Retomemos el hilo del anterior artículo; retomemos lo esencial de esa inmensa catástrofe —y, como reacción, de ese inmenso reto — en que el mundo se halla envuelto.
Hemos alcanzado el bienestar. Con todas las precariedades, limitaciones, amenazas y plagas que desde hace unos años se ciernen sobre nosotros, ahí está el mayor, el más alto bienestar que los hombres han conocido en toda su milenaria historia. Y con el bienestar, ahí está la salud, y la comodidad, y la utilidad..., y los conocimientos científicos que los posibilitan. Pero como si fuera la contrapartida por tan faustos logros, al tiempo que se ha colmado nuestro estar hemos perdido nada menos que el ser.
El ser... Eso que, desde que el hombre es hombre, había marcado su existencia: la inquietud, el ansia por lo que también se conoce —se conocía— como el destino del mundo o el sentido de la vida: esa vida expuesta a una muerte sin la cual nunca nada podría vivir. Hemos perdido esa inquietud, ese aliento espiritual sin el cual no puede haber —y no hay— ninguna de las cosas por las que vale realmente la pena vivir: el arte (no hablo de los museos: hablo de la gran creación artística contemporánea), la belleza ambiental, el fervor colectivo, la grandeza existencial...
Y lo peor no es siquiera que hayamos perdido el ser para sumirnos en el estar. Lo peor es que a nadie parece importarle
Esa especie de canje cuyas consecuencias se llaman fealdad, vulgaridad, absurdidad…
esa especie de canje cuyas consecuencias se llaman fealdad, vulgaridad, absurdidad… Tal parece como si, para dar sentido a la vida, para seguir viviendo o vegetando, les bastara a nuestros contemporáneos tener satisfechas sus necesidades más básicas.
Hay que satisfacerlas, claro que sí. Y no de cualquier modo, sino incrementando al máximo los progresos técnicos y la riqueza disponible, conscientes, no obstante, de que la Tierra es un espacio finito que imposibilita un crecimiento infinito. Pero no se trata tan sólo de incrementar la riqueza. Se trata de que su distribución, que nunca será igualitaria, sea también lo menos injusta posible. El objetivo de establecer una auténtica justicia social debe figurar, dicho con otras palabras, en el primer plano de quienes, impugnando el actual orden de cosas, anhelamos un mundo cuyo aliento espiritual impregne hombres y cosas con toda la fuerza de su esplendor y de su belleza.
Porque tal parece —ahí está el fondo de la cuestión— como si se tuviese que elegir entre lo uno o lo otro. O el ser o el estar, o el esplendor espiritual o el bienestar material. Escoja usted. Y no, no hay por qué escoger. Ambos pueden —ambos deben— ir a la par. Es más, sólo una sociedad que deje de colocar en su altar la prepotencia y el predominio económicos, que deje de estar centrada en la lucha de todos contra todos por la riqueza y la prosperidad; sólo una sociedad, dicho de otro modo, que sitúe su destino en la realización de cosas como la grandeza y la belleza podrá hacer que la iniquidad deje de ser también el signo dominante de las relaciones económicas entre sus productores.
Iniquidad y opresión. Pero ¿de quién y contra quién?
La respuesta canónica, la respuesta que, desde las luchas obreras y revolucionarias del siglo XIX, está grabada a fuego en el corazón y la mente de todos es: opresión ejercida por el conjunto de la burguesía sobre la clase trabajadora. O con términos más simples, opresión de los ricos contra los pobres: esa opresión que todas las revoluciones socialistas que han jalonado la historia de los dos últimos siglos han pretendido resarcir haciendo que la riqueza de los ricos, por pequeña que sea, quede aniquilada mediante confiscación, cárcel, tortura o muerte.[1]
No es ésta la opresión que se trata de impedir, y menos con semejantes procedimientos. No es sólo sobre los pobres sobre quienes la injusticia clava hoy sus dentelladas. Es sobre la mayoría de la población. Con mayor ahínco, ni que decir tiene, sobre sus capas más desfavorecidas. Pero son casi todas las que, en mayor o menor medida, sufren los envites: obreros, campesinos (los que aún queden), empleados, profesionales y capas medias en sus diversos grados, pequeños, medianos y hasta grandes empresarios, sometidos todos a los hachazos confiscatorios del fisco y a los atropellos, abusos y acaparamientos de quienes dominan un sistema cuyos beneficiarios casi exclusivos no son otros que la llamada
La nueva clase mundialista y el enjambre de gigantescas corporaciones multinacionales cuyos tentáculos maneja
nueva clase mundialista y el enjambre de gigantescas corporaciones multinacionales cuyos tentáculos especulativos y financieros manejan: esa superelite plutocrática a la que con clarividente denuedo Sertorio atacaba, hace unos días, en estas mismas páginas.
