El deber de lo bello. Amores y desamores en tiempos de Pandemia - Capítulo 3

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Por un lado me alegró de verdad, pero por otro me dejó helado la rapidez con la que sólo dos días después de haber firmado mi contrato de autónomo me llegó la primera convocatoria para mi nuevo trabajo. Necesitaba imperiosamente aquel dinero, pero tampoco me habría molestado que se hubiese hecho esperar aquel wasap que, por un lado, me resolvía la vida, pero que, por otro, me la podía reventar.

Hecho un manojo de nervios, cumplí al pie de la letra las instrucciones que en la pantalla del móvil decían que a las 17:00 h, mañana, en la rotonda del Palace. Traje oscuro y corbata. Escenario B-2. Olga estará esperándote.

¿Seré capaz, tendré el cuajo necesario para llevar una doble vida, para mantenerme en mi mundo y en mis cosas, en mis libros y en mi literatura, al tiempo que me sumerjo en algo tan profundamente ajeno a todo ello?, me preguntaba mientras, desde la Puerta del Sol tomaba la carrera de San Jerónimo y pasaba delante de Lhardy, el famoso restaurante, gloria de viejos tiempos en los que hasta acudía a solazarse en sus reservados una reina ninfómana de la que Su Santidad había sentenciado que «Será puta pero pía».

Siguiendo por la carrera de San Jerónimo, insoportable de tráfico, gente, turistas y tiendas de baratijas y souvenirs, pasé ante el conocido teatro a cuya entrada rugen dos leones y dentro de cuyo recinto se congrega la expresión de la soberanía que, según dicen, ha sido otorgada al pueblo. Girando a su derecha, llegué por fin al Palace.

Era mucho lo que me jugaba al franquear la puerta delante de la cual me saludó un uniformado portero de chistera y levita azul. La vida misma me iba en el envite. La vida material, quiero decir, ésa cuyo sustento tenía que resolver sin haber encontrado más solución que aquella especie de compromiso. Mi temor era que acabase malparada la otra, la vida espiritual, ésa que es como decir, para mí, la vida misma. La apuesta era arriesgada, pero si aquello llegaba a funcionar…, ¡ah!, entonces se habrían resuelto, y cómo, todos los problemas que me acuciaban.

Iba pensando en todo ello para darme ánimos mientras avanzaba a través de la elegancia cálida y envolvente del Palace hasta llegar al Jardín de Invierno, como se denomina el espacio envuelto en el gran estallido de luz que se derrama desde la acristalada y modernista bóveda de su Rotonda. Ahí estaba doña Olga, con el otro personaje sentado a su vera. Tan pronto como la vi, vacilé, diciéndome que no, no puede ser, nunca podré con semejante esperpento. Estuve a punto de girar sobre mis talones, pero me fue imposible, pues ya la doña me había visto y me estaba haciendo insistentes aunque discretas señas de que me acercase.

Además, no me lo podía permitir. Había todo aquel dineral que me estaba esperando, que casi podía ya palpar y olfatear, tan cerca, a dos pasos. El problema era que también había lo otro: aquella pobre mujer… rica, acaudalada, sin duda, pero a la que sus muchos caudales no le habían impedido convertirse en un pellejo envuelto de joyas y de fracasadas cirugías estéticas.

Prostituirme, adentrarme en aquel mundo, era algo tan profundamente alejado de lo que soy y siento, que me preguntaba cómo iba a poder mezclar el aliento de mi cuerpo con el de aquellas mujeres sobre cuyas carnes se extendía una sucia alfombra de billetes.

¿Sucia?… ¿Por qué? ¿De dónde saco semejante estupidez? En todo caso, no más sucia ni más limpia, igual de vacía y carente de interés que la alfombra que había estado pisando en aquel ministerio donde cumplía tareas tan ignominiosas como fichar a denun­ciadoras y denunciados por seducción sexual. Con la diferencia de que lo que pisaba en el ministerio no era siquiera una alfombra. Era sólo una mísera y raída alfombrilla.

Nada tengo en contra de la prostitución, ya sea femenina o masculina, siempre, por supuesto, que se ejerza con una libertad sin fisuras. Si me sentía incómodo y hasta preocupado, no era por ninguna cuestión moral. Las actividades que iban a asegurar mi sustento no eran ni morales ni inmorales. Sólo insustanciales.

