Lucas de la Cal, corresponsal del periódico El Mundo en Pekín, acaba de publicar un magnífico artículo sobre Bután, el pequeño reino del Himalaya que, habiendo vacunado ya al 95% de su población adulta, se ha convertido en el primer país del mundo en erradicar la Covid-19.
La noticia es impactante. Pero más impactantes aún son las condiciones que caracterizan la vida colectiva en Bután. Son ellas las que han permitido alcanzar algo que ningún otro país ha logrado todavía. Ni siquiera los que se hallan al frente de la carrera por la vacunación, y ya no digamos aquellos que están sometidos a la incompetencia, errores y tergiversaciones tanto de sus propios Gobiernos como de los responsables de la Unión mal denominada “Europea”.
El corresponsal de El Mundo habla poco, es cierto, de las condiciones que hacen de Bután un país excepcional: en las antípodas de lo que caracteriza al mundo occidental. Sólo se refiere de pasada, sin darles el realce que merecen, a las características de la vida en Bután. Pero no deja de mencionarlas. Aunque sea a regañadientes, habla de cosas tan pasmosas a nuestros oídos modernos y materialistas como que los monjes budistas rezaban, quemaban incienso y hacían ofrendas de frutas con el fin de descontaminar los paquetes de las vacunas que llegaban en helicóptero al aeropuerto. Desde ahí, y desplegándose “el gran sentido de comunidad que tenemos” —declara Nima Tshering, el principal asesor del Gobierno del país—, las vacunas eran encaminadas hasta remotas aldeas de difícil acceso situadas a más de tres mil metros en las alturas del Himalaya.
Para calibrar hasta qué punto nos hallamos en un mundo que nada tiene que ver con el nuestro —un mundo que los propios interesados califican de “feliz”, pero que en nada se parece al siniestro “mundo feliz” de Aldous Huxley—, consideremos también que “
Luchar contra la Covid-19 requiere armas colectivas, tanto científicas como artísticas
luchar contra la Covid-19 —declara el mismo Nima Tshering— requiere armas colectivas, tanto científicas como artísticas”. Han leído bien: armas científicas, desde luego; pero artísticas también. Y desplegadas en el ámbito colectivo que es el suyo: no encerradas en la estética individualista que las corroe. Un ámbito colectivo —reconoce el autor del artículo— que conserva su idiosincrasia, sus tradiciones y su rey.
Ahora bien, aunque se reconozca con la boca chica ese portento de un mundo en el que lo mejor de la tradición se abraza con lo mejor de la modernidad, semejante portento no se podía dejar pasar así como así. Hacía falta emborronarlo. Nada mejor, para ello, que invocar pretendidas vulneraciones de la libertad de prensa que, según el artículo de El Mundo, haría que los periodistas locales “consideraran ‘inseguro’ cubrir historias críticas hacia las autoridades”. Resulta difícil imaginarse qué crítica se podría efectuar contra unas autoridades que, además de ser las primeras en vencer al virus, lo hacen en el marco de un país bendecido por el hermanamiento de la ciencia, el arte, la tradición y la religión. Pero, en fin, supongamos que sí, que las autoridades de Bután combaten a quienes impugnan el orden “moderno-tradicional” sobre el que se asienta el país. ¿Y?... ¿Dónde está el problema? De igual forma que dichas autoridades tratan de erradicar, con la eficacia que se ha visto, la epidemia del Coronavirus, ¿no tienen acaso la obligación de erradicar también otra epidemia mucho más peligrosa y que también afecta a la mayoría del planeta? Me refiero a la epidemia que expande el otro virus, ese que pretende que el arte, la tradición, la comunidad y la religión no son más que falsas y rancias entelequias —acaso entretenidas y bonitas, pero nada más; nada serio, nada esencial.
El hermanamiento de la ciencia y lo sagrado, de lo moderno y lo tradicional
La cuestión en torno a la que gira mi último libro, El abismo democrático, se puede resumir en forma de una pregunta. Ese mundo moderno y democrático que, constatando que nada sostiene el destino de los hombres, sólo conoce la verdad de la razón y la eficacia de la ciencia, ¿puede semejante mundo abrirse sin embargo al pálpito de lo misterioso y maravilloso que late en eso que denominamos “lo sagrado”? ¿Puede nuestro mundo vivir de nuevo, pero de forma profundamente distinta de lo conocido hasta ahora, esa “sacralidad” que se expresa en lo divino de los ritos, en lo bello del arte, en lo sobrecogedor de la naturaleza, en lo enraizado de una comunidad apegada a su historia y fiel a su tradición?
