Socialismo o barbarie, valga la redundancia

El debate ahora no es entre derecha e izquierda sino entre civilización y/o barbarie, entre vivir con dignidad o sobrevivir en el vertedero

Compartir en:

Dejé de ser ateo contumaz para convertirme en creyente dubitativo el día en que probé las pastas de té que hacía mi suegra, una revelación de que el universo se compone de distancia, gravedad y fuego lento en el horno. Desde el mismo instante en que se produjo el big-bang original —me dije—, desde ese mismo momento hasta la décima de segundo en que el sabor radiante de aquellas pastas llegó a mi paladar, habían tenido que conjuntarse tantos fenómenos de la física y la química en el magma infinito de lo existente, crearse tantos mundos, organizarse la materia y las leyes que la determinan, nacer la vida, los seres aeróbicos, los mamíferos, los primates, y alborear la conciencia humana, y alcanzar el óptimo sapiens y desarrollarse la tecnología de los alimentos y el gusto por lo sencillo y lo sabroso, la delicadeza, el primor culinario… Tantas y tantísimas circunstancias tuvieron que aliarse en perfecta armonización, todas conducentes a aquel fin glorioso de las pastas de té en mi trémulo paladar, justo aquella tarde abrileña y mediterránea en que la buena mujer me regaló un tupper colmado de esas especialidad, que —continuando con la reflexión— no podía haber sido todo fruto del azar y el juego incierto de la prueba y el error hasta el éxito: o Dios existe o la materia es inteligente y sabe lo que se hace. Viene a ser lo mismo. Para ajustes en el detalle teológico de la cuestión, otro día.

Por el mismo método de ir descartando casualidades e ir atribuyendo propósito a los fenómenos, pertenezcan o no al ámbito de lo humano, dejé de creer en el colectivismo el día en que conocí la brutalidad y la grosería de una dirigente política venezolana, chavista ella hasta el trigémino y más allá, que recriminó su poca fe revolucionaria y bolivariana a una vecina de un barrio miserable de Caracas, la cual se quejaba de que por más de quince días no había encontrado pan, ni papas ni yuca para llevar a su familia. La señora chavista, muy altanera y muy desagradable, espetó al ama de casa desasistida: “Ustedes no tienen pan ni yuca ni papas por culpa del imperialismo, pero el compañero Chávez les ha traído una patria para que cuiden de ella”. O sea que la patria era eso, administrar la pobreza y conformarse con el hambre socialista en lugar de someterse a la alienante abundancia capitalista. Demasiadas circunstancias terribles, demasiado daño, desigualdad, injusticia, represión, demagogia y latrocinio tenían que haberse combinado durante años, todas orientadas al mismo fin, para llegar a aquella situación de crueldad en la que una mujer con la cesta de la compra vacía lamentaba su penuria y una dirigente revolucionaria que se trasladaba en coche oficial, con cortejo policial, le reprochaba su escasa fe en los beneficios del régimen. José Saramago, en Alzado del suelo, se pregunta cuánta pobreza y cuánta injusticia son necesarias para crear un rico, cuestión tan obvia como la inversa: cuánta muerte y cuánta miseria, cuánta desigualdad y cuánta barbarie son necesarias para crear un revolucionario, hacer la revolución y llegar al instante preciso en que la vanguardia dirigente arengue al pueblo para convencerle de que la patria no alimenta pero engorda más que el pan.

Escribo este artículo el domingo 28 de julio, con las urnas abiertas y aún sin conocerse el resultado de las elecciones presidenciales en Venezuela, un país querido en el que aún me queda familia; por no hablar de la cantidad de venezolanos que he conocido durante la última década, en Tenerife.

Hace unos días conversaba con un amigo —tan querido como Venezuela, o casi— sobre lo delicado de la situación, la posibilidad de un pucherazo gubernamental, de un baño de sangre o de que estos comicios abran de una vez y a ser posible para siempre el proceso de recuperación de la democracia en aquel país. En algo no halagüeño coincidíamos: los grandes cambios sociales nunca se producen a calendario marcado; aunque la historia ponga fechas repolludas a los sucesos, los mismos surgen siempre de manera menos forzada que una cita electoral. Pero en fin, no perdamos la esperanza. La otra cuestión sobre la que conversé con mi amigo era evidente, porque él todavía no se ha desengañado del socialismo; cree sinceramente que hasta ahora no ha funcionado porque ha sido gestionado erróneamente, por personas inadecuadas. Le pregunté cómo es que apoya a la oposición al chavismo cuando él es de izquierdas, y casi se dio por ofendido: “¿Qué tendrá que ver? Maduro no es de izquierdas, es un tirano”, me dijo. No me resistí a preguntarle: “¿Y Zapatero y Monedero?”. La respuesta me dejó helado: “Zapatero y Monedero son dos buitres carniceros que zampan en el vertedero”. No se habló más.

En eso estamos de acuerdo mi amigo y yo: el debate ahora no es entre derecha e izquierda sino entre civilización y/o barbarie, entre vivir con dignidad o sobrevivir en el vertedero, acechado por los carniceros. De modo que si supiera rezar, rezaría: Dios salve a Venezuela.

© Posmodernia

 

Lea y sorpréndase con nuestras revistas

 

 

Hojéelas AQUÍ

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar