«La obra de arte es el objeto visto sub specie æternitatis [bajo apariencia de eternidad], y la vida buena es el mundo visto bajo apariencia de eternidad. Esta es la conexión entre el arte y la ética.»
Ludwig Wittgenstein
El ensayo El abismo democrático, de Javier R. Portella —un libro que plantea los problemas esenciales de nuestro tiempo y que muchos de los lectores de El Manifiesto supongo que ya deben de haber leído o estarán leyendo— trata cuestiones políticas, económicas, sociológicas, culturales y artísticas, pero todas ellas están subordinadas al tuétano de lo sagrado, como dice el teólogo Rudolf Otto.
La famosa sentencia de Heidegger «Sólo un dios puede salvarnos» [Nur noch ein Gott kann uns retten] es de algún modo el leitmotiv de todo el ensayo, y Portella trata de desvelar a ese dios desconocido, Agnostos Theos, que invoca el pensador de la Selva Negra.
La famosa sentencia de Heidegger «Sólo un dios puede salvarnos» es de algún modo el leitmotiv de todo el ensayo de Javier R. Portella.
¿Es un dios pagano, es el Dios del cristianismo, es otra clase de Dios? Podríamos remitirnos al «ateo» autor de tan oracular sentencia, quien, en sus paseos, en sus caminos de bosque por la Selva Negra, acostumbraba a entrar en ermitas de la foresta y a persignarse después de mojar la mano en la pila del agua bendita. Cuando le preguntaban acerca de esta supuesta incoherencia, Heidegger respondía: «Hay que pensar con perspectiva histórica: allí donde se ha rezado mucho, allí cerca, de un modo totalmente particular, está lo divino».
Quizá sea mucho atreverse a suponer que ese dios al que se refería el maestro de Friburgo es el viejo Dios cristiano, injertado por Pablo de Tarso en una higuera del monte Aerópago. Portella, que se afirma pagano (“mitológicamente pagano”, pues sólo cree en los símbolos y en los mitos en que consisten los antiguos dioses) así lo reconoce de algún modo. Aunque sea con reservas. Las consistentes en que ello no podría producirse más que a través de una transformación profunda —en sus cimientos— del cristianismo. (Algo que hoy parece imposible, pero que se dio en germen durante unos cien años, entre mediados del siglo XV y del XVI, cuando, abrazándose el cristianismo y el paganismo, imperaron los llamados papas renacentistas.)
Así enfoca Portella la cuestión:
«¿Existe la más remota posibilidad de que el Dios cristiano se asemeje a tal dios [al dios de Heidegger]? No lo parece [...] y, sin embargo, la capacidad del cristianismo para metamorfosearse no sólo es grande: es paradójica también. Persiguiendo lo Uno y lo Eterno, empeñado en derrotar al tiempo, al cambio y a la muerte, helo sujeto en su propio seno al tiempo y a sus avatares [...].
»¿Dónde, pues, podría morar el dios que nos puede salvar? Sólo puede hacerlo en la única religión que pese a la muerte de su Titular, existe aún entre nosotros, y que constituye la única tradición a través de la cual, los restos de lo sagrado aún aletean en el cuerpo sensible de nuestra cultura.»
Esta tensión entre el abismo y su remedio: la apokatástasis, la restauración de todas las cosas, es el malestar cultural —echando mano de terminología freudiana— en el que se encuentra el hombre europeo de nuestros días. Un hombre en cuyo espíritu aún resuena algunos ecos de los tiempos en que lo sagrado no se había despeñado por el abismo. Escribe Portella: «¿Os acordáis quienes todavía lo habéis vivido de aquella atmósfera que lo envolvía todo [...], de aquel arraigado presentimiento que, por encima de la vida tangible, inmediata, material, había otra cosa, otro orden, un orden eminentemente superior, eso que aquí hemos denominado lo sagrado?
El creyente, a veces, puede ser el más prosaico de los seres. Hasta los creyentes, dice Portella, quienes «para creer necesitan atribuir una realidad física a lo divino». Claro que Dios no existe, está más allá de la existencia o inexistencia: es eterno, pero para manifestarse precisa de lo experimentable. Así Dios habita plenamente dentro del lenguaje, el ritual y el espacio religiosos, como asegura Wittgenstein. De ese modo, una sociedad altamente sacralizada como es la de la Rusia de nuestros días, invoca a diario la manifestación «física» de ese Dios que es un hecho psíquico y no físico como nos recuerda Carl Jung.
El culto a los iconos que se da en el mundo ortodoxo es una buena muestra de ello. Su uso es muy raramente comprendido en Occidente, incluso en el catolicismo, a pesar de que este último reconoce la conveniencia de tal veneración. El rito de bendición del icono establece una conexión entre la imagen y su prototipo, entre aquello que está representado y la representación misma. Por medio de la bendición del Icono de Cristo, un encuentro místico de los fieles y Cristo es hecho posible. Por ese motivo, el autor del ensayo defiende sin complejos una idolatría que tanto se aleja del mundo luterano como es inalienable de los mundos católico y ortodoxo. No digamos ya del barroquismo casi pagano del catolicismo andaluz, tan caro a Portella.
Regresemos al dios heideggeriano, que no puede ser otro que el Dios–Fundamento-del-Ser, explicado por Marcos Santos Gómez, de la Universidad de Granada:
«El hombre necesita este fundamento en la medida que se ve compuesto de ser y de no ser, y que en su finitud, él, como todos los entes, como el mundo, es estructura en tensión dialéctica irresoluble. Dios sería la hipótesis de que el mundo, finalmente, resuelve sus tensiones. El hombre es imagen de esta resolución, pero sólo imagen in speculo. La perfección del ser (y del hombre) requiere en última instancia lo que finalmente se llama Dios.»
«Una civilización se destruye sólo cuando se destruyen sus dioses» (Cioran).
La resolución de esa tensión mediante la hipótesis «Dios», que se da tanto a escala individual como colectiva, precisa de un soporte cultural, que puede ir desde un fabuloso despliegue, como puede ser la Semana Santa andaluza, hasta un humilde crucero en mitad del campo. Precisamente son esos soportes culturales los que los enemigos de lo sagrado están empecinados en destruir y eliminar. Cada vez que se elimina una cruz de un espacio público, como ha sucedido recientemente en el pueblo de Callosa del Segura, el daño que se produce es inmenso, pero también es inmensa la saludable reacción del pueblo llano que comprende intuitivamente esa frase de Emil Cioran tan oportunamente citada en El abismo democrático: «Una civilización se destruye sólo cuando se destruyen sus dioses».
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