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LOS GRANDES RETOS DE NUESTRO TIEMPO (Y III)

La guerra cultural

Hay entre ambos campos —el político, por un lado, y el cultural o metapolítico, por otro— una complementariedad obvia. Pero una diferencia igual de obvia también.

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Es muy oportuna la precisión que Jorge Martín Frías, el flamante director de Disenso, el laboratorio de ideas lanzado por Vox, efectúa en la entrevista concedida el pasado 2 de noviembre al diario El Mundo. Impugna en ella el término que se ha puesto de moda —“la batalla cultural”— para afirmar que Disenso no ha venido a librar una batalla, sino a emprender toda una guerra cultural. Y a ganarla.

Tiene razón: una batalla se podrá perder o ganar, pero siempre será una contienda concreta y de duración delimitada, breve por lo general. Aquí, en cambio, de lo que se trata es de una lucha de amplio alcance y de larga duración: las guerras culturales —las grandes transformaciones del mundo y de su espíritu— suelen ser asunto de décadas, si es que no de siglos.

Veamos algunos ejemplos. Cuatro siglos estuvo el cristianismo en guerra cultural contra el mundo antiguo hasta obtener su victoria jurídica y política en el año 380 con el edicto de Tesalónica promulgado por Teodosio. Varios siglos de combate cultural necesitó también el Renacimiento para que, partiendo de la Baja Edad Media, acabara estallando en el siglo XVI todo el esplendor de la renacida civilización antigua entrecruzada ahora con la cristiana. Y largas décadas necesitaron también los Ilustrados (luego su espíritu se llamaría liberalismo) para imponer sus ideas en el frente cultural mientras los burgueses establecían las suyas en el económico y social, y juntos liquidaban el orden jerárquico, orgánico y, en últimas, sagrado que había prevalecido hasta entonces.

No tienen, por supuesto, nada que ver con aquéllas, pero son transformaciones de importancia análoga, de envergadura parecida, las que están sobre la mesa hoy, en esta encrucijada tan horripilante como fascinante que nos ha tocado en suerte vivir. Por saludable y necesaria que sea la desaparición del gobierno de un Sánchez (o de quien sea), no es ésta la cuestión que verdaderamente importa.

No es de cambiar de gobierno de lo que se trata. Es de cambiar de mundo

No es de cambiar de gobierno de lo que se trata. Es de cambiar de mundo.

Sólo un cambio radical de mundo nos puede salvar. Tal es la conclusión a la que llevaban mis dos artículos anteriores de la serie “Los grandes retos de nuestro tiempo” (el primero y el segundo). Por una sencilla razón: porque el ser del hombre es una mezcla de necesidades materiales y de ansias espirituales. Las primeras las hemos resuelto en un grado y en una amplitud desconocidas en cualquier otro momento histórico. Las ansias espirituales, en cambio... Todo, en el ámbito de lo espiritual, se encuentra aniquilado o desvanecido: desde la alta belleza artística a la ornamental, pasando por el arraigo en la tradición y en la grandeza de la comunidad histórica, sin olvidar cuanto se expresa en costumbres sociales y en fervor y ritos religiosos: esas cosas, en fin, que dan sentido a la vida y nos permiten sobreponernos a la muerte.

El abismo que se alza entre nuestra grandeza material y nuestra miseria espiritual nada tiene, sin embargo, de ineluctable. Nuestros progresos materiales no tienen por qué hacernos perder el alma. Pero para ello se requieren otras prioridades, otra mentalidad, otro espíritu, otra sensibilidad: otra concepción del mundo. Una concepción del mundo que hace falta ahondar, profundizar —no, no lo está: hay ciertos esbozos, nada más— al tiempo que se guerrea por ella con dos cosas en las manos: con las armas del pensamiento, de la palabra y de la belleza; y con el claro convencimiento de que el enemigo principal está constituido, además de por sus avanzadillas progres, por esa oligarquía mundialista a la que Santiago Abascal denunciaba el otro día en el Congreso ante el pasmo de toda la clase política y periodística.

¿No se debe guerrear también con las armas de la lucha política? Sí, claro que sí, pero sabiendo colocar cada cosa en su lugar. Hay entre ambos campos —el político, por un lado, y el cultural o metapolítico, por otro— una complementariedad obvia. Pero una diferencia igual de obvia también. La “agenda política” tiene su ritmo y sus exigencias propias que en muchos casos poco o nada tienen que ver con los planteamientos culturales o metapolíticos. Hay que saber diferenciar ambas cosas, y sería un grave error —esperemos que Disenso nunca incurra en ello— considerar, por ejemplo, que las cuestiones metapolíticas no son en el fondo otra cosa que las cuestiones de la agenda política, pero desarrolladas de forma más teórica y profunda.

Y no, no es una cuestión de mayor o menor profundidad teórica. Es una cuestión de enfoque distinto. El combate político denuncia acciones y propugna medidas: cosas concretas, tangibles, inmediatas. La guerra metapolítica mira, en cambio, a lo lejos, al horizonte. Se interroga por lo que mueve oscura o abiertamente a los pueblos y a la historia. Su guerra es lenta, pausada, insidiosa. Va destilando, durante los años que haga falta, un sentir, un espíritu, un ánimo en las almas y en los corazones. Si en tal labor obtiene el concurso de algún gobierno afín, mejor, mucho mejor, ni que decir tiene. Pero si este concurso brilla por su ausencia, la guerra se proseguirá igual. Una guerra destinada en últimas a hacer sentir, a hacer comprender algo que difícilmente podría figurar en el programa, por ejemplo, de unas elecciones: la vida, tal como la vivimos hoy, no sólo se ha vuelto precaria para la mayoría de los hombres; la vida se nos ha hecho absurda y triste, carente de sentido, envuelta de fealdad y vulgaridad por todas partes. Algo que resulta tanto más estúpido cuanto que disponemos del más increíble potencial de medios materiales para vivir en medio de la grandeza y la belleza.

A condición, por supuesto, de quererlo. Y a condición de desalojar de su pedestal (primero el ideológico, luego el político) a la clase oligárquica y burocrática —ya use careta progre, izquierdista o centradamente derechista— que lo promueve y facilita.

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