“MAGA ['Make America Again']: ya no es un movimiento, es una revolución”

LECCIONES DE LO SUCEDIDO EN EE. UU.

Caen las máscaras

Hace muchos años que hemos adoptado en Europa el "american way of life". Hora es de que adoptemos también el "american way of revolution".

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Como todo el mundo sabe, los amos de Twitter, Facebook, Instagram, etc. acaban de expulsar, junto con miles de otros, al mismísimo presidente de los Estados Unidos de América, alguien a quien los medios del Sistema no han parado de atacar e insultar durante los últimos cuatro años, habiendo llegado al extremo de cortarle la palabra cuando lo que decía no era de su agrado.

Silenciar al discrepante, imponer el pensamiento único: así sojuzgan la libertad de expresión esos “señoritos rojos”, como los llama nuestro colaborador Sertorio, esos multimillonarios teñidos de ideología izquierdista puesta al gusto del siglo XXI. Intentan de tal modo colmar la brecha que Internet y sus Redes Sociales han abierto en el Sistema. Una brecha pequeña, es cierto, frente a la ideología única que difunden noche y día los todopoderosos medios main stream. Pero una brecha suficientemente importante para que a través de ella se les haya colado alguien como Donald Trump.

Y como la propaganda mediática ha sido insuficiente para que el pueblo americano dejara de apoyar a su presidente, no les ha bastado con atacar ese pilar de la democracia que es la libertad de expresión.

Esos multimillonarios teñidos de ideología izquierdista puesta al gusto del siglo XXI

La han emprendido también contra su otro pilar: el sufragio universal, privando a Trump, mediante toda clase de amaños (desde votantes muertos hasta los más sofisticados medios informáticos), de lo que ha sido una clamorosa victoria electoral.

A lo largo de estos dos últimos meses, todos los medios alternativos hemos difundido datos y pruebas tan masivos como manifiestos sobre ese gran fraude electoral. Y si ninguna instancia judicial ha tenido a bien entrar siquiera a considerarlo, sólo cabe ver en ello que un tercer pilar del orden liberal-democrático —la independencia judicial, el Estado de derecho— ha quedado igualmente quebrantado.

Todo ello no hace sino consolidar un poder inmenso en manos de los multimillonarios de las grandes corporaciones tecnológicas y del ejército de mercenarios ideológicos que les bailan el agua. Un poder —una dictadura encubierta, una tiranía de facto— que aún será más despiadada en los tiempos que se avecinan.

Salvo si...

Salvo si la jugada acaba fallándoles, salvo si el tiro les sale por la culata. Porque resulta que esos liberticidas siguen agarrándose a la carta de la democracia; porque resulta que el ataque contra sus tres columnas
—libertad de expresión, sufragio universal e independencia judicial—
lo están llevando a cabo... en nombre precisamente de “la democracia”.
“Para preservarla”, dicen. Y nadie se echa a reír.

Salvo nosotros, los inconformistas, los incorrectos, los rebeldes, los “deplorables”, que decía doña Hilary Clinton. Nos reímos porque esta dictadura encubierta tiene, es cierto, un doble y deplorable efecto. Por un lado, tapona o limita la brecha que Internet representa en el combate contra la biempensancia. Por otro lado, hace que, después de lo visto, nadie pueda confiar ya en el combate electoral.

¿No es evidente que volverían a aplicar la solución que tan buenos resultados les ha dado en Estados Unidos?

Si algún movimiento alternativo (llámese Trump, Lepen, Vox, Fratelli d’Italia...) consiguiera alguna próxima vez vencer en unas elecciones, ¿no es evidente que volverían a aplicar la solución que tan buenos resultados les ha dado en Estados Unidos y en cuyo soporte informático parecen implicados diversos países europeos? Suponiendo, claro está, que dicha solución no haya sido ya aplicada en otras partes y en anteriores ocasiones.

Y, sin embargo, nos reímos. Nos reímos porque si tales efectos son obviamente nefastos, se ha de reconocer que también tienen una indiscutible ventaja: permiten que caigan las máscaras que han encubierto durante años —y siguen encubriendo— al más refinado y sutil de los sistemas de dominación: ese que les hace creer a los dominados que son ellos quienes dominan, que son ellos quienes eligen y deciden.

El sistema liberal-democrático otorga a todo el mundo, es cierto, el derecho de elegir y decidir: formalmente, jurídicamente. Pero de poco sirve este derecho si careces de los poderosos recursos que permiten situarse en el único lugar —los grandes mass media— desde donde se informa y forma la opinión; de poco sirve esta libertad jurídica si todo lo que se puede obtener con ella es una presencia marginal o testimonial con la que oponerse a los designios de los biempensantes del mundo.[1]

Esto ha sido así desde hace años, desde siempre, en realidad. Pero al menos las formas, hasta ahora, quedaban salvas. Lo que ocurre ahora, en cambio, es algo profundamente distinto: lo que se desmorona a través de la censura en las Redes Sociales y el oligopolio de los grandes mass media es la mismísima libertad jurídica como tal. Y lo que se desmorona a través de un pucherazo como el efectuado el 3 de noviembre, así como mediante los rechazos judiciales a actuar contra semejante vulneración de todas las normas jurídicas, son las otras dos columnas del sistema liberal-democrático: la libertad de elección y la independencia judicial.

Lo que siempre han sostenido estas tres columnas hoy agrietadas son las máscaras de una gran coartada. Mediante ella, las élites dominantes, dándose a sí mismas —a sus ideas, a sus valores, a sus principios...— la libertad tanto formal como real de dirimir sus conflictos entre sí, han hecho creer al conjunto de la población que también ella disfrutaba de igual libertad: la libertad que, teóricamente, otorga a todas las ideas, valores y principios el derecho a combatir en la arena de lo político y social. Y el derecho a poder triunfar un día.

Ahora que ha quedado claro que ese día jamás llegará, porque si un día llega te robarán el triunfo; ahora que se ha puesto de manifiesto que ese día sólo puede llegar a condición de aprovechar, claro está, las posibilidades del Sistema, pero situándose fuera de él, frente a él; ahora que empiezan a caer las máscaras y el pueblo americano, tomando conciencia de ello, llega incluso a proclamar que “eso ya no es un movimiento: es una revolución”, ahora es cuando toca esperar que sean también los demás pueblos del mundo los que abran de forma similar los ojos.

Hace muchos años que hemos adoptado en Europa el american way of life. Hora es de que adoptemos también el american way of revolution.

 

[1] Todo esto se encuentra mucho más ampliamente desarrollado en mi último libro, El abismo democrático.

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