras defensas; virus inoculado por medio de un portador, fruto del contagio directo con leyendas orales y relatos escritos. De los “días azules” de la infancia y la sonrisa perenne en un “niño raro”, a la vejez epicúrea que tiene como insoslayable compañía el placer –en menor medida– y la muerte –finalmente abrumadora.
Entre medias: crecer en un mundo glorioso, aquel que tarde o temprano verás morir. Mientras otro mundo distinto, bárbaro y brutal, se cruza ciegamente para que nada sea igual. Sin apenas grandes cambios: donde libertad, hipocresía; donde búsqueda, conformidad; donde espíritu, ramplonería. Negro sobre blanco, la vida; en esa memoria perdida que es, en definitiva, el tema de todo escritor. Sin importar la talla: de cualquiera que trascienda al mero juntapalabras. Lección final, sin necesidad de visita al maestro: se escribe lo irrecuperable. Desde el vértigo, desde la intemperie que arrasa y consume. Cuando el yo se borra. Lo irrecuperable. Se escribe.
En el principio: el Madrid de Las Fuentes del Nilo (1986) y de Esos días azules (2011); el experimentalismo, signo de los tiempos, practicado en ElDorado (1984), y posteriormente dejado atrás; la ausencia del padre que mucho más tarde transcribiría, junto a un muy personal retrato joseantoniano, en Muertes paralelas (2006); la educación pilarista, auténtica red de relaciones en un hombre que más tarde tejería, televisión mediante, la cultura española alternativa que va de la Transición hasta nuestros días; la resistencia antifranquista de Galgo corredor (2020); y sus incansables viajes alrededor del globo –la India, el Japón y tantos otros lugares…–; la etapa de madurez, captada en dos novelas raras y muy personales, El camino del corazón (1990) y La prueba del laberinto (1992); y un período final, fruto del perfeccionamiento de un estilo inconfundible, en una peculiar “egografía” –como le gustaba decir a él, remontándose a Montaigne–, anterior a la popularización de la auto-ficción, que es también el retrato moral de un pícaro –a la manera de Kim–, su protagonista, y que, a través de sus peripecias, también lo es de un país acabado: La canción de Roldán (2015); y, ante todo, una obra irregular pero sólida, fundacional aunque posteriormente desmentida, que sentó las bases para todo un tipo de literatura en España –aquella que lleva aparejada la magia en su epígrafe–: Gárgoris y Habidis (1978). Libro perdurable, el único quizás, a un tiempo cervantino y americocastrista; deudor tanto de los cuentos populares como de la obra de eruditos tales como Julio Caro Baroja. Una proeza del imaginario hispano, nunca lo suficientemente redescubierta.
Con los años, la controversia ínsita al Pólemos heraclitiano: fruto de la provocación, sí, pero sobre todo de la estupidez generalizada en un país de idiotas. A saber: puritanismo de nuevo cuño y gazmoñería de escuela igualitarista; con sus consecuentes acusaciones de “fascista”, cuando en realidad él estuvo en la cárcel franquista por pertenecer al PCE, mientras otros hijos de papá se beneficiaban de los frutos del Sistema...; acusaciones de liberal, cuando fue profundamente espiritual y anti-materialista; acusaciones de ser “el filósofo de Vox”, cuando dijo una y mil veces que se arrepentía de ser español… por culpa de los propios españoles. Sobrecarga de etiquetas: síntoma de una cultura sin capacidad de comprensión; muda, a pesar del exceso, cuando las palabras ya no revisten ideas.
Sólo dos apuntes pueden cristalizar al personaje: viajero y escritor. Entendiendo el viaje como iniciación y la literatura como tauromaquia. Más allá del inevitable ruido de los rumiantes que nos rodean al mascar, queda un estilo de “columnista” digno de Francisco Umbral o Rafael Sánchez Ferlosio; y una labor comunicativa inagotable, sin parangón hasta la llegada de epígonos destacables como Iker Jiménez o Javier Sierra. Como tantos otros maestros de la prosa constreñida en el artículo y el dietario, carecía de tema, no tenía nada que decir, salvo a sí mismo; en otras palabras: el tema es el yo; se dice el yo, y nada más que eso. Nada. La sombra de una vida irrecuperable. Que se escribe. Justo ahí: cuando el yo se borra. Y perdura. En la escritura.
La Dragontea periclita con la muerte del hombre; la Dragontea vuelve a renacer con el retorno del lector (¿y acaso quedan lectores en España?). Todo lo demás es literatura. Lo único que al final importa: la distribución de las palabras. Que exige del lector una grandeza espiritual ausente, en tiempos de delirio aceleracionista y aberración tecnológica; que despunta, en pleno Kali Yuga, por su ausencia.
Bajemos, pues, a la vergüenza de lo personal; a la “confesión” agustiniana del lector emocionado: el que escribe comenzó a leer a Sánchez Dragó, fascinado, hará cosa de diez años. Cuando tenía unas 14 primaveras. Leyéndolo todo, sin medida. A borbotones: como sólo se lee cuando no se puede escribir de otro tema. Atravesado en una encrucijada personal: el primer amor, con final trágico; la decepción política, con su posterior e irrenunciable apoliteia; y el despertar espiritual, que arranca de la embriaguez fruto del Gran Arte y prosigue hacia el verdadero nosce te ipsum. Todo lo que es. Sí. Todo lo que la vida es: la prueba del laberinto y el camino del corazón como razón de ser existencial. Como existencia real, sin rastro de la irrisoria vanidad, los publicistas literarios y demás cochambre. Propagando una lección ancestral: paganismo antediluviano y elevación dionisíaca. Más allá del moralismo, la beatería y el discurso flower power de los “demonios del bien” (Alain De Benoist). Con hambre de vida, sin atisbo de miedo ni esperanza.
