Un país en el diván de Freud

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Don Pedro Laín Entralgo, que fue médico, científico, catedrático, Rector Magnifico de la Complutense cuando yo estudiaba en ella y pensador de fuste, publicó en 1949 un interesante ensayo al que puso el curioso título de España como problema. Esa obra suscitó una inmediata respuesta a cargo de otro intelectual y profesor de indiscutible, aunque entonces discutido, renombre: Rafael Calvo Serer, autor de un libro paralelo y divergente, al que tituló España sin problema

Laín, falangista de la rama ilustrada en sus primeros años, era como muchos de sus correligionarios (Dionisio Ridruejo, Torrente Basteller, Antonio Tovar, Sánchez Mazas, Leopoldo Panero et alii, incluyendo al difunto José Antonio) un regeneracionista que no habría desentonado en el grupo del 98. 

Calvo Serer, miembro del Opus Dei, era por aquellos años titular de la cátedra de Historia de la Filosofía Española. Lo alumnos progres (diríamos hoy) le teníamos injusta, por sectaria, ojeriza. Circulaba sobre él un chascarrillo irónico y anónimo, muy celebrado por nosotros, que rezaba: «Los enemigos del alma son tres… Rafael, Calvo y Serer». Su raigambre cristiana y tradicionalista no le impidió evolucionar en los años sesenta hacia posturas muy críticas en lo concerniente al régimen franquista. Presidió el diario Madrid desde 1966 hasta su cierre, con voladura incluida, en 1971 y formó parte de la Junta Democrática.

Si traigo hoy estos dos nombres a colación es porque tanto Calvo Serer como Laín, regeneracionista éste y conservador aquél, coincidían, desde posturas contrarias, en considerar España no, simplemente, un país, sino un problema que era necesario admitir, y resolver, o negar. Los dos, desde ese punto de vista, eran unamunianos, orteguianos y joseantonianos.

Yo no sé de ninguna otra nación, excepto, si acaso, Rusia, que se vuelva hacia sí misma y sobre sí misma se vuelque para ser planteada y entendida como un problema. Sólo los españoles dudan una y otra vez, inasequibles a ese desaliento y contumaces en él, de la propia identidad y de su devenir histórico. Lo estamos viendo. Si tener patria consiste, como dijo Ortega, en considerarse partícipe de un proyecto sugestivo de vida en común o, como añadió José Antonio, en aceptar la integración en una supuesta unidad de destino en lo universal, es evidente que ni lo uno ni lo otro congregan aquí el consenso necesario para que haya quórum. España, eterno rabo de Europa por desollar y perpetua avanzadilla de África en romana y cristiana tierra, sigue siendo hoy un país tan invertebrado (Ortega dixit) como lo fue siempre.

No lo llamen mestizaje, porque no lo es. Ni siquiera ese conflictivo vínculo tenemos. La belicosa Reconquista, la aventura americana y el denostado Imperio lo demuestran. También la Leyenda Negra, que nació dentro, con las diatribas del padre Las Casas, y se extendió fuera. Los Austrias, al llegar al trono, no juraban la corona por los españoles (Rex hispaniorum), sino por las Españas (Rex Hispaniarum). O sea: por las Taifas. O sea: por los Fueros. O sea; por las Autonomías. Dan ganas de decir (y perdonen ustedes la expresión): «¡Tócate los huevos, españolito!». España nunca fue Una. ¿Grande? Psch… Según se mire. Ortega, de hecho, no la veía de tal guisa. ¿Y Libre? ¡No me hagan reír!

Yo, que dediqué siete años de mi vida a escribir una historia mágica (Gárgoris y Habidis) del país en el que había nacido y al que luego, una y otra vez, abandoné, siento ahora la tentación de acometer una tarea tan hercúlea y desaforada, por quijotesca, como lo fue aquélla: la de escribir una historia psicoanalítica de España. No lo haré. Me sobra edad y me faltan tiempo, arbitrio y redaños. Pero brindo la idea al respetable por si alguien quiere hacerla suya. Falta hace una iniciativa como ésa. 

¿Por qué? Porque hay algo, en medio de tanta carencia y renuncia, que sí tenemos, y a manos llenas: carácter. Los forasteros que aquí llegaron, desde Estrabón hasta Hemingway, lo percibían. Y el carácter es, justamente, el misterio, a menudo incómodo y siempre invariable, pero no impenetrable, en el que indaga el psicoanalista cuando quien a él acude se tumba en su diván, entorna los ojos, los vuelve hacia dentro, rebusca, recuerda, descubre, susurra, musita, bisbisea y, a veces, confiesa.

Hoy, 17 de marzo de 2021, miro, como Quevedo, los muros de la patria mía y veo que en ella muy poco o nada ha cambiado si recurro como término de comparación a lo que sucedía en 1936. No hablo, que conste, del 18 de julio ni de la guerra que ese día empezó, sino de las últimas elecciones celebradas en tal año como ése y antes de que los demonios familiares, los lares, los manes y los penates, los de Yocasta y Edipo, los de Orestes y las Furias, los de Pericles y Cleón, los de los castizos y los ilustrados, los de los regeneracionistas (Unamuno, José Antonio, Laín) y los tradicionalistas (Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo, Calvo Serer), los de los rojos y los azules, salieran de sus fondos de armario en la caja de Pandora. En aquellos elecciones pisaron la liza a cara de perro los del bloque conservador, encabezados y representados por la democracia cristiana de Gil Robles, y la jauría socialista y comunista del Frente Popular. Hoy, a un lado Isabel Díaz Ayuso y Rocío Monasterio, y al otro Gabilondo, Mónica García y Pablo Iglesias, seguimos en las mismas. Mismo lenguaje, mismas bravatas. Nihil novum… Siempre España, la que nunca cambia, la que tiene un pie clavado en el suelo ‒el de su carácter nacional… ¿Nacional?‒ y gira y gira en torno a él. ¿Por dónde empiezo, señor psicoanalista?  

A Laín le preocupa “La dramática inhabilidad de los españoles, desde hace siglo y medio, para hacer de su patria un país mínimamente satisfecho de su constitución política y social.”

© Posmodernia

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