Manifestantes en el "Día del Orgullo Loco". Locos... y orgullosos de serlo.

De eso se habló en el Coloquio de El Manifiesto

La locura no es cordura..., pero toca recordarlo

La locura sí es cordura, dice, en cambio, al frente del resto de «deconstructores», el teórico de ciencias sociales más citado en todo el mundo y cuyo nombre es Michel Foucauld. De manera parecida, el Gran Hermano de Orwell añade: la esclavitud es libertad, y la mentira, verdad, mientras que el «arte» (?) contemporáneo precisa que la fealdad (la de una meada o de unas heces, por ejemplo) es belleza.

Pero no es éste un asunto de intelectuales, filósofos, escritores, artistas... —de aquellos que se dan tal nombre, quiero decir. Ojalá fuera su asunto. Pero no lo es: la cosa ya ha traspasado ampliamente sus fronteras. La cosa —démosle su nombre: ese delirio, esa locura— ya está empezando a invadir en nuestros días el imaginario general de los hombres… y de los animales, habría que añadir para no ser tildados de «antiespecistas».

Tal es la conclusión en la que cabe condensar cuanto se dijo en el Coloquio que, bajo el título Ideología de género y democracia líquida: retos metapolíticos en tiempos de Vox, se celebró en Madrid el pasado viernes y que contó con la participación de José Javier Esparza, Javier R. Portella y François Bousquet, nuestro invitado especial procedente de Francia. El Coloquio tuvo lugar, por cierto, el 17 de mayo, dos días antes de que se celebrara en España una nueva edición… del Día del Orgullo Loco. De haberlo sabido, hubiéramos podido retrasar la fecha y la coincidencia habría sido más que significativa. 

El Coloquio tuvo lugar el 17 de mayo, dos días antes de que se celebrara en España una nueva edición… del Día del Orgullo Loco.

El Coloquio, sin embargo, no se limitó a dicha conclusión. También se planteó en él la pregunta esencial. La formularon tanto los ponentes como la mayoría de quienes intervinieron con sus preguntas (todas, por cierto, de un alto nivel, cosa insólita en tales actos).

Y la pregunta esencial es: ¿por qué?

¿Por qué nos invade semejante locura, semejante descomposición, semejante muerte? ¿Por qué parece nuestro mundo dispuesto a suicidarse?

Nos invade semejante locura—todos coincidimos en ello— porque la visión individualista y materialista de la existencia, aniquilando cualquier referente superior (desde la comunidad a la historia, pasando por lo sagrado) e incluyendo también en ello lo que llamo «una democracia líquida», nos aboca a la nada de un nihilismo que lo destruye todo.

Pero esta respuesta, por más válida que sea, deja sin contestar otra pregunta —y pregunta esencial. ¿Por qué aceptamos sumirnos en semejante individualismo y en parecido materialismo? ¿Por qué hacemos nuestro el imaginario nihilista que todo ello implica? Y de manera más general, ¿por qué los hombres de una época —la que sea— se impregnan de tal o cual imaginario, de tal o cual concepción del mundo? ¿Por qué surgen, dicho de otra manera, los imaginarios que instituyen las diferentes épocas —esos «mitemas fundadores», como los llamaba Giorgio Locchi? Y una vez instituida una época y su imaginario, ¿por qué cambia, por qué se modifican los tiempos? O lo que es lo mismo: ¿por qué hay tiempo? Y como todo depende, como todo se articula en torno al tiempo, a las épocas y su imaginario, lo que estamos preguntando es: ¿cuál es la Razón, la Causa última de todo? 

No hay Causa última. Tanto Dios como el Hombre han pasado a ser… la última de las causas.

No hay Causa última. Desde Dios hasta el Hombre, pasando por las diversas variantes que han ido adoptando ambos, son múltiples las Causas últimas que han pretendido fundamentar el mundo. Todas se han desvanecido. De Causa última han pasado a ser… la última de las causas.

No hay Causa, no hay explicación verdadera del porqué. Semejante vacío, semejante indeterminación, es lo que experimenta en carne viva el hombre contemporáneo. Pero no, contrariamente a lo que él se imagina, la pérdida de un Referente último, la desaparición de un Garante del orden del mundo, no hace que el mundo se quede a la deriva, perdido en el sinsentido. Semejante pérdida sólo la experimentan —y la llevan hasta el infinito, hasta el delirio— quienes carecen de la fuerza y la entereza con la que surcar por las procelosas aguas de un mundo transido tanto de luz como de oscuridad, de certeza como de incerteza, de determinación como de indeterminación.

Ello en cuanto al motor profundo de la cosa. Pero este motor tal vez lo pueda poner en marcha algo mucho más sencillo. Las opciones liberal-libertarias están llevando tan extraordinariamente lejos las cosas; esa gente está socavando hasta tal punto las bases más simples de lo humano; no ya las bases culturales, políticas, ideológicas…, sino las del más elemental sustrato antropológico; están, en una palabra, tirando tan fuerte de la cuerda que ésta se les puede acabar rompiendo.

Están tirando tan fuerte de la cuerda que ésta puede acabar rompiéndose.

Situados al borde del precipicio, los humanos, a quienes por primera vez en su historia se les conmina a dejar de ser humanos, pueden por fin abrir los ojos. Y salvarse.

Eso… o despeñarse por el precipicio. No hay más opción.

 

François Bousquet, nuestro invitado, acaba de publicar en Ediciones Insólitas
El puto san Foucault. Arqueología de un fetiche.

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