Si miramos la realidad inmediata de nuestras sociedades occidentales, la respuesta a semejante pregunta no puede ser sino negativa. Habría que conocer mucho más a fondo la realidad de sociedades como la de Buján —y quizá más generalmente las marcadas por religiones como el budismo— para saber si se confirma, en forma de respuesta afirmativa a la anterior pregunta, la luz que desde ahí, y sobre la base de las informaciones que proporciona el mencionado artículo, parece emanar.
Reproducimos seguidamente el artículo de Lucas de Cal publicado
en el periódico El Mundo (los ladillos son de la Redacción de El Manifiesto)
Bután: el secreto del último reino
del Himalaya que ha vacunado al
95% de su población adulta
Por Lucas de la Cal
Un centenar de monjes budistas realizan un saneamiento espiritual para descontaminar los 44 paquetes con la vacuna de AstraZeneca que acaban de llegar en helicóptero al aeropuerto de Paro, al oeste de Bután. El país vecino, India, ha donado medo millón de dosis. Los monjes rezan, queman incienso y hacen ofrendas de fruta. Una vez acabada la ceremonia, las vacunas se cargan en pequeñas furgonetas viejas que las llevarán a todas las regiones de este pequeño país en el corazón de las montañas del Himalaya. El problema es que las carreteras y caminos no llegan a muchas aldeas que están a más de 3.000 metros de altura.
Para que las dosis puedan subir hasta los rincones poblados más altos, los monjes y los médicos, los primeros ataviados con sus trajes rojos y los otros con las batas blancas, tienen que llevar a pie las cajas con las vacunas. Caminan, incluso, durante días, atravesando laderas cubiertas de nieve y terraplenes escurridizos, para que todo el mundo mayor de edad pueda vacunarse.
La campaña de vacunación comenzó en Bután el 23 de marzo. Ese día se empezaron a distribuir las dosis, en furgoneta y a pie, por todo el país. Aunque India les envió las primeras 150.000 de AstraZeneca en enero, había que esperar hasta finales de marzo para coincidir con las fechas de buen augurio de acuerdo con la astrología budista. Además, la primera persona en recibir la dosis debía ser una mujer nacida en el año del mono (1992). Muchas se presentaron voluntarias. Pero la elegida para recibir el primer pinchazo fue Ninda Dema, cuyo nombre se traduce como sol y luna. Tras ella, comenzaron a vacunar en todas las regiones con la única prioridad de que las primeras personas en las listas debían ser mujeres nacidas en el año del mono. También se ve obligado el artículo a referirse a
Una semana después, ya había recibido la primera dosis el 85% de la población adulta de Bután. Es cierto que hablamos de una pequeña nación con tan sólo 763.000 habitantes. Pero también lo es que su tasa de vacunación ha estado por encima de las de Estados Unidos o España. Según los últimos datos —16 de abril— recogidos por las autoridades sanitarias, se ha vacunado al 94,76% de su población adulta desde que Ninda Dema recibió la primera dosis el 27 de marzo. Lo que significa que Bután será la primera nación en vacunar a toda la población mayor de 18 años. Y, probablemente, en alcanzar la inmunidad comunitaria.
Armas colectivas: tanto científicas como artísticas
Hay que poner más datos sobre la mesa para entender la historia de éxito de Bután: tan sólo ha reportado 961 casos de coronavirus y una muerte, pese a estar escoltado por dos gigantes como China e India. ¿Cuál es su secreto? “Luchar contra la Covid-19 requiere armas colectivas, tanto científicas como artísticas”, afirma a El Mundo Nima Tshering, principal asesor político del Gobierno de Bután, que trabaja con el gabinete del primer ministro Lotay Tshering. El asesor, que tiene 44 años y estudió administración pública y desarrollo internacional en Harvard, dice que ha habido tres factores clave para combatir la pandemia y para ejecutar la rápida campaña de vacunación.
“Ha sido fundamental la figura del rey (Jigme Khesar, que estrenó su corona con la instauración de la primera democracia del país en 2006), que ha sido el primer trabajador en primera línea contra el coronavirus, visitando todas las áreas de alto riesgo, sellando las fronteras internacionales, verificando los planes de respuesta de emergencia, asegurándose de que los suministros de alimentos se abastezcan para la población vulnerable y que todos los test de prueba y las vacunas fueran gratuitas para la población”, explica Nima.
