No perdamos la perspectiva, no son como los vemos ni como ellos se ven, son como los tratará la historia dentro de veinte, treinta, cincuenta años. El comunismo soviético tuvo el detalle y el buen gusto —orgullo obliga—, de aniquilarse a sí mismo, disolverse antes de sufrir la humillación de la derrota absoluta frente a adversarios doctrinalmente tan febles como el imperialismo yanqui, el capitalismo y un papa polaco. Que el marxismo leninismo se apeara del burro era demasiada deshonra para, encima, regalar al enemigo una enorme victoria. “No me echáis, me voy porque no me merecéis”, dijeron; ya otra cosa.
La socialdemocracia es distinta canción porque esa gente no tiene glorias pasadas que preservar, y su máximo logro histórico ha sido administrar con más o menos eficacia el estado del bienestar en países europeos hiperdesarrollados. Como no saben hacer otra cosa ni sirven para nada más, y como se descubren sobrepasados más allá de todo límite por la dinámica de los tiempos y el progreso de las sociedades, se aferran al método con tenacidad parasitaria. Ni ceden ni mucho menos se rinden. Es más: están dispuestos a morir matando, a dejar tras de sí eriales de miseria y naciones desarticuladas antes de que el último de ellos apague la luz.
En España, para colmo, tenemos la negra ventura de que el amado líder sea un individuo de marcada inclinación psicopática, convencido de ser tan necesario a los suyos que prefiere arruinar a todo el mundo y desmembrar la nación, partirla en trozos y echársela a los buitres antes de salir de escena. Este alucinado también morirá matando. Nosotros lo vemos faraónico, en el poder inexpugnable que se asienta sobre sus pactos con la peor chusma de España; él y los suyos se ven acosados, cuchillo en los dientes y preparados para destrozarlo todo, quemar los campos de trigo y volar todos los puentes antes que rendirse; la historia los verá como lo que son: una generación decadente y gritona de bandidos ridículos, como esos delincuentes chapuceros que para robar una farmacia roban tres coches, destrozan diez escaparates, atropellan a un anciano en la huida y al final se estampan contra una farola . Sus fechorías no son exhibición de poder sino muestra trágica de su debilidad e impotencia. Eso sí, ojo con los piratas acorralados porque al final mueren matando. Y eso lo vamos a pagar entre todos.