En el asalto del seis de enero al Capitolio americano todavía queda mucho por aclarar, pero no se trata ahora de debatir sobre sus autores, sino sobre lo que este acontecimiento representa, algo que a largo plazo es mucho más importante.
Lo más significativo es que se ha roto un tabú: el “templo” ha sido profanado. Los periodistas del Régimen —todos— no se han cansado de repetir la condena unánime y categórica del asalto al Capitolio. Es curioso, porque cuando la extrema izquierda, es decir, los escuadristas de Soros y Zuckerberg, han incendiado iglesias, derribado estatuas y matado policías, la condena no iba contra los incendiarios, los iconoclastas y los asesinos, sino contra sus víctimas. Las iglesias se pueden quemar y profanar, los parlamentos no se pueden asaltar. Pero lo hecho, hecho está. El Capitolio es el club privado de la oligarquía americana y en él, el seis de enero, los boyardos del establishment iban a legitimar el golpe de Estado electoral que le arrebató la reelección a Donald Trump. Fue el remate de una legislatura llena de traiciones, en las que el presidente pagó muy cara la que es, con toda probabilidad, la última presidencia que consigue un candidato no mediatizado en la historia de los Estados Unidos. La legitimación del escandaloso pucherazo de Biden y Harris abre la puerta a sucesivos amaños electorales que acabarán por convertir las elecciones en una mera aclamación simbólica, donde se sabrá quién es el ganador antes del cierre de los colegios, como en la España de la Restauración. El seis de enero lo que pasó a la Historia es el poder del pueblo.
Hace cinco años, en España, Podemos fue catapultado con su asedio al Congreso y el famoso No nos representan con el que negaban la legitimidad de la casta. El diagnóstico era cierto. Pero en este último lustro han preferido vivir de los privilegios a luchar por la verdad. No combaten contra el Régimen: son el Régimen, pero en una versión especialmente oportunista y obscena. La ideología del capitalismo global, de Davos, de Bilderberg, es Podemos. Vivimos bajo una dictadura planetaria de la izquierda burguesa: puritana, fanática e hipócrita, llena de palabrería pseudorrevolucionaria y de actitudes tan vociferantes como inocuas, que maquillan con un populismo de atrezzo a la peor plutocracia que ha conocido Occidente desde los senadores romanos. Jamás el mundo ha sido menos democrático que ahora, cuando no paramos de votar.
No elegimos a nadie. Los parlamentos los seleccionan unos medios de comunicación propiedad de muy poca gente.
Al tiempo que se despoja al pueblo de todo poder social y de toda propiedad, y hasta del derecho a vivir, se le adoctrina desde unos medios que nunca han sido más uniformes en su mensaje, que se parecen a los de Corea del Norte o de China, con la salvedad de que estos regímenes asiáticos respetan más la inteligencia y la dignidad de sus ciudadanos.
Vivimos en un nuevo feudalismo, en el que las grandes empresas y los gángsteres financieros despojan al Estado de todo poder efectivo y lo encadenan con deudas inasumibles e inversiones que sólo benefician a los pocos de siempre y nos arruinan a todos los demás. La soberanía nacional es una ficción. Los parlamentos son simples departamentos jurídicos del Sistema, un consejo de administración del globalismo en cada Estado. Nosotros no elegimos a nadie, los parlamentos los seleccionan unos medios de comunicación que son propiedad de muy poca gente. Cuando alguna alternativa medio decente consigue sacar varios escaños, es por verdadero milagro y porque la corrupción y la infamia de los lacayos políticos de la plutocracia es demasiado obvia.
Entonces, ¿se asaltó algún “templo de la soberanía nacional” el seis de enero? No, se disipó una sombra, una ficción, un sueño. Y se perdió la magia, el respeto supersticioso por un Retablo de las Maravillas que la élite usa para espantar a los bobos, a los ignorantes y a los timoratos. Es demasiado pronto, aún falta mucho sufrimiento y queda largo tiempo hasta que la lucidez alcance a una amplia capa de la sociedad, pero la mayor parte de los americanos ya sabe que ha habido pucherazo y que el mandato de Biden es ilegítimo. Lo poco que vale la soberanía nacional en Occidente se pudo comprobar cuando el oligarca Zuckerberg censuró los mensajes del presidente de la nación. Si un niñato millonario puede acallar al Jefe del Estado, es que la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en los despachos de unos cuantos plutócratas. Y de paso, quedó claramente manifiesto que la libertad de expresión no existe, ni siquiera para el inquilino de la Casa Blanca, el que se supone que es el hombre más poderoso del mundo. Si le han hecho esto a Trump, ya nos podemos imaginar qué clase de monigote de la oligarquía globalista será Biden.
Por primera vez en su historia, Washington fue tomado por los eternos perdedores de la historia americana, los rednecks, los hillbillies, la basura blanca a la que las élites desprecian, estigmatizan y odian desde hace dos siglos, cuando los grandes propietarios esclavistas machacaban a los pequeños granjeros blancos. Y al asaltar el Capitolio atacaron a la fábrica de la legislación que desde hace veinte años discrimina positivamente a la población europea, heterosexual y cristiana. De momento todo ha quedado en un motín, pero no lo será durante mucho tiempo. A medida que la presión de las minorías asfixie a las clases medias, estas empezarán a abandonar sus viejos respetos heredados. Ya han aprendido una cosa: es imposible defender sus intereses y su modo de vida con las reglas del Sistema. La Ley y el Orden sólo protegen a los radicales de izquierda y a los activistas islámicos. No tiene sentido participar en la farsa electoral que pagan los millonarios.
Lo que de verdad importa, lo que decide el ser y el no ser, no se vota y no se dialoga.
Lo que de verdad importa, lo que decide el ser y el no ser, no se vota y no se dialoga. Muchos compatriotas europeos de América, ahora mismo, lo empiezan a asumir. La inhibición frente a la rebeldía, endémica en las clases medias, empieza a disiparse.
Y no lo olvidemos, esta oligarquía va a por nosotros, a destruir nuestras naciones, nuestras culturas, nuestras familias y nuestras propiedades. No pararán hasta convertirnos en perpetuos transeúntes sin patria, sin familia, sin hogar, sin nada que podamos llamar nuestro, como las reses de un matadero. Es hora de dejar de bailar al ritmo que ellos nos marcan.
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