La indeterminación, la imprevisibilidad que marca la Historia: tal es una de las ideas fundamentales que desarrolla Dominique Venner, de quien tanto hemos hablado aquí en las últimas semanas.
Y hay que ver cómo la muy puñetera —la tornadiza, la voluble Historia— desplegó sus fastos y exhibió sus galas a lo largo de todo el día de ayer. Lo que empezó haciéndonos temer a todo el mundo (menos a los otanistas) la peor de las catástrofes —una guerra civil, un baño de sangre, como mínimo, entre la Rusia oficial y las milicias del Grupo Wagner—, acabó con la resolución del conflicto gracias a las virtudes negociadoras del presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko, a las que se deben añadir, sin duda, otras dos virtudes: la ductilidad de un Vladimir Putin que no quiso cebarse en la manifiesta inferioridad de su adversario, y el reconocimiento de dicha inferioridad (de hombres, de armas, de material...) por parte de Yevgeny Prigozhin, el jefe de los sublevados.
Así pues, en las primeras horas del día, cuando Rostov caía sin combate en manos de los amotinados, cuando éstos avanzaban, raudos, camino de Moscú, la dicha más extrema envolvía el rostro de cualquier otanista (de repente, los “wagnerianos” eran calificados de “luchadores por la libertad”). Y, sin embargo, al caer la tarde, esta misma dicha se transformaba en un desolado rictus cuando, pocos kilómetros antes de llegar a Moscú, las tropas sublevadas detenían su avance y recibían la orden de regresar a sus acuartelamientos en la frontera ucraniana. Al mismo tiempo, su caudillo Yevgeny Prigozhin aceptaba exiliarse en Bielorrusia y no ser pasado por las armas, como le correspondía en buena lógica militar.
Ignoramos cuáles sean las contrapartidas aceptadas a cambio de tan benéfica rendición. No sabemos, en particular, lo que vaya a suceder con la cúpula militar rusa, violentamente cuestionada por Prigozhin.
La nación rusa ha sabido mantenerse firme y unida, como un solo hombre, como un solo cuerpo
Los próximos días —quizá las próximas horas— nos aclararán si dicha cúpula es mantenida o purgada. Pero, en realidad, es lo que menos importa. Lo fundamental es la manera como la nación rusa, negándose a enfrentarse a muerte entre hermanos, ha sabido mantenerse firme y unida, como un solo hombre, como un solo cuerpo.
Cosa más que lógica cuando, frente al polvoriento magma del liberalismo occidental, la nación es concebida como un todo orgánico, como un gran cuerpo vivo y ancestral: el de todos los vivos, muertos y venideros.
Mientras tanto, a los otanistas no les ha quedado más remedio que volver a encerrar sus precipitadas risas y sonrisas, al tiempo que, por la tarde, volvían a tildar de “mercenarios terroristas” a quienes habían calificado por la mañana de “combatientes por la libertad”.