Insidiosamente, sin que muchas veces nos demos siquiera cuenta, el aire reinante, el espíritu del tiempo, se infiltra hasta entre quienes más ardientemente lo combatimos.
La cuestión del populismo constituye, sin duda, el más claro ejemplo de ello. Se impone ser populistas, es cierto, no queda otra; pero elitistas también, es decir, antiigualitarios, convencidos de que, como decía Aristóteles, es injusto tratar a los desiguales como iguales, y a éstos como desiguales.
Veámoslo más detenidamente.
Al asumir la óptica populista, todos nuestros planteamientos parten del mismo presupuesto... que compartimos curiosamente con nuestros adversarios izquierdistas. Con los de la izquierda roja, quiero decir; los otros, los pijoprogres de la izquierda rosa (o «fucsia», como la llama Diego Fusaro), ésos se han puesto descaradamente al lado de la oligarquía.
A lo que ambos aspiramos es a hacernos, aunque por motivaciones y desde presupuestos distintos, con la voluntad popular. Sólo en la medida en que la mayoría del pueblo cobre conciencia de las condiciones degradadas en las que vive; sólo en la medida en que la mayoría de las masas populares sean conscientes de la explotación social y económica —dicen ellos— a la que están sometidas, o de la degradación cultural y civilizacional —decimos nosotros— a la que estamos sometidos; sólo en esta medida será posible acabar con semejante degradación.
El razonamiento, en ambos casos, es totalmente correcto (aunque incompleto). Seamos claros: el mundo que nosotros anhelamos, ese mundo ordenado sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero, implica también —si tiene que ser justo y bueno— que las condiciones materiales de vida de la mayoría de la gente sean sustancialmente mejoradas, al tiempo que se acaba con la desenfrenada codicia con que las oligarquías arrasan el mundo; nada de lo cual significa que se esté soñando en desatinos tales como aspirar a la igualdad general, pretender abolir la propiedad y eliminar el mercado.
Para alcanzar un orden de cosas fundamentado en lo bueno, lo bello y lo verdadero es indispensable que se cree una especie de consenso general que tome conciencia de que lo malo, lo feo y lo falso es lo que caracteriza, por el contrario, el desorden hoy imperante. Pero ese consenso —y es ahí donde el populismo se equivoca— tiene que ser, precisamente, general. No sólo popular. También las élites, dicho de otro modo, tienen que estar implicadas en el empeño.
La lucha de clases no puede ser el principio director del combate
La lucha de clases no puede ser, por consiguiente, el principio director del combate. O se debe limitar a una lucha en que la aplastante mayoría de la sociedad —clases altas y clases bajas confundidas— se enfrente a la extrema minoría de la plutocracia dominante.
Todo ello por una sencilla razón: porque sin la implicación de las élites, en el grado y de la manera que sea, nunca nada se logrará. Como lo decía recientemente el pensador y político francés Jean-Yves Le Gallou, «es obligatorio constatar que las grandes transformaciones históricas bien pocas veces han sido impulsadas y dirigidas por el pueblo. Tanto si gusta como si no, nuestras acciones políticas tienen que contar con las élites, pues sin ellas pocas posibilidades hay de victoria final».[1]
¿Las élites?...
¿Cómo podrían nuestras actuales, nuestras degeneradas élites estar implicadas poco o mucho en la regeneración del mundo? ¿No constituyen ellas, precisamente, el fondo mismo del problema? Lo constituyen, por supuesto que sí. Pero aparte de que no son las únicas en constituirlo, aparte de que también el pueblo respira el aire del tiempo y adhiere, a su manera, al orden imperante, de lo que se trata precisamente es de que tanto los unos como los otros dejen de adherir a dicho orden.
¿Pueden nuestras élites llegar a ser capaces de ello? Esta gente lo tiene absolutamente todo. Nada hay, materialmente hablando, que puedan desear, nada hay a lo que puedan aspirar. Salvo a una cosa: al sentido de la vida. De eso carecen por completo: de ese sentido del que las élites de otros tiempos, los caballeros y aristócratas movidos por ideales de grandeza y heroicidad, de nobleza y de belleza, estaban provistos más que de sobra.
Y eso, un sugestivo proyecto de vida en común, es lo que nosotros, la Derecha identitaria —pongamos el adjetivo para diferenciarnos de la derechita liberal a la que todo nos opone— podemos y debemos ofrecerles. Sin que nada, por supuesto, nos pueda asegurar de antemano que nuestras élites no quieran seguir empeñadas en suicidarse. Y en suicidarnos.
Pero eso, la incertidumbre en cuanto al resultado, es lo propio, por definición, de cualquier empresa histórica. Máxime cuando lo que está en juego son cosas tan decisivas como nuestro futuro mismo de europeos. Un simple dato nos lo hará ver más claro: el 41 por ciento de los nacidos en Francia —recordaba el mismo Jean-Yves Le Gallou en el ya citado artículo— eran en 2019 (último año de estadísticas fiables) de origen extraeuropeo.
[1] Polémia, 4 de enero de 2023.
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