Ese morito que llega nadando con botellas de plástico colgadas a la espalda

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Ese morito que cruza a nado los escasos metros que separan Marruecos de la frontera española en Ceuta, lleva colgando a la espalda unas cuantas botellas de plástico vacías que le sirven de salvavidas. Y también carga a la espalda, flotando junto a las botellas, el futuro de su estirpe. También el no-futuro de nuestra civilización.

A nado, en su rústica menesterosa intendencia que le sirve para viajar de un lado a otro del mundo, nos trae lo peor de una realidad que unos no quieren ver y otros ven demasiado, la evidencia de que nuestros días de bostezo y lamentos de lujo terminan. Empieza la verdad de la historia y no tenemos sitio en ella.

Lo ves nadar torpemente, como un pato mareado, arrastrando esas botellas viejas que a lo mejor lo libran de morir ahogado, y sientes lástima por él, condescendencia en el peor de los casos. Puede que incluso esboces una sonrisilla paternalista: “infeliz… ¿dónde vas?”.

No tengas pena por él, no lo compadezcas, no te sientas seguro, opulento y protegido por la ley y por la OTAN, en tu fortaleza/vanguardia de Occidente, mientras él pelea contra las olas y se agota hasta llegar a la orilla, donde tirita de frío. No te presupongas superior en tu resguardo, porque estás haciendo el ridículo. Ese morito que llega hecho trizas y se entrega a los brazos acogedores del ejército es heredero de un raza antigua y poderosa, tiene más voluntad de ser que todos nosotros juntos, más coraje que una manifestación de sanitarios cabreados, más esperanza que un domingo en misa y más posibilidades de conquistar el futuro que todas las asambleas de indignados convocadas en España, por WhatsApp, en los últimos quince años; muchas más que todas las manifestaciones de jubilados precarizados, ambulantes por nuestras ciudades desde que la palabra “congelación” llegó a sus vidas tranquilas, de petanca a las once y vinacho a mediodía, con boquerones de tapa.

En serio: ¿vas a compararte con él? Ese morito tiene —le sobra—todo lo que tú no tienes y desde luego no te sobra. Tiene hambre de futuro, apetencia por la vida, ilusión de porvenir, determinación por superar su miseria y conquistar el presente, sudor a raudales para derramarlo trabajando donde haga falta, sin quejarse, sin lloriquear a las puertas del sindicato de las mariscadas, sin derrumbarse en el sofá y ponerse marujo gimoteante en las redes sociales. Ese morito no tiene teléfono celular –y si lo tiene, es un Nokia del año que nevó en Almería—, ni perfil guay en facebook, ni despotrica en twitter contra su gobierno o contra la oposición a su gobierno, entre otras razones porque, en su país, tanto el gobierno como la oposición no saben que él existe, y él, en correspondencia, no tiene ni idea de quién manda y quién hace la contra al que manda, aunque sabe perfectamente quién obedece. No tiene nada y precisamente por eso está dispuesto a ganarlo todo. Y te lo va a ganar a ti.

¿De verdad crees que nuestra civilización, “nuestra cultura”, va a ser capaz de “integrarlo” y convertirlo en un ciudadano ejemplar, respetuoso con los derechos del prójimo y, cuando merezca nacionalizarse, disciplinado votante de alguna opción “democrática y progresista” y de buen rollo? No seas presuntuoso. Ese morito no quiere integrarse en nuestro fracaso, y hará muy bien. Él ya tiene una civilización, una “cultura” mucho más vigorosa y pujante que la nuestra. Él sabe perfectamente lo que quiere. Tú, hombre/mujer del fin de la historia, sólo sabes lo que no quieres, lo que te molesta, lo que entorpece el camino de florecillas hacia ese “bienestar” de débiles latidos sentimentales y emociones de mesa camilla que tú crees el no va más del progreso.

Ese morito quiere junto a él a una mujer valiente y abnegada, fuerte como un poste del telégrafo, que le ayude a conquistar el mundo, no un moscorrofio “empoderado” que considere que llegar a casa sola y borracha es un logro insuperable la liberación femenina.

Ese morito quiere tener hijos, muchos, cuantos más mejor, y a todos los cuidará como príncipes y princesas, y les enseñará que la vida es lucha y que la decencia y la estima propia son el mayor bien de este mundo. No va a ofrecer a sus hijos una videoconsola para que derrumben ante ella su juventud sin pulso, y una cuenta de tic-tock para que bailen la música de la nada, y un móvil con ultracámara para que graben las peleas del fin de semana. Por supuesto, si alguien le habla del derecho a abortar criaturas, pensará en la soga como derecho de Dios, y de ese juicio nadie va a sacarle, y a quien discuta su convicción lo catalogará de desalmado, impío y decadente.

Ese morito llevará a sus hijos a la escuela, y llegarán cada mañana recién duchados, especialmente espabilados, con los ojos muy abiertos y con hambre de mundo y conocimientos; no llegarán con resaca de maratón de Netflix, el iPhone cargado con fotografías de influencers en tetas, el chip del lenguaje "inclusivo" metido entre ceja y ceja y cantidades olímpicas de desgana en la mochila.

Ese morito va a trabajar catorce horas al día, hará los turnos de quienes estén de baja por depresión, de los que se ausenten por actividades sindicales, de los que salgan a hacer la compra a media mañana y regresen justo a la hora de salida, de los que se jactan de que “a mí me engañan en el sueldo pero no en el trabajo”. Trabajará por dos, o por tres si hace falta, cobrará por menos de uno y no levantará la voz. No va a protestar. Se conformará con mantener serena la mirada, y pensará: “Tus hijos trabajarán para los míos”.

Tus hijos van a trabajar para los suyos. Tu civilización, de momento, los espera —sus hijos—, para completar el censo de contribuyentes que nosotros no somos capaces de mantener en niveles que garanticen las pensiones de los viejos. Dentro de unos años, quince, veinte a lo sumo, le ofreceremos el pacto histórico: tú nos aportas coraje y determinación para seguir adelante y nosotros te dejamos la cabecera en la mesa presidencial.

Y allí, ante la tierra de nuevo conquistada, ese morito que llegó nadando con botellas vacías de plástico colgando a su espalda, nos observará con verdadera conmiseración y sabrá cerrado el ciclo de la lógica y de la historia. “Al final” —se dirá— “como siempre: sólo Dios es el vencedor”.

No le tengas lástima. Admírale.

Aún mejor: imítale.

© Posmodernia

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