Olvidándome de ello, ¿sería capaz de entregarme con el debido entusiasmo a aquel emperifollado vejestorio que me estaba esperando en la Rotonda del Palace? Difícil lo veo, pensé. Pero no había forma de echarse atrás. Empeñada tenía mi palabra, y no me quedaba más que cumplirla.

Me eché al agua. Estaba fría y desabrida, pero me salvé. Lo que se tenía que alzar se alzó, incluido mi ánimo, que hasta me llevó a reconocer que aquellas dos horas pasadas en la suite del Palace habían acabado resultando bien menos desabridas que las ocho que me tiraba rellenando fichas de seductores y seducidas.

Una vez acabado todo, acompañé hasta la puerta del hotel a mi distinguida clienta, un curioso personaje al que hasta acabé encontrándole su interés. «Nancy» (tal fue el nombre con el que encubrió el suyo) era una rica mexicana que se dedicaba a viajar por toda Europa echando las canas al aire que su situación matrimonial le impedía o le dificultaba echar en su propio país. Envolviéndolas en una multitud de lugares comunes, me estuvo contando impresiones de sus viajes por Roma y Florencia (¡Oh, mi cuate! ¡Todo aquel pasado, toda aquella historia!) y por Grecia (¡Ah, el museo de la Acrópolis ¡Ah, un crucero por las islas! ¡Aquella belleza, aquella luz! ¡Mágico, mágico!), pese a lo cual reconocía que nada es comparable a lo que ahorita mismo siento acá, entre ustedes, en la Madre Patria, a la que no paraba de referirse con una emoción hoy casi desaparecida entre los más cercanos hijos de la referida madre.

Estábamos a punto de salir del hotel cuando nos llegó desde la calle un gran alboroto hecho de pitos y gritos. Parece una manifestación, ¿no?, preguntó Nancy. Pero ¿quiénes se están manifestando?

Ya en la calle vimos que la calzada estaba ocupada por unos cincuenta individuos, jóvenes la mayoría y vestidos de zarrapastrosa manera, a quienes se habían añadido algunas personas mayores que, por despiste o por convicción, se manifestaban junto a aquellos perros flautas que lanzaban gritos y enarbolaban pancartas en las que se leían cosas como ¡Contra el asesinato de cerdos! ¡Asesinos! ¡Vergüenza! ¡Por los derechos de los cerdos!

Alzando la voz para hacerse oír en medio de aquel bullicio, Nancy me preguntó: Pero ¿qué chingada es ésa, por el amor de Dios? Cerdos y corruptos, mafiosos y bandidos los hay a patadas, tanto allá como acá. Pero nunca me hubiese imaginado ver un día, y menos en la Madre Patria, una manifestación a favor de semejante gentuza. ¿Qué clase de cerdos son los que defienden?

Se lo aclaré muerto de risa, explicándole que los cerdos cuyos derechos defendía aquella gente eran los de las piaras. Sí, sí, esos animalitos de los que se extrae, entre mil otras cosas, el tan rico jamón. Escucha bien lo que gritan: ¡Es cerdo muerto. No es jamón! Y mira esas pancartas: ¡No comas muertos! ¡Hazte vegana o vegano! ¡Por los derechos humanos de los animales!

*

Se fueron los manifestantes, se fue la mexicana, y yo…, yo me quedé solo y sin ganas de volver a casa. Era la primera vez en muchísimo tiempo que revoloteaba en mi bolsillo una cierta cantidad de dinero, de modo que decidí celebrarlo yendo a cenar a alguno de los muchos restaurantes que pueblan tan madrileñísima zona. Enfilando por la calle del Prado, pasé delante del edificio en el que un buen día del año 1936 se votó en democrática asamblea la cuestión de saber si Dios existe o no, habiendo llegado los socios del Ateneo de Madrid, por un solo voto de diferencia, a la conclusión de que Dios no existe. Saliendo de aquel templo racionalista, masón y liberal, hoy envuelto en un decadente aire de decimonónica belleza, seguí avanzando por la adoquinada calle del Prado hasta llegar a la plaza de Santa Ana. Saludé a Federico García Lorca, cuya estatua se alza frente al Teatro Español, tan cerca del de la Comedia, donde alguien que consideraba que los poetas mueven a los pueblos pronunció en octubre de 1933 un muy conocido y célebre discurso.

