En torno a ‘Los vencejos’, de Fernando Aramburu

Nada tiene sentido y dentro de un año me voy a suicidar. ¡Ji, ji! ¡Je, je!

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Salió a finales de agosto, se encaramó en seguida al primer puesto de los libros más vendidos, y ahí sigue vaya usted a saber por cuánto tiempo. Por mucho, viendo las colas kilométricas que se están formando en la Feria del Libro de Madrid ante la caseta donde firma Fernando Aramburu.

La cosa es tan lógica como merecida. Escrito con indudables dotes narrativas, el libro expresa —exalta, en realidad; pero para ello haría falta que fuese capaz de exaltar algo— toda la mediocridad de una época que chapotea en lo bajo y lo ramplón.

La nada que zumba por el aire del tiempo sopla con igual fuerza por entre las setecientas páginas de un libro en el que se pueden leer cosas como éstas:

«Tras la etapa inicial de profe novato, lleno de ilusión y ganas de hacer las cosas bien, di en no tomarme en serio a los alumnos y los despreciaba. Sigo sin tomármelos en serio (quiero decir que me da igual si aprenden o no).»

Hablando de Pepa, el perro por el que el protagonista siente particular cariño, nos dice:

« Invito a Pepa a sentarse conmigo en el sofá. […] No quiere o no me entiende, tan sólo clava en mí unos ojos expectantes, tan estúpidos que parecen humanos.»

Y sobre los humanos que, privados de su destino colectivo, nunca serían tales, podemos leer:

«Hay gente en España que odia a España. A mí un odio (o un amor) de estas características me quedaría ancho, se me caería por todos los costados hasta cubrirme como la funda de una campana enorme.»

Sobre Tina, su último y  preferido amor:

« A mí me gusta como es, con sus rasgos de mujer mediterránea, expresión dulce y una belleza superior a todo lo que yo he conocido hasta la fecha en materia de rostros y cuerpos femeninos. Tina es bastante más hermosa que Amalia [la primera mujer del protagonista] en sus mejores tiempos, antes de la celulitis y el avinagramiento del carácter. […] En Tina todo es terso, armonioso, suave, al mismo tiempo tan parecido a la realidad que me basta colocarla en determinadas posturas para provocarme de inmediato una erección. Se mire por donde se mire, Tina sólo me ofrece ventajas en comparación con una mujer viva. […] No sé exactamente cuánto pagó Patachula en su día por ella, creo recordar que no andaba lejos de los mil euros.»

Lo inane e inerme —una muñeca erótica— recibe los beneplácitos (¿irónicamente?, claro, claro...) frente al estallido de la vida, esa cosa a un tiempo pletórica y desgarrada. Pero que nadie se inquiete. Todo está contado aquí de forma tan placentera que nadie percibirá —a lo mejor ni siquiera el autor— que lo que esta novela nos está poniendo ante los ojos es nada menos que el fin del mundo y de la civilización.

Nadie percibirá —a lo mejor ni siquiera el autor— que esta novela nos pone ante los ojos el fin del mundo y de la civilización

Lo que pasa es que nos lo pone ante los ojos de una forma tan divertida, tan entretenida, tan desdramatizada... Yo, es que me lo he pasado pipa, con este libro, dirá cualquier Charo. Ay, cómo me he reído, añadirá cualquier Cayetano. Todo estriba (como siempre) en el estilo. En esa indudable pericia narrativa —pero igual la pericia narrativa poco tiene que ver con el arte de gran estilo— con que Fernando Aramburu consigue que las Charos y los Cayetanos, lejos de estremecerse, se diviertan y lo pasen pipa con las historias de un mundo abocado a su fin. (Es, en el fondo, lo mismo que ocurre con un Houellebecq, con la diferencia de que las novelas del francés, por cínicas que sean, no dejan de contener un componente ferozmente crítico que aquí brilla por su ausencia.)

El problema no es en absoluto que Aramburu nos exponga unas vidas y unos personajes totalmente desesperanzados. Más desesperanza, por ejemplo, que la que a uno le desgarra el alma leyendo a un Céline... Pero si ahí el nihilismo no se queda en nihilismo, si ahí se transforma en el estremecimiento al que denominamos belleza, es porque el alma se desgarra, precisamente; es porque, lejos de escamotearlo, lo trágico estalla, en las páginas de Céline y de tantos más, con la virulencia que lo expone como lo que es: como la otra cara de la vida, como la otra cara de la muerte.

Cosas éstas, ni que decir tiene, de las que nada gustan a las Charos y a los Cayetanos.

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