Una campaña presidencial como la que se está desarrollando en Francia es ocasión propicia para que se abran importantes debates. Y si quien está en liza es alguien como Éric Zemmour, y si Éric Zemmour rompe de la forma en que lo hace la baraja de lo políticamente correcto, todo ello propicia aún más el debate de ideas. También lo propicia entre gente que, en el marco de la denominada Nueva Derecha, se puede poner a desplegar críticas contra el candidato que ha dado a su movimiento el nombre de Reconquête, término que, dados sus españolísimos acentos, no es menester traducir.
Dado que en la web de la revista Éléments se publicó recientemente un artículo que iba en tal sentido, el corresponsal de dicha revista en España, que no es otro que el director de EL MANIFIESTO, contestó con el texto que a continuación traducimos. Su principal interés, más allá del debate en torno a Zemmour, estriba en plantear siguiente pregunta: ¿cómo debe articularse en el plano de las cuestiones económicas (en el plano del “bistec”, que decía Céline) el combate contra el materialismo contemporáneo (y todo lo que ello implica)?
Me parece de suma importancia el artículo de David L'Épée, publicado recientemente en las páginas de Éléments bajo el título “Éric Zemmour: les métamorphoses d'un antilibéral (2)”. Como se verá, estoy profundamente en desacuerdo con él, pero una cosa no excluye evidentemente la otra. El artículo ataca a Zemmour, acusado de abandonar los intereses del proletariado en favor de los de la burguesía, pues considera que la defensa de la identidad nacional emprendida por Zemmour constituye una especie de pantalla destinada a camuflar (o a no combatir) la opresión capitalista.
La importancia de dicho artículo, sin embargo, no reside únicamente en el debate con Zemmour. Proviene sobre todo de lo que está en juego en un debate en el que hay un punto en el que todos estamos de acuerdo. Frente a quienes pretenden disolver la identidad nacional (y tal como están las cosas, hay que añadir la identidad sexual y hasta la antropológica), está claro que debemos defender la identidad con todas nuestras fuerzas. Con ello, todos estamos de acuerdo. La pregunta es: ¿en el marco de qué Sistema, de qué visión del mundo se debe emprender esa defensa de la identidad? ¿En el marco del capitalismo (de ese capitalismo cuyas fechorías camufla el astuto Zemmour bajo la bandera de la identidad)? ¿O en el marco del socialismo (de ese socialismo que su oponente parece llevar en su corazón)?
Pero, ¿qué es el socialismo, qué es el capitalismo?
Ya es hora de acabar con la imagen que comúnmente tenemos del capitalismo. No, el capitalismo no es (o no sólo, no ante todo) la desigualdad y la injusticia social, o el libre mercado, o la propiedad privada de los medios de producción, o la codicia de la gran burguesía, o la explotación del hombre por el hombre.
¿Explotación, propiedad privada, codicia, libre mercado, desigualdad...? ¡Por Dios! Toda la historia, todas las épocas, todos los regímenes —cada uno a su manera— están llenos de ello. La gran diferencia es que el capitalismo propulsa todo esto al extremo. Sólo un régimen, el socialismo, ha pretendido abolir la propiedad privada y el mercado, con el resultado de llevar la miseria (por no mencionar sus otros crímenes) al extremo.
El capitalismo (que, dada su dimensión política y social, coincide por supuesto con el liberalismo) implica, junto con todo lo demás, la obvia desigualdad económica y social, pero situada en el marco de algo absolutamente nuevo, nunca visto antes.
Lo nunca visto es la reducción del espíritu a la materia
Lo nunca visto es la reducción del espíritu a la materia, el “materialismo abyecto” del que hablaba Lamartine, la comprensión del mundo términos básicamente materialistas, utilitarios, mecánicos. Por decirlo en una palabra, lo nunca visto es la desacralización del mundo.
Ahí está el núcleo, el meollo . Pero hay desde luego muchas más cosas. Hay lo que Alain de Benoist llama el interés como motor principal de la acción humana. Hay, dicho de otro modo, la codicia, que el mundo siempre ha conocido, pero que, facilitada por el prodigioso desarrollo de la técnica, se ha convertido en una codicia loca y desenfrenada, sumida en la hybris que los griegos temían por encima de todo.