Dejándome de teatros, poetas y dirigentes de pueblos, fui finalmente a buscar un lugar donde cenar. Opté, en la propia plaza, por la Cervecería Alemana, vaga­mente esperanzado con encontrarme, entre sus antiguos veladores de mármol y sus paredes recubiertas de cálidas maderas, con los espectros de Ava Gardner y de Hemingway que la habían frecuen­tado en unos años tan locos que ni siquiera cabía decir aquello de Madrid al cielo, pues era demasiado evidente que en el cielo se hallaba esa ciudad siempre canalla y culta, castiza y cosmo­poli­ta, patria in­discriminada de cuantas gentes, llegando a ella, en ella se enraízan.

En la Cervecería Alemana, que de alemana sólo tiene el nombre y unas cuantas cervezas, les había quedado cocido del mediodía, que fue lo que me apeteció cenar, con sus garbanzos que siempre me traen recuerdos de casa y hogar, y sus carnes —morcilla, chorizo, tocino…— de sabores fuertes y vigorosos, ese irremediable escándalo para cualquier vegano. Lo acompañé con una cerveza que no fue ni española ni alemana, sino belga: una Kirk de cerezas, mi predilecta, con su color cálido y su sabor fresco, esa cerveza tan deliciosamente distinta de todas las demás. Al llegar a los postres, honré por fin la gastronomía alemana (la de toda Centroeuropa, en realidad) pidiendo un Strudel (no de manzana, sino de requesón, tan difícil de encontrar por aquí) al que acompañé con una copita de dulce Tokay húngaro.

Fue toda una mezcolanza. Acendradamente europea: Hungría, Alemania, Bélgica, España. Ya sólo le falta Italia, me dije mientras, termina­dos el Strudel y el Tokay, le pedía al camarero una copa de Limoncello. Casi toda Europa, con sus comidas y bebidas, había pasado por mi mesa; pero sin olvidar que el plato prin­cipal había sido uno de los más castizamente españoles. Al César lo que es del César, y a la patria, lo que es de la patria. O de la Madre Patria, que diría la mexicana.

La patria… ¿Por qué será que algunos la detestan tanto? Por ejemplo, aquel tipo…, sí, el de las campañas publicitarias para lencería femenina, el marido de… ¿Por qué me acordaba, precisamente ahora, de él? Sí, de aquel millonario que abominaba de la patria, de esa comunidad que nos hace ser y hablar, que nos ofrece la lengua, nos otorga costumbres, talante, ser; esa comunidad que, asentándonos en el tiempo, nos vincula al pasado y nos tiende hacia el futuro.

La patria, nuestro destino colectivo. Ya, por supuesto; pero y del destino mío, ¿qué? ¿Qué pasa conmigo, vamos a ver? Visto, me decía, lo fácil que me ha resultado todo lo sucedido hoy en el Palace, parece claro que mi destino está más que asegurado por lo que al sustento se refiere. Bien, pero ¿y el resto? ¿Qué pasa con el resto?

 Bah, el resto va a seguir igual. Voy a seguir dando vueltas y más vueltas en torno a las mismas ideas, angustias, inquietudes…; voy a seguir leyendo los mismos libros, escribiendo los mismos artículos… que nadie lee ni nunca va a leer.

También en el amor todo va a seguir igual. En el grande, en el apasionado amor, que es el que realmente me importa, ese amor que no tengo ni sé ya a estas alturas cómo diablos lo voy a tener nunca.

Porque, vamos a ver, si a mis cuarenta y cuatro tacos, Nel mezzo del cammin di nostra vita, que decía el Dante, no he conseguido enamorarme realmente a fondo ni una puñetera vez; si sólo he conocido sucedáneos que han durado un suspiro, ¿por qué sería distinto en el resto del cammin di mia vita, suponiendo, no se sabe nunca, que no nos venga un nuevo ramalazo del Virus que, quitándome de en medio, solucione de un plumazo la cuestión?

De modo que tal como están las cosas, más valdría, me digo a veces, que dejara de desasosegarme tanto por no encontrar el amor; mejor sería que me entregase a la buena vida, algo para lo cual me basta y me sobra con las que vayan pasando por ahí, y si además a alguna le da, como ahora, por pagarme, pues oye, tampoco a nadie le amarga un dulce.

El problema es que si me quedo sin conocer el amor, también me quedo sin conocer lo que suele estar asociado al amor: la familia, el hogar, los hijos, el ansia por dejar algo, así sea un recuerdo; ese recuerdo que hace que, el día del Gran Viaje, los tuyos exclamen aquello de ¡Oh, era tan buen chico, el pobre!… ¡Y tan buen padre!… ¡Y tan buen marido!… ¡Lo queríamos tanto!…, dicen, y sue­len ser sinceros, el día en que baja el telón, redoblan los tambores, resuenan las trompetas y retumba la voz que te conmina: ¡Sanseacabó! Sírvase, caballero, hacer mutis por el foro. Se terminó la función.

