Rubens, "La bacanal de los andrios"

En torno a «Eros y política», de Juan Abreu

El desenfreno sexual y la insolencia política

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Rompiendo el corsé que sujeta lo indecoroso y reprime lo  incorrecto, es el gran fragor y sabor de la vida lo que mana a borbotones de las páginas de Eros y política, el último libro de Juan Abreu, ese cubano que, gracias a la tiranía castrista (eso al menos hay que agradecérselo), tenemos viviendo entre nosotros. Como un torrente embravecido salta por su libro la gran fuerza vital, el Gran Sí a la vida, lo llamaba Nietzsche, que los melindrosos y remilgados ignoran tanto como desprecian. Abreu, en cambio, lo abre, lo lleva hasta la incandescencia, ahí donde la vida arde en el fuego de esos dos colosos —el sexo y el humor— sin los cuales sería tan mísera, tan triste.

Lo inunda todo en estas páginas un sexo tan gozoso como procaz y descarado. Un sexo tan desprovisto de remilgos como para tener Abreu el atrevimiento de reconocer de sí mismo que «también soy un promiscuo irredimible, creo que la promiscuidad es una forma de superioridad». O para añadir que «los hombres, llegado el momento, son capaces de metérsela a cualquier cosa. Yo mismo a qué no le habré metido mi precioso pito».

La libertad sexual, sin cuya existencia ninguna de las demás tendría sentido

O para hablar de su admiración por «mujeres trasegadas mujeres vividas a las que la libertad sexual (la única que existe) les salga a chorros por los poros en cada corrida y en cada palabrota que escolte su dicha de gozar y de vivir». Y añade: «En la cama, a todos nos gustan las mujeres vulgares. ¿Quién quiere a una remilgada en la cama? Nadie. […] Las muñequitas prístinas y recatadas que te la cogen con dos dedos siempre serán poca cosa en la cama. El ideal sexual es un heraldo del desenfreno».

La libertad sexual, ese heraldo del desenfreno, es esa libertad sin la cual ninguna de las demás tendría sentido. Y junto con ella, la otra. La libertad política, aquí tejida con la irreverencia más insolente y el humor más desopilante. Un humor que hace que te retuerzas hasta las lágrimas mientras Abreu va derramando sobre políticos, políticas y periodistas la acidez corrosiva, de trazo grueso pero sutil, con que retrata a la mayoría de los miembros y miembras de nuestra casta política. Lo hace con una crueldad tan desternillante como inmisericorde, sólo equiparable a la que los retratados ejercen contra todos nosotros, salvo que ellos…, ah, ellos lo hacen en serio.

Así, hablando por ejemplo de Irene Montero, de quien considera que físicamente «no está mal», destaca «la manera soviética en que frunce el ceño», frase que sólo alguien llegado de «allá», del lado «soviético», tendría la ocurrencia de decir acerca de esta señora que «emite incesantemente eructos ideológicos empaquetados al vacío (cerebral)», lo cual, sin embargo, «nunca ha detenido a un hombre resuelto o necesitado». O refiriéndose a Carmen Calvo, nos habla de «su estampa de roedor electrocutado y su piel de dragón de Komodo. […]  Si la señora Calvo tuviera por poner un ejemplo la piel de las nalgas del señor Iceta, que imagino delicadas como las de un angelote de Rubens, lo erótico le sonreiría. Pero. Ay. Esa piel».

Algunas veces, su iracundia política no le impide conjugar los más acerbos denuestos con el reconocimiento del atractivo sexual que puede tener la interesada. Así sucede, por ejemplo, con la «anticapitalista» andaluza Teresa Rodríguez, que «comete faltas de ortografía hasta hablando», pero es alguien que, «antes de comenzar a disfrutar de las mieles del poder, era una morenaza de muy buen ver de tetas exactas y deliciosa jugosidad corporal».

Sin embargo, no sólo a las hembras feministas e izquierdistas se les ajustan aquí las cuentas. También los varones reciben lo suyo, ya pertenezcan a la izquierda o a la derecha liberal. He aquí algunas perlas. «En la política española, el hombre-vaca por excelencia es el señor Aznar. […] Quien mejor y más le ordeñó fue el delincuente catalán Jordi Pujol.» De Monedero nos dice que «el señor Monedero, físicamente, es también bastante repulsivo sobre todo por sus ojos de cerdo en celo y por su pechito de pollo de granja pálido y esponjado», mientras que, por su parte, «Pablo Casado es el pepillo pimpollo pipiolo del erotismo español […], el medio hombre el sempiterno adolescente que trata de aparentar virilidad dejándose bigote y barba, pero nunca lo consigue».

Ese pantagruélico festín de la incorrección política (todo es tan desaforado, tan pantagruélico, que uno no puede dejar de pensar en Rabelais) no le impide a Juan Abreu expresar su admiración por la belleza femenina. Cuando la encuentra. Como en el caso de Macarena Olona, la dirigente de Vox, una de esas «mujeres que están eróticamente […] en un nivel de cosas en el que todo es temblor carnal y temor reverente a la hembra ancestral. […] Qué voz de puñal lubricado, que pico curvo, qué ojos de tigre de bengala. […]  Qué cejas cimitarras, qué ubres generosas e iniciáticas. Qué perfil de carga de caballería. Qué sedosidad depredadora. Qué cabellera látex dominatrix».

¿Cómo lo consigue?

¿Cómo lo hace Juan Abreu? ¿Cómo consigue emborracharse y emborracharnos con esa vorágine de barbaridades que nunca, sin embargo, le hacen caer en lo que sería tan fácil caer: en lo zafio, lo grosero, lo vulgar?

Algo así sólo se consigue de una forma: desplegando la maestría de un alto estilo. De un estilo en el que la hipérbole es obviamente una de las armas; pero tampoco la única, ni mucho menos.

Para curarse en salud, para cubrirse de las acusaciones que los afectados pudieran dirigirle, Abreu señala algo evidente. Después de indicar que le gustaría que su libro «se leyera como un artefacto irrespetuoso, como un acto de saludable insolencia», precisa: «Los retratos (o lo que sean) que integran este libro son embelecos, divertimentos literarios. Ficción».

Por supuesto que son ficción. Pero… ¿son meros divertimentos? No. Son más, mucho más. Digámoslo de otro modo. Son ficción siempre que se reconozca que pertenecen a la gran ficción literaria. A esa ficción que, como la del arte en general, constituye la más portentosa de las cosas. Es irreal, es ficticia, y precisamente por serlo de una muy precisa manera consigue abocarnos, hacernos sentir —mediante «eso» a lo que llamamos belleza— lo más profundo de la verdad y lo más hondo de la realidad.

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