A nivel político, también ha destacado la figura del primer ministro, Lotay Tshering, un médico muy respetado antes de entrar en política hace dos años, cuando se volvió a poner la bata durante la crisis vírica para supervisar de primera mano la situación de los pacientes. “El Gobierno tomó decisiones basadas en la evidencia y no en opiniones. El primer ministro es cirujano, el ministro de Exteriores es pediatra, el ministro de Salud es epidemiólogo y el de Finanzas ha pasado décadas trabajando como funcionario de salud pública. Ayudó el hecho de que el 40% de los miembros del gabinete presidencial de Bután tuvieran experiencia en salud. La transparencia también ha sido clave. Un viejo granjero sin educación en una aldea remota tiene el mismo nivel de información sobre la situación de la Covid en el país que el primer ministro”, continúa explicando el asesor.
El país más feliz del mundo da prioridad prioriza la solidaridad social
Para Nima, el tercer factor fundamental de éxito es el mismo que llevó hace cinco décadas al país a que su principal indicador económico no fuera el PIB, sino el FIB: Felicidad Interior Bruta. Ésa ayudó a que la prensa etiquetara a Bután como “el país más feliz del mundo” y convertirlo en un idílico paraje turístico. “Nuestra filosofía del FIB nos ha llevado a ser una nación que da prioridad a la solidaridad social. Los médicos han transportado las vacunas y los monjes han ido con ellos para asegurarse de que se evitaba tanto la contaminación física como mental. Los dueños de los hoteles han cedido sus instalaciones para crear centros de cuarentena. Los agricultores han donado sus verduras, los restaurantes su comida, los políticos han hecho lo mismo con sus salarios y los taxistas han trabajado como voluntarios para la Cruz Roja”.
Cuando el coronavirus se empezó a propagar fuera de China, muchos temieron la vulnerabilidad de Bután para enfrentarse a esta crisis sanitaria. Primero porque es un lugar muy popular entre los turistas chinos y comparte con India una frontera abierta. También, muchos estudiantes butaneses comenzaron a regresar a su país de otros lugares que ya contaban sus contagios por miles.
El último reino del Himalaya prohibió el 6 de marzo de 2020 la entrada de turistas al país tras confirmar su primer caso de coronavirus: un jubilado estadounidense de 76 años llamado Bert Hewitt que cruzó a este pequeño país desde la India junto a su esposa. Menos de un día después de detectar el primer positivo, las autoridades rastrearon y aislaron a las más de 200 personas que habían tenido contacto directo o indirecto con el turista infectado. El 22 de marzo, el rey Jigme Khesar, con poder ejecutivo, ordenó el cierre de las fronteras. Para un país que depende en gran medida de las importaciones, en particular de alimentos y combustible de la India, así como del turismo, esto significó cortar su línea de vida económica. Se anunció rápidamente un paquete de préstamos para ayudar a los mayoristas, a las empresas de viajes y a las pequeñas industrias.
Un gran sentido de comunidad, de idiosincrasia y tradiciones
“Somos una de las naciones más pobres del mundo. El tipo que vendió WhatsApp a Facebook lo hizo por 19.000 millones, que es casi diez veces el total de nuestro PIB. Pero durante esta pandemia, no hemos tenido tenemos ningún problema con los recursos por el gran sentido de comunidad que tenemos”, asegura Nima. “Por ejemplo, cuando llegó el momento del registro de la vacuna, en aproximadamente una semana toda la población elegible se registró voluntariamente para recibir las dosis.”
Al igual que el resto de sus vecinos asiáticos, Bután, que lleva desde los años 70 abriéndose lentamente al mundo, pero conservando su idiosincrasia y tradiciones, tampoco se libra de una parte oscura en cuanto al autoritarismo a la hora de censurar cualquier crítica interna. Hace seis años, una encuesta de la Asociación de Periodistas de Bután decía que el 56% de los periodistas del país consideraban “inseguro” cubrir historias críticas hacia las autoridades. También muchos reporteros habrían abandonado el país por censuras y amenazas. La libertad de prensa sigue siendo una asignatura pendiente en una joven democracia que quiere ser el primer país del mundo en inmunizar a toda su población.
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