Y cuando se termine, ¿qué? ¿Qué tendré en mis manos cuando baje el telón y me ponga a echar cuentas y a hacer balance?

Nada. Nada importante, nada grande y consistente tengo hoy en mis manos y aún menos lo tendré entonces. La insignificancia envuelve mi vida… y la de casi todos, añado para consolarme. Oh, sí, claro que tengo cosas, y muchas incluso. Tengo mis placeres: los del sexo y los del espíritu; los que me dan, por un lado, esas mujeres y, por otro, esos libros, esa música, esos cuadros, esos paisajes. Maravillosa su belleza, claro que sí; pero, en últimas…, ¡mera calderilla!

Ya sé, ya sé que, lejos de ser calderilla, son monedas de oro que conforman los más prodigiosos tesoros; pero que se convierten en cosa de poca monta cuan­do voy y los toco con esos ojos y esas manos que se limitan a recibirlos, engullirlos, deglutirlos, incapaz como soy de crear alguna obra, o de tener algún proyecto de mundo, o de forjar alguna familia, o de engendrar algún hijo.

Quien sí tiene proyectos, familia, hijos, quien sí se proyecta más allá de su sombra, es Álvaro. Qué envidia me da, el muy bandido. Con algunos amigos ha constituido un grupo denominado Acción y Reflexión, donde van dando vueltas y más vueltas sobre las perversiones del Sistema, como lo llaman. Cambiar, no conseguirán cambiar nada (y él lo sabe). Pero una cosa sí obtendrá Álvaro: irse en paz, acompañado de eso que antes se llamaba el deber cumplido, el día en que retumbe la voz, redoblen los tambores y baje el telón.

Y ahí sí que… El hecho de que cuando llegue mi hora mis manos estén vacías, eso sí que me hace mella cuando Álvaro intenta convencerme de que me junte con ellos, de que hagamos algo, de que escriba al menos algún artículo para su revista tan excelente y tan confidencial.

Qué distinta es mi vida de la suya. Casado desde tiempos casi inmemoriales con Leonor, que ya le ha dado cinco hermosos hijos (Ah, ¿y sabes, Héctor?, me decía el otro día, a lo mejor llega un sexto), ello os convierte, añadía yo, en algo parecido a aquellas beneméritas Familias Numerosas que salían en el Nodo y a las que Franco otorgaba un premio y les imponía una medalla con la que enaltecer su modélica contribución de quince o veinte retoños aporta­dos en pro de la inmarcesible grandeza de la patria.

El problema es que, para criar y educar a sus cinco (o seis) hijos, ambos tienen que reventarse trabajando como mulas. Él, como profesor de ciencias filosóficas (ahora las llaman así), lo cual le hará unos mil ochocientos euros al mes, en una de las numerosas universidades que florecen como hongos a lo largo y ancho del país. Por su parte, Leonor, al no poder dedicarse, c0mo hubiese deseado, a cuidar a sus pequeños, no ha tenido más remedio que encontrar un trabajo de media jornada como oficinista en una empresa de la construcción situada en el popular barrio de Vallecas donde ellos viven y yo enseñaba.

No es ahí donde enseña Álvaro, sino en la otra punta del extrarradio madrileño (hora y media para ir, hora y media para volver): en la universidad Gaudium et Spes abierta por la Conferencia Episcopal española y en la que ya empieza el hombre a verse envuelto en problemas parecidos a los que yo conocí en mi Instituto, pero que en su caso aún me parecen más graves.

Son más graves, le decía, porque a lo que te enfrentas no es, como en mi caso, a un grupo de moritos y algún que otro sudaca, sino a la flor y nata de los niños pijos de Madrid: un grupo de alumnos y alumnas que tienen a bien —decían en la denun­cia presentada— poner en conocimiento del Magnífico y Excelentísimo Señor Rector de la Universidad Gau­dium et Spes el hecho de que tanto en sus clases como en sus escritos el profesor de Ciencias Filosóficas don Álvaro de Torquemada Garrido ignora por completo el lenguaje inclusivo, de uso obligatorio en nuestra Institución. Además de ello, no contento con hacer gala de actitudes y lenguajes abiertamente sexistas, dicho docente utiliza el concepto cisexual de «hombre» para designar en sus cursos