Es ahí donde hay que incidir. Es ahí, en ese núcleo central, donde hay que atacar. ¿De qué manera, mediante la configuración de qué sistema de estructuras económicas? Determinarlo no es la tarea que se proponen esta serie de artículos destinados a reflexionar sobre las líneas más generales de cómo responder a los grandes retos de nuestro tiempo. La pregunta que debemos plantearnos no es qué hay que hacer y cómo hay que hacerlo —concreta, técnica, empíricamente—. Eso vendrá más tarde. La pregunta previa es hacia dónde hay que ir, con vistas a qué horizonte debemos orientarnos.
A lo que hay que orientarse es a que, corregido y combatido todo lo que se impone corregir y combatir, el dinero y la riqueza —ese prodigioso caudal de riqueza que genera el reino de la técnica— deje de pudrirse en los bolsillos usureros de la superelite mundialista y en los despilfarros burocráticos del Estado tentacular para pasar a correr abundante, generosamente, por los cauces del conjunto de la sociedad. Y sin embargo, pese a que ésta sería la gran beneficiada, la estupidez y la malevolencia de los hombres son tales que semejante objetivo, por enaltecedor que sea, es también difícil, ímprobo, acaso imposible de conseguir. Implica en cualquier caso una profunda, una revolucionaria alteración de los principios que rigen desde hace dos siglos el orden de nuestras sociedades. Implica uno de esos cambios revolucionarios que sólo pueden conseguirse mediante la movilización de un fervor colectivo que consiga remover montañas.
No basta con denunciar. Hay que proponer, afirmar
Ningún cambio de semejante envergadura se ha producido ni se producirá jamás si se sustenta tan sólo en la denuncia de los desafueros sufridos. No basta con combatir, oponerse, negar... No basta con decir ¡no! Hace falta decir ¡sí!: afirmar, defender, proponer todo un proyecto de vida en común que galvanice las fuerzas más numerosas, que concite los entusiasmos más encendidos. Hace falta
Dar una imagen de lo que sería mañana una vida nueva, distinta, plena
dar una imagen —no un programa detallado, pero sí una idea consistente— de lo que sería mañana una vida nueva, distinta, plena.
Y esto es precisamente lo que no existe. Ni en España ni en sitio alguno. Y hasta que tal cosa no exista...
Veamos, por ejemplo, el programa de Vox, esa larga —y legítima, y necesaria— sucesión de denuncias y de “contras”. Contra la desintegración de España; contra la invasión migratoria; contra la disolución de la identidad sexual; contra el desarraigo de nuestra cultura y tradiciones; contra la exacción fiscal; contra el despilfarro del Estado; contra la plutocracia globalista...
Y añado por mi parte: contra la fealdad y la vulgaridad que lo envuelve todo.
¡Sí, claro que sí! Contra todo eso. Pero ¿a favor de qué, para orientarnos hacia qué, para configurar qué? ¿Para regresar tal vez (como se imaginan nuestros enemigos y también una parte aún significativa de la opinión) al mundo de ayer, al tradicional, al conservador orden anterior? No, por supuesto que no. Entonces, ¿para ir hacia dónde? ¿Para quedarnos tal vez en la actual configuración del mundo, sólo que limpiada de sus escorias más hirientes y llamativas? Esperemos que no, esperemos que no sea éste el proyecto, pues si de tal cosa se tratara, si tal fuera el horizonte, habría que concluir que para semejante viaje no hacían falta, la verdad, tantas alforjas.
