El iliberalismo... La palabra, ¡ay!, no funciona. Suena fatal, parece un trabalenguas, no se entiende a la primera, exige explicaciones. ¿Puede alguien imaginar a un tribuno que lanzara consignas del tipo «¡Luchemos con ardiente valor por el triunfo del iliberalismo!», o que defendiera «el combate iliberal por la belleza, la patria y la justicia social»?
Y, sin embargo, si alguna esperanza hay de salir del marasmo en el que nos hallamos, esta esperanza se llama «iliberalismo». Pero habría que encontrarle otro nombre, pues sin palabras rotundas como flores y afiladas como dardos no se va, y hoy menos que nunca, a ningún sitio.
Adonde, sin embargo, debemos ir de inmediato es a concretar las cosas, recordando que el iliberalismo —concepto elaborado y puesto en marcha por el primer ministro húngaro Viktor Orbán— no se limita a su país, sino que constituye, por así decirlo, la forma social-política, o por decirlo mejor: la Weltanschauung, la concepción del mundo dominante en buena parte de los países que hasta 1989 se conocían como “los países del Este”, incluida hoy también la propia Federación Rusa.[1]
¿Por qué fundar esperanzas en un iliberalismo que sólo se halla obviamente en sus comienzos: buscándose, tanteándose, en medio de todos los interrogantes (y asechanzas) que se abren ante él?
Si la concepción iliberal del mundo representa una esperanza, es ante todo por el doble sentido que late en un concepto que, con su «i» privativa, rechaza abiertamente el liberalismo; pero lo hace sin recurrir al «anti» de un fácil y somero «antiliberalismo». Dicho de otro modo, al tiempo que se impugna el liberalismo se está salvando lo único que vale la pena salvar tanto en él como en el capitalismo que le está asociado y del que hablaremos en un próximo artículo.
¿Hay algo que salvar en el liberalismo y el capitalismo?
Por supuesto que hay algo —y valioso— que salvar del basurero que ambos constituyen. Lo que se impone rescatar es nada menos que la libertad (cultural, política y económica) que el liberalismo proclama a voz en cuello al tiempo que la aplasta con el más implacable y sutil de los mecanismos.[2]
Veamos con qué astucias se hace tal cosa.
Todo es legítimo a ojos de la ley liberal y de la libertad de expresión que ampara y proclama. Con tal de que no medie violencia, todo se puede expresar, emprender, promover. Tanto lo verdadero como lo falso, tanto lo bueno como lo malo, tanto lo bello (el David, por ejemplo, de Miguel Ángel) como lo feo (cualquier engendro, por ejemplo, del «arte contemporáneo»), tanto la identidad étnico-nacional como su aniquilación a manos de la invasión migratoria. Una especie de indiferente apisonadora lo iguala todo. Y, así, tan legítimo es considerar —sigamos con los ejemplos— que sólo el sexo masculino y el femenino conforman a los humanos, como pretender que hombres y mujeres se hallan configurados por una multiplicidad de «géneros» dependientes de la libre decisión de cada cual.
Ninguna verdad sustenta al mundo; nada es, en sí mismo, verdadero o falso
Ninguna verdad sustenta al mundo; nada es, en sí mismo, verdadero o falso. Un único criterio deslinda —pero sólo a efectos prácticos—, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido. El criterio que lo deslinda todo es el de la mayoría. Y esa mayoría, manifestada a través de los mecanismos democráticos, puede decretar la legitimidad de determinadas opciones e ideas, así como la invalidez de las contrarias; puede, por ejemplo —concluyamos el anterior ejemplo— considerar que es legítimo fomentar y promover la multiplicidad de «géneros», mientras que es ilegítimo, constitutivo hasta de un delito de transfobia, oponerse a dicho fomento.
No por ello deja de mantenerse impertérrito el principio que pretende que ninguna verdad sostiene al mundo. ¿Ninguna verdad, en serio? Si así fuese, no quedaría más remedio que dar la razón al socialista Felipe González cuando afirmaba no hace mucho que «en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad». Para conocer lo verdadero, lo bello y lo bueno (kalos kai agathos, decían los griegos), ¿basta, pues, atenerse a lo que proclaman en cada momento las mayorías democráticas, ya sean parlamentarias, mediáticas o universitarias? Debajo del gran vacío que de tal modo se abre, ¿no se levanta sin embargo una verdad primera, intangible, tan incuestionada como incuestionable?
Por supuesto que se alza una verdad primera. Y a ella se agarran todos: izquierdistas y centroderechistas, plebe y poderosos, dominantes y dominados. Todos se abrazan a ese gran pilar —hueco pero altísimo—que proclama que nada de noble o grande, de bello o sagrado rige la vida. Nada guía nuestros pasos hasta la muerte. Salvo lo único que lo rige todo: la economía, el dinero, la materia. Y el individuo: ese átomo que, arrancándose sus raíces, renegando de su patria y maldiciendo su pasado, cree que es él quien decide lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso.
Pero el individuo, ¡pobrecito!, no decide nada. Todo se lo impone
Ese monstruo impersonal y frío denominado «opinión pública»
ese monstruo impersonal y frío denominado «opinión pública»; es decir, opinión hecha pública —«publicada»— por las élites que, con la aquiescencia de las masas, forjan y conforman la opinión de éstas. Pero en el imaginario democrático todos están convencidos —he ahí su gran ardid— de que el individuo —«el ciudadano»— lo decide todo. Todos comparten la opinión de Felipe González según la cual la verdad no es sino lo que, en cada momento, los ciudadanos creen que es.
