Nos hemos quedado sin él de golpe. Y nos ha dejado huérfanos de su compañía, de su presencia y de su palabra, tan pródiga en el papel como en el diálogo. Vivió tanto que se necesitaría la existencia de varios hombres para poder igualar sus viajes, sus amores, sus prisiones, sus libros, sus polémicas. Siempre estuvo en el centro del combate y, sin embargo, nunca le faltaron ni la serenidad ni el desapego. Tuvo enemigos, pero muchos más fuimos sus amigos, sus colaboradores, sus discípulos, porque quien se ha ido fue un maestro de vida, de libertad, de independencia y de hombría de bien. Alguien que enfrentó con una sonrisa —siempre sonreía— las tempestades que producía su innata habilidad para enredarse, lo quisiera o no, en las eternas polémicas de quien fue muchas veces provocador involuntario.
Fernando era una de esas personas que parecen destinadas a cumplir un siglo. Nunca se le veía mal, sino lleno de energía y de fuerza de espíritu. Tenía el talento de tomar con buen ánimo y mejor humor todos los retos. Seguro que ahora, allá donde esté, seguirá igual, descubriendo el nuevo mundo, el viaje sin retorno para el que tanto se había preparado y al que parecía que nunca iba a partir, porque Fernando era la negación de la muerte: en pocas personas se ha visto mejor encarnada la voluntad de vivir que en este escritor que escogió a Dioniso como su deidad tutelar, como su otro yo.
Para los que de muy jóvenes crecimos a su sombra, bajo su magisterio, Dragó nos abrió las puertas de otros mundos y otras formas de entender la vida, lejos del racionalismo y la sequedad del discurso dominante.
La exuberancia de su genio le impidió siempre conformarse, apoltronarse, envejecer.
La exuberancia de su genio le impidió siempre conformarse, apoltronarse, envejecer. Porque Fernando ha muerto joven de espíritu y anciano de perenne sabiduría. Gracias a él, al maestro, conocimos a Eliade, a Jung, a los gnósticos, mientras los profesores nos aburrían con Marx, con Sartre y con Althusser. Mientras la academia trazaba ángulos rectos y espacios racionales, Dragó nos abría las puertas de un mágico jardín donde florecían las turgentes enredaderas del genus loci: los toros, los atlantes, Ramón Llull, Ibn Arabi, Prisciliano, el Camino de Santiago, los petroglifos, los carnavales y los rincones más fascinantes y arcaicos de la Iberia sumergida. Y en tan tierna edad esas lecciones nunca se olvidan. Además, nos regaló el conocer a aquellos compañeros de aventuras que se fueron antes que él, como Campillo, Escohotado o Racionero.
Barroco y exagerado por temperamento, sanador y filósofo, trotamundos, giróvago, peregrino y nómada, el siempre contradictorio Fernando, el admirador de Mishima, ha muerto en la quietud del sabio taoísta, cultivando el jardín de Cándido.
Sit tibi terra levis, amice.
Comentarios