Diez años después: el afortunado contacto con José Manjón, el Marqués de Tamarón, José Antonio Martínez Climent y Javier Esteban. Que lleva a la amistad con Javier Ruiz Portella, director de El Manifiesto, de cuyos números en papel y más tarde en formato digital, Sánchez Dragó fue un baluarte de peso. Con la oportunidad que habilitó para que el madrileño de nacimiento (pero de convicción soriana –y, por ello, flamante Premio Castilla y León de las Letras), pudiera conocer las primeras colaboraciones del joven admirador en dicho medio; y, con esto, terminara leyendo sendos textos sobre, respectivamente, dos provocadores de primer nivel literario como Louis-Ferdinand Céline y Bret Easton Ellis. Escribiendo después en Twitter: “¿Quién es Mas Arellano? Otro esclarecedor y deslumbrante artículo de ese meteoro literario. No lo lean los ceporros”. Existe la tentación de decir que el círculo se cierra y la historia del adolescente se cruza con la del sabio. Pero no hay finales felices en la vida. Y por eso es que amamos tanto la literatura.
Tras recibir mi contacto de manos de varios amigos comunes, salta un correo electrónico: “Me pasan tu dirección. Te sigo desde hace tiempo. Te he dedicado varios tuits. El último ha sido hoy. Contigo la crítica literaria, que por lo general detesto, se eleva a la excelsitud. No es crítica, es literatura. Turgueniev, cuando leyó Las noches blancas, corrió en la oscuridad nocturna para abrazar a Dostoievski. Yo también te envío ese abrazo”. Con sus consecuentes reacciones; principalmente, la abrumadora carga de una influencia enorme; y, también, el profundo agradecimiento de quien se sabe injustamente acogido por el maestro.
Algunas semanas y correos después, algo de arrojo se materializa en la propuesta de enviarle mi libro recién publicado, deudor evidente de la presencia del maestro. Respuesta: “A libro regalado sí se le mira el diente, y yo lo haré. Te agradezco de antemano las menciones que en él figuren. Quizá sea mejor organizar nuestro encuentro cara a cara cuando ya lo haya leído o, por lo menos, hojeado y ojeado con la atención que merece... Abrazo”. Jamás existirá ya tal encuentro. Salvo en los libros. En el Reino de lo irrecuperable. Y en la escritura.
Apenas unas horas después de ese mensaje, Dragó partirá para el Congreso de los Diputados. Es la moción de censura de Ramón Tamames y el ruido mediático se hace insoportable. Nada de eso importa. En la lección impartida a través de los muchos libros está la risa dirigida hacia el político; la insistencia de que, en un mundo de imagen –en efecto: ahí más que nunca–, lo esencial será siempre lo invisible (Antoine de Saint-Exupéry). Una lección cuya pérdida puede acarrear un castigo terrible: porque una vida desperdiciada es la peor enfermedad terminal (Carl Gustav Jung). Nostalgia del infinito, carencia del absoluto.
En sus últimos tiempos, Dragó vio venir de lejos a la muerte. Desde su operación a corazón abierto años atrás (ocurrió en diciembre de 2004), viviría, como los clásicos, en constante contacto con ella. Así lo declaró en Twitter, último bastión de sus desahogos, al conocer el fallecimiento de su contemporáneo Kenzaburo Oé. Y así lo evidenció, al ceder a su hijo Akela, tras promocionar con énfasis la última novela de su hija Ayanta, la lectura de su primer texto como apertura de los últimos Encuentros Eleusinos. La del alba sería cuando Fernando Sánchez Dragó partió, a la manera de su querido Cable Hogue (1970) –Peckinpah, siempre Sam Peckinpah, en la mirada curtida de esa maltrecha generación española–, hacia ese otro mundo, situado más allá del “penúltimo umbral”, en el que los griegos no creían más que para sus mitos. Con la vuelta, a modo de catábasis y anábasis, ya realizada: en los libros, en la escritura, en la heroica tarea de torear la muerte página tras página.
Evoco, como un susurro, unos versos de Gottfried Benn: “Y al final es preciso callar y actuar/ sabiendo que el mundo se derrumba, / pero tener empuñada la espada / para la última hora”. Y escribo unas torpes líneas, entre las hasta hoy más estúpidas lágrimas de mi vida, cuando el alba aparece lejano, demasiado lejos, sumido en el crepúsculo más profundo de la noche. Sólo la luna ilumina, apenas. Con la certeza de que el firmamento ha perdido una estrella. Aun así, todavía resplandece: la batalla no está perdida. Restan muchas historias mágicas por escribir. Hoy como ayer, para que pueda existir un mañana. Clama la canción: “todo está en los libros”. Sí. Ahora. Torpes líneas. Escribo.
Comentarios