El más enaltecedor proyecto histórico
No hay un proyecto nuevo, distinto, realmente alternativo, ésta es la verdad. No ya por parte de Vox, sino por parte de nadie. Lo que hay es un malestar sordo, difuso, pero que sólo es capaz de expresarse a la defensiva, negativamente, oponiéndose, rechazando. Un malestar incapaz de alzar una auténtica alternativa frente a todo lo que nos asfixia; un malestar incapaz de vislumbrar y plantear una nueva sensibilidad, una nueva forma de sentir y vivir, de reaccionar y soñar: una nueva concepción del mundo, en una palabra.
Si ello es así es por una sencilla razón: seguimos empantanados en la concepción materialista y economicista del mundo. Y en tanto sigamos encharcados ahí, en tanto sigamos pensando que lo que mueve al mundo es sólo o ante todo el afán por el dinero y el sustento; en tanto sigamos creyendo que eso del misterioso y maravilloso sentido del vivir y del morir es sólo un jueguecito con el que entretenerse filósofos y poetas; en tanto sigamos pensando así —ya se sea materialista liberal o materialista marxista—, ningún nuevo proyecto existencial será obviamente posible.
Y sin embargo, ahí, ante nuestras narices, pero tapada aún y sin que nadie se entere de que hay ahí un pesado velo que levantar, se alza la gran posibilidad, el gran proyecto posible. No cualquiera, sino el más enaltecedor de cuantos ha conocido la historia.
Por una razón. Hasta ahora, todas las concepciones del mundo, todas sus constelaciones de sentido, sólo se han podido desplegar en un entorno marcado por un grado tal de penuria, pesar y enfermedad que, contemplado con nuestros risueños ojos de hoy, resulta simplemente inimaginable. Sí, claro que era bello, y excelso, y heroico el mundo de ayer. Claro que llevaba el signo de lo misterioso y maravilloso —el signo de lo sagrado: ya fuera artístico, religioso o político— inscrito en su corazón. Pero llevaba también otro signo que le marcaba y laceraba la carne: el signo de la penuria, el sufrimiento y el dolor. Y junto con él, el signo de un conocimiento profundamente imperfecto sobre el origen y la estructura material de las cosas.
A todo ello le hemos dado hoy la vuelta. Hemos efectuado un canje completo... y que ha resultado propiamente mefistofélico. Por un lado, hemos alcanzado un extraordinario saber científico que, explicándonos el cómo de las cosas, nada sin embargo nos dice ni nos puede decir sobre su qué, sobre lo que son, sobre lo que les infunde sentido y ser. Por otro lado, este mismo saber nos ha permitido aliviar hasta grados ayer inimaginables la penuria, el dolor y la enfermedad al tiempo que, insensibles a todo aliento espiritual, nos olvidábamos de cuanto tiene que ver con el sentido y el ser.
¿Es necesario, es ineluctable semejante canje? No, en absoluto. Ambas exigencias —bienestar material y aliento espiritual— son, en sí mismas, plenamente compatibles. Nada se opone, en la naturaleza de las cosas, a que en medio del tronar de máquinas, del funcionar de instrumentos y del analizar según los más estrictos parámetros de la razón, resplandezca la luz, tan rutilante como misteriosa, del espíritu. Pongamos el más inmediato y banal de los ejemplos. ¿Acaso usted, amable lector, no está movido por una auténtica ansia cultural y espiritual, usted que está leyendo una publicación cuyo lema es la lucha contra la muerte del espíritu y cuya lectura la está realizando gracias al ordenador, la tablet o el smartphone que sostienen ahora mismo sus manos?
Ya, pero una cosa, se dirá con razón, son los lectores de El Manifiesto, y otra muy distinta, el conjunto de la sociedad. Por supuesto. La pregunta es, pues: la sociedad que ha alcanzado las más altas cotas de bienestar, ¿será capaz un día de abrirse también al esplendor del ser?
Tal es el gran reto que se alza ante nosotros. Y tal es la pregunta que abordaremos, pero sin que nadie se haga ilusiones sobre una eventual respuesta afirmativa, en la tercera y última de estas entregas.
[1] Lo cual no ha impedido que la pobreza de los pobres también acarreara, menos la confiscación, igual tipo de consecuencias.
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