El papa Paco de rodillas. Voluntariamente, él. Forzadamente arrodillados, en cambio, tirados al suelo ante las turbas que los derriban, los nuestros, los más grandes, los de las demolidas o devastadas estatuas de Isabel la Católica, Colón, Fray Junípero Serra, Cervantes, Voltaire, Kant...[1] Y los que vendrán, que no son pocos. A todos les llegará el turno. Tendrán cuantos quieran las hordas bárbaras. Podrán abastecerse a mansalva. Ninguna otra civilización ha producido jamás tan grandes y tan abundantes genios, tan alta inteligencia, tan audaz audacia.
También el humilde y bondadoso papa Paco anda por los suelos, voluntariamente sometido él.
¿Tan abundantes conquistas?... Ahí las cosas están bastante más equilibradas. A lo mejor hasta nos ganan los moros. O los negros, que vendían sus hermanos a nuestros abyectos negreros (claro que eran abyectos; pero nosotros lo decimos, ésta es la diferencia).
Sí, Europa conquistó. Afortunadamente para los conquistados. Iberos de Iberia, galos de Galia, africanos de África, incas y aztecas de los Imperios Inca y Azteca
Sí, Europa conquistó. Afortunadamente para los conquistados. Afortunadamente para los iberos de Iberia, para los galos de Galia, para los africanos de África, para los aztecas del Imperio Azteca, para los incas del Inca…: para todos aquellos que, gracias a la conquista —tú también, lector que lees estas líneas—, pasamos a disfrutar, entre otros deleites (y entre otras injusticias, así es el mundo), del reino de la Palabra que se llama Poema, del reino de la Palabra que se llama Literatura. (Cuando se sabe leer y escribir se alcanzan también otros deleites, prácticos éstos; pero el primero de todos —la Maravilla de las maravillas— es la Palabra que poéticamente abre el mundo.)
No nos engañemos, sin embargo. Todo eso es fuego fatuo, gruesa cortina de humo ¿“Conquista”, “colonialismo”, “racismo”…? ¿“Racismo”, dicen? ¿Cuál, dónde, hoy? Como no sea el racismo antiblanco que practican esos racistas… Olvidémoslo. Todo eso es pretexto para entregarse a lo que realmente les importa.
"Bastard", escupieron sobre el monumento elevado en San Francisco a la memoria de Cervantes, ese individuo que tuvo el mal gusto de ir a combatir contra el Turco
en Lepanto y ser esclavizado luego en Argel.
¿Qué es lo que importa a las hordas bárbaras que derriban estatuas y ultrajan símbolos?
Cuando junto con reyes, héroes, conquistadores y descubridores, se ultraja a escritores, filósofos y pensadores, lo que realmente importa, lo que de verdad se busca es atacar el corazón mismo de la civilización.
¿Hordas bárbaras?
Hordas, sí; pero ¿bárbaras?... Ojalá lo fueran. Ojalá fueran tan sólo los bárbaros venidos de lejanas tierras quienes nos estuvieran atacando. Pero no. Nos atacan también, nos atacan sobre todo los nuestros. Nuestros hijos. Blancos de incuestionable raza blanca. Blancos nutridos con los más nutrientes alimentos del cuerpo. Y con los más altos alimentos del alma. Blancos alimentados con los tres mil años de la civilización que, por más que la odien, llevan sobre sus espaldas, metida entre sus genes.
Tres mil años sobre los que escupen, los desgraciados.
Pero al escupir no sólo escupen sobre nuestra Historia y nuestros ancestros. Escupen también, escupen en primer lugar, sobre ellos mismos. Se escupen a la cara.
Jamás se había visto en todas las historias de la Historia nada parecido. Jamás se había visto a tantos hombres azotándose con tanta ansia a sí mismos.
No les compadezcamos. Son nuestros enemigos. Enemigos de nosotros y enemigos de todo. Aplastémoslos. Y salvémonos.
[1] Voltaire y Kant... Padres espirituales del orden sin orden, verdad ni nervio denominado Ilustración. Padres del individualismo del que se deriva el nihilismo en cuyas aguas chapotean quienes derriban sus estatuas. Pero eso es otra historia. Jamás las hordas entenderían siquiera de qué se habla.
Fray Junípero Serra, en el momento de ir a besar el suelo, derribado de su estatua
en la ciudad californiana de Ventura.
De poco le habrá servido al pobre Voltaire haber "aplastado al Infame" (la Iglesia) para acabar siendo aplastado de roja pintura por sus rojos hijos (suponiendo que aún sean rojos y no rosas) de París.
Aun pintarrajeado de rosa por los rojos, sigue egregio y altivo nuestro gran Almirante.
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