Y hay la hipocresía, exacerbada también: la hipocresía de una pretensión igualitaria y democrática que los hechos niegan día tras día. Y hay el atomismo: la fragmentación que aniquila la personalidad de los individuos sometidos al reino de las masas gregarias y al dominio de las mercancías convertidas en los fetiches de los que hablaba Marx (el Marx que tiene muy poco que ver con el otro Marx).
El homo œconomicus no es nada económico
Como vemos, no es en el plano económico donde se sitúan las cuestiones clave del capitalismo. Y, sin embargo, el homo œconomicus es su hombre, su modelo, esa pequeña y lamentable cosilla que el mundo moderno toma como su héroe. Es cierto, pero al igual que todos los paradigmas que conducen el mundo (al igual q todos sus “mitemas”, como diría Giorgio Locchi), el homo œconomicus no es ninguna creación de la economía: es una creación del espíritu. Lejos de ser un hecho económico, es un hecho espiritual.
Destronar a semejante marioneta, desalojarla del corazón del mundo, tal es el reto para quienquiera pretenda acabar de verdad con el capitalismo. Ahora bien, nada está más lejos de la visión socialista o marxista del mundo que ese destronamiento. Para ella, la economía es el destino.
Exactamente lo contrario afirma Jean-Yves Le Gallou en el artículo “¡La economía no es el destino!” (y que también es objeto de la crítica de David L’Épée). Ahora bien, el advenimiento de un nuevo destino que rompa con el capitalismo, entendido como reino del homo œconomicus, no debe suponer ninguna ruptura ni con la propiedad privada de los medios de producción, ni con las leyes del mercado, ni con la codicia, ni con las desigualdades que necesariamente se derivan de ella.
Y sin embargo... ¡Es cierto, es cierto! Tranquilizaos, amigos izquierdizantes. No se trata en absoluto de “evacuar la cuestión social”, como pretende David L'Épée. Se trata, por el contrario, de hacerla profundamente nuestra (tanto por razones de justicia como de oportunidad: es la única forma de que la buena gente pueda implicarse de verdad). Las leyes del mercado no pueden ni deben ser abolidas. Pero hay que domar estas leyes, es obvio; hay que frenar, encauzar la sed de ganancias para que no caiga en los locos excesos que conocemos; hay que limitar, por supuesto, las injusticias y desigualdades en toda la medida de lo posible. ¿Cómo, con qué medios, con qué política económica? No es éste el objetivo del presente artículo, que se limita a plantear cuestiones de fondo y no pretende entrar en los detalles de ningún programa económico.
Medidas “reformistas”, no revolucionarias
Digamos, sin embargo, algunas palabras sobre las medidas económicas que deberían afectar fundamentalmente a la alta especulación financiera (los “usureros” de los que hablaba Ezra Pound); unas medidas económicas que deberían atacar a los grandes oligopolios internacionales, y no a las pequeñas, medianas e incluso grandes empresas pero circunscritas a nivel nacional. Sean cuales sean las medidas económicas que algún día se adopten, lo que está claro es que siempre serán medidas “reformistas”, nunca revolucionarias. La revolución, el derrocamiento profundo del orden del mundo, es a otro nivel donde se debe plantear.
Está excluido que un Éric Zemmour, eventualmente elegido a la presidencia de la República, pueda emprender semejante derrocamiento. Estas cosas no se juegan a nivel de la política llevada a cabo a plena luz. Se juegan en las profundidades oscuras y cuyo parsimonioso avance marca la vida de la gente. Ahora bien, sería de crucial importancia contar con alguien de tal envergadura—ya sea dentro de unos meses o de unos años— al frente del Estado. Sería crucial, porque Éric Zemmour es, hasta la fecha, el único político capaz de mirar las cosas donde hay que mirarlas. Las cosas de la economía, las del “bistec”, como decía Céline, en el lugar que les corresponde: un lugar esencial, decisivo, todo lo importante que se quiera, pero subordinado. Las cosas del mundo, de la identidad y del espíritu, en el centro, en el corazón: ahí donde, hasta la desacralización del mundo,[1] hasta el advenimiento del nihilismo consumado, siempre han estado.
[1] Desacralización del mundo de la que hablo en particular en el libro N’y a-t-il qu’un dieu pour nous sauver?, recientemente publicado por las Éditions de la Nouvelle Librairie, y que en su original español lleva el título de El abismo democrático.
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