Siempre me he dicho que una de las desgracias de la derecha... No, de la derecha no, pues la derecha identitaria, por ejemplo, nada tiene que ver con la derechona liberal de un PaPo (más conocido como Partido Popular). Una de las desgracias, decía, de esa derecha identitaria que empieza a florecer es que nada de sus ideas, de sus sentimientos, de su sensibilidad se manifiesta (o tan escasamente...) a través de novelas, películas, canciones, obras de teatro… Exactamente todo lo contrario de lo que sucede con las ideas, sentimientos y sensibilidad del mundo progre (ya sea progre de izquierdas o progre de derechas, como el PaPo).
Por ello salté alborozado cuando me enteré de que existía una novela titulada Feria que, escrita por una joven autora, estaba cosechando un considerable éxito pese a exaltar cosas tan rancias y apolilladas como la patria, la familia, el campo, la tradición, las raíces...; y pese a tener el coraje de citar elogiosamente a nada menos que a Ramiro Ledesma Ramos, el fundador de las JONS, y a quien los rojos se cargaron, oiga usted.[1]
Mi alborozo se duplicó cuando me enteré de que, por si ello fuera poco, Ana Iris Simón procedía del campo de la izquierda y, más concretamente, de los esperanzados y luego desengañados podemitas (lato sensu) del 15-M. Y mi gozo, para concluir, se triplicó cuando, aun lamentándolo por la chica, constaté lo que era lógico y natural: la prensa del régimen y los medios progres, aunque no sabían dónde meterse, vistos los antecedentes de la autora, habían entrado a degüello contra Ana Iris y su Feria.
Huelga decir que todo lo contrario es lo que ha ocurrido con los colegas, amigos y medios de la derecha identitaria (lato sensu también), todos los cuales se han ido, desbordantes de entusiasmo, a la Feria.
Todas las anteriores son cosas dignas, desde luego, del mayor encomio, gozo y alborozo. Pero hay un problema. Y ese problema no tiene nada que ver con las ideas defendidas por Ana Iris Simón. Hay cosas, es cierto, que merecerían ser discutidas (nadie lo ha hecho, que yo sepa) en esa especie de ruralismo que ensalza nuestra autora; un ruralismo que parece ignorar toda la complejidad de lo que, por mi parte, llamo la doble y contradictoria cara de la modernidad. Y si ya nos ponemos a cuestionar nuestra modernidad o posmodernidad —hay que hacerlo, por supuesto, y con el mayor vigor—, ¿cómo no hablar del desvanecimiento de la belleza, de la expansión de la vulgaridad y, sobre todo, del desmoronamiento de todo aliento sagrado (y “sagrado” no significa necesariamente “religioso”) que nuestros tiempos conllevan?
Pero no hilemos tan fino. Todo lo anterior son cuestiones de las que vale la pena, y mucho, discutir, pero que no empañan lo esencial del mensaje contenido en Feria.
El problema al que antes me refería es otro. Consiste en que, viendo la cantidad de elogios que la novela recibía, yo me había hecho considerables ilusiones. Creía haber descubierto por fin una de esas cosas de las que tanto carecemos: una gran obra en la que se reflejara de algún modo —pero modo altamente literario— el espíritu rebelde, impugnador, del que estamos hablando.
Y no, desgraciadamente no. Nada de eso he encontrado en la Feria. Si las virtudes políticas de la obra son considerables, las literarias, en cambio, no brillan a su misma altura. Estamos, en realidad, ante una novela costumbrista. Lo cual, en sí mismo, no es desde luego ningún problema. El Viaje a la Alcarria, de Cela —sin duda uno de los textos mayores de nuestra literatura contemporánea—, también es, por ejemplo, un texto de ambiente rural y de corte costumbrista. Pero ¡qué costumbrismo, por el amor de Dios! ¡Qué altura poética, qué densidad de los seres, cosas y actos que pueblan los andares de don Camilo! Sus andares los pueblan unos seres y unas cosas que, manteniéndose todo lo pequeñitos que son, consiguen, por el milagro de la palabra, ascender a la grandeza y verse aureolados de belleza.
Aquí no. Aquí todo se queda pequeñito, plano, nimio, corriente y vulgar. Nada vibra poéticamente, nada va más allá, más lejos, hacia lo alto, hacia ese estremecimiento que, indefinible, inescrutable, y a falta de mejor palabra, llamamos lo bello.
Me duele tener que decirlo, pues nada me hubiese gustado más que poder expandirme también en elogios literarios hacia tan valiente autora. Pero no puedo: la literatura es superior a todo. A todo, sí: también a lo político. La literatura: una de las pocas cosas sagradas, junto con el resto del arte, que aún nos quedan.
Pero nadie lo considera así. Y eso es lo terrible, mucho peor que las limitaciones de las que pueda adolecer Feria. Lo terrible es que aquí alguien triunfa política y comercialmente con una novela, y nadie habla ni de novela ni de literatura. Ni una sola consideración literaria (ya fuera favorable o desfavorable) he leído entre lo mucho que he leído sobre esta Feria. A nadie le importa la literatura. Lo único que ven —tanto tirios como troyanos— es la dimensión ideológica de un libro que es leído como si no fuera otra cosa que un alegato ideológico o político.
Y un alegato es efectivamente este libro. Nada más. Pero nadie lo dice.
[1] Para que no tengan que ir a buscar en la Wikipedia, donde les dirán seguramente que ese señor era muy requetemalo, se informa a quien sea necesario informar que las JONS son las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista que, fundadas por Ramiro Ledesma Ramos en 1931, se unieron en marzo de 1934 a la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera.
Un brillante alegato político de Ana Iris Simón
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