Si la infanta Elena, primogénita de la familia real, no ocupa actualmente el trono de España, es por la sencilla razón de que la Constitución establece la preeminencia del varón, cualquiera que sea su edad, sobre la mujer.
Pero la ley denominada de “identidad de género” ha puesto remedio a tan machista y heteropatriarcal privilegio. Bastaría, en efecto, que la infanta Elena, con la ley en la mano, se presentara mañana en cualquier oficina del Registro Civil y declarara que se llama, pongamos por caso, Heleno (honrando así la memoria de sus ancestros griegos por parte de madre). Pero no, ni siquiera tendría por qué cambiar de nombre. La ley es tan generosa que no obliga a tanto: basta declarar que uno se siente de un sexo distinto del que le ha sido asignado por la naturaleza.
No, ni siquiera tendría por qué cambiar de nombre
Ello es suficiente para que un hombre se convierta ipso facto en mujer. O para que una mujer, como en el hipotético caso que nos ocupa, se convierta en hombre. A efectos legales, por supuesto. Para los demás efectos —pero la ley tampoco obliga a ello— hay que pasar por un quirófano, proceder a amputaciones y seguir un largo tratamiento hormonal.
De modo que si, mañana, doña Elena María Isabel Dominica de Silos de Borbón y Grecia se personase en el Registro Central de la Villa y Corte de Madrid y declarase formalmente sentirse varón, no sólo quedaría convertida en tal, sino que, como consecuencia de su progenitura, le arrebataría el trono a su hermano Felipe, convirtiéndose en Su Majestad Elena I, rey de España. “Rey”; que no “reina”.
Así de absurda, así de aberrante, así de esperpéntica es la ley de identidad sexual
Así de absurda, así de aberrante, así de esperpéntica es la ley de identidad sexual (dejemos lo de “género” para la gramática). Pero la aberración de que una infanta pudiera convertirse por su mero capricho en el rey Elena I, ¿qué es al lado de las demás aberraciones que establece semejante ley? Una ley que permite, entre otras cosas, que un niño de 12 años —¡de doce!— pueda cambiar de identidad sexual (y practicársele las correspondientes amputaciones) sin tener que contar siquiera con el permiso de sus padres (pero eso sólo desde los 16 años) y convertirse de tal modo en un ser del sexo opuesto.
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