La belleza, el arte, la cultura, la historia, la tradición, el arraigo en una comunidad donde ayer resonaba, vigorosa, la palabra de los dioses y de los antepasados; todo lo que era sagrado, todo lo que infundía sentido a la vida es arrasado por la apisonadora que aplana la vida en unos tiempos de «relativismo y posverdad —escribe Miguel Ángel Quintana Paz— en que recurrir a la verdad en una argumentación hasta resulta “antidemocrático”».
La alternativa iliberal
Que hay en ello engaño, y engaño mortal (muerte del espíritu, la he llamado); que la columna a la que todos se agarran está vacía y hay que derribarla; que la economía no es ni el corazón de la vida ni el del mundo; que, más allá de lo económico y material, existen ciertos principios sagrados,
Hay determinadas verdades que están fuera de discusión y decisión
determinadas verdades que están fuera de discusión y decisión: he ahí lo que el iliberalismo proclama en lo más profundo de sí. O, mejor dicho, más que proclamar o desarrollar tales ideas —no abundan, y es una pena, las elaboraciones teóricas—, lo que hace es ponerlas en práctica.
Pero las pone en práctica, habíamos dicho, salvaguardando lo único que del liberalismo cabe salvaguardar: la libertad de conciencia y opinión.[3]
Ahora bien, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo conciliar dos exigencias tan contrapuestas como éstas? ¿Cómo vertebrar el mundo sobre verdades como la exigencia de belleza, grandeza, arraigo comunitario…, al tiempo que, abriéndose las compuertas de la libertad de expresión, entrarán en desbandada toda clase de discursos, incluidos los que pretenden acabar no sólo con tales verdades, sino con la idea misma de verdad?
¿Habría acaso que prohibir, censurar, reprimir tales discursos?
No, ¿para qué? ¿Para qué hacer víctimas aureoladas con las palmas del martirio? Más vale dejar que tales discursos propalen, inanes, su viento; pero siempre que este viento no se convierta en dañino; siempre que, relegados tales discursos extramuros de la ciudad, no se hallen en condiciones de afectar a los destinos de ésta.
Así es como se hace —en grados y modalidades obviamente diversos— en los países de régimen iliberal. No están ahí prohibidos los discursos que reniegan de la identidad étnica y nacional, o que escupen sobre el pasado de Europa, o que promueven la fealdad en el arte, o que equiparan a hombres y animales, o que deniegan la identidad que la naturaleza otorga a cada uno de ambos sexos. Contrariamente a los países de la democracia woke, tales discursos no están ahí ni subvencionados ni promocionados. Pero tampoco están prohibidos. Están simplemente apartados de televisiones, escuelas y colegios.
Sucede algo parecido a lo que ocurre —pero de forma estrictamente inversa— en nuestros países, donde somos los defensores de la identidad nacional, cultural y civilizacional quienes —lo prueban estas líneas— disponemos, es cierto, de libertad legal de expresión; pero, relegados extramuros de la ciudad —también lo prueba la publicación de estas líneas en este periódico—, nos encontramos apartados de cualquier medio significativamente relevante de comunicación o formación.
(Continuará.)
[1] ¿En qué medida, sin embargo, va ello a seguir siendo así? Antiguas y graves heridas históricas, sumadas a los viejos demonios del nacionalismo más exacerbado, han hecho que algunos de dichos países (muy particularmente Polonia) se hayan puesto a optar, al menos en el ámbito geopolítico, por el campo liberal; es decir, el que integran Estados Unidos y los países de la hasta ahora aborrecida UE, la otanesca alianza que, recurriendo a carne de cañón ucraniana, ha emprendido la guerra contra Rusia. Dicho de otro modo, ¿en qué medida, el decidido posicionamiento de un país como Polonia en el campo de la globalización y de la disolución identitaria —tales son los retos últimos de la actual guerra— hará que Polonia acabe sumida en el orden que hasta ahora parecía combatir con tanto ahínco?
Ni que decir tiene que semejante pregunta es. hoy por hoy, imposible de responder, de igual modo que la escasez de informaciones impide conocer debidamente la situación que, sobre todo a raíz de la guerra, existe en los demás países de dicha zona, especialmente, en Chequia y Eslovaquia, los otros miembros del Grupo de Visegrado.
[2] Para evitar confusiones, conviene precisar que el término «liberalismo» se entiende aquí en su más amplio sentido. Incluye a cuantos comparten sus principios últimos, ya se denominen neoliberales, liberal-conservadores, democristianos, socialdemócratas o hasta izquierdistas. En cuanto a los partidos identitarios de Europa occidental (Vox, Fratelli d’Italia, RN francés…), ¿entran también en dicha categoría o, por el contrario, forman parte del iliberalismo del que estamos hablando? He ahí, sin duda, el dilema, el reto más decisivo al que se enfrentan tales partidos. Abrazando, por un lado, la esperanza iliberal, pero incapaces de desprenderse plenamente de los cantos de sirena liberales, sólo el devenir de nuestras sociedades podrá aportar una respuesta a la anterior pregunta; sólo la historia nos dirá si dichas fuerzas políticas están realmente dispuestas a derribar —o no— lo esencial del liberalismo: esa columna hecha de materialismo, nihilismo e individualismo de la que enseguida hablaremos.
[3] A lo que se debe añadir el bienestar material del que se hablará en un próximo artículo.
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