En esa perla tanto política como literaria que ayer reprodujimos en forma del artículo de Gabriel Albiac, éste nos decía que la lectura de Eurípides le había permitido sobrevivir a la farsa que tuvo lugar en la Asamblea que, según dicen, representa a la soberanía nacional y en donde el pasado martes dos maniquíes —chico y chica— desplegaron sus pantomimas y triquiñuelas frente a un venerable anciano.
«La lectura de Eurípides —nos cuenta Albiac— fue ayudándome a olvidar que ese tipo de mala gente existe siempre. Y a retornar a lo único por lo cual la vida sigue siendo, pese a todo, interesante: entender que nada existe más maléfico que un político.»
«Nada existe más maléfico que un político.» ¿Todos?… ¿También los que habían invitado a Ramón Tamames? Suponemos, esperamos que no —es la última esperanza que nos queda—. Pero... (Uno no puede aventurar nada, fiarse de nada cuando ves, por ejemplo, los derroteros otanescos y por los pasillos bruselenses por los que anda metida la camerata Meloni en quien tantas esperanzas había uno forjado). En cualquier caso, por lo que a la situación española se refiere, dentro de unos meses (o de unos años) saldremos definitivamente de dudas.
«Frente a la vanagloria empalagosa de presidente y de ministra instagramers —prosigue Albiac—, la lectura de Eurípides fue ayudándome a olvidar que ese tipo de mala gente existe siempre.»
Ahí se equivoca, sin embargo, el maestro: no hay que olvidar nunca la maldad de esa gente. Hay que recordarla siempre. Sólo así se la puede combatir. Pero no de frente, sino toreándola, trasteándola, burlándola. Como tan bien sabía y hacía el maestro del gran trasteo político que se llamaba Niccolò di Bernardo dei Machiavelli y a quien Albiac dedica esta grandiosa novela que es Dormir con vuestros ojos.
Porque, llegados ahí, se plantea una cuestión, la cual es inmensa. Si ese tipo de mala gente existe y siempre existirá, no por ello esa mala gente es menos necesaria. El mundo no está hecho de ángeles; y si lo estuviese, sería infernal. Alguien, en cualquier caso, debe imponerse, mandar, ordenar. Alguien debe poner orden en el caos. ¿“Democráticamente”, como en ciertas partes de la Grecia antigua? Pero ¡si excluidos esclavos, metecos, mujeres y campesinos demasiado alejados de la ciudad para reunirse en la Ecclesia y la Boulé, la “democracia” griega se reducía apenas a un diez por ciento de la población! ¿Debe entonces mandarse “democráticamente”, a la manera de los maniquíes y farsantes del otro día? Si aceptáis ser partícipes de la gran comedia y del mayor engaño colectivo jamás organizado... Y como ya no queda más: ¿se debe mandar ”autoritariamente”, entonces?
En últimas, cuando uno repasa la historia, uno se dice que todo es, en cierto sentido, cuestión de suerte. Grandes y autoritarios césares, grandes y jerárquicos emperadores, grandes y constrictivos monarcas ha habido que han traído la mayor gloria a sus países y los más extremos bienes a sus pueblos. ¿Hace falta nombres? Para limitarnos a Roma y a España: César, Octavio Augusto, Trajano, Marco Aurelio, Adriano, Alfonso X, Fernando III, los Reyes Católicos, Carlos V, Felipe II. Otros, en cambio, han sido funestos, mortales: Calígula, Nerón (suponiendo que se deba dar crédito a las historias de Tácito), toda la ristra de últimos emperadores, y pasando a España, don Rodrigo incapaz de impedir la invasión mora, y cuando de ella nos repusimos, toda la ristra de Borbones entre los que sobresalen Carlos IV y su hijo Fernando VII.
Todo parece una cuestión de suerte o de desgracia. O te toca en suerte el mejor de los monarcas o el monarca más desgraciado. Lo único que no toca nunca —es curioso, nadie parece haberse dado cuenta aún— es que te toque un gran, egregio, poderoso, glorioso, brillante primer ministro democrático.
No ha habido uno solo en la historia. ¿O alguien puede darme el nombre de un solo primer ministro democrático que le llegue a la suela de los zapatos de los grandes reyes y emperadores que acaban de ser citados?
Sí, es cierto. Hasta los más grandes de estos últimos no dejaban de desplegar también sus intrigas, sus acechanzas, sus mascaradas? Por supuesto que las desplegaban. Pero debajo de sus trapisondas anidaba —por más impuro, camuflado, disimulado que se quiera— el fuego de lo que no dejaba de ser un hálito sagrado: el mismo que latía debajo del poder, el mismo que anidaba en el fondo de la polis.
Ese hálito es lo que hoy está desvanecido, desrozado. Sólo quedan de él la cacharrería y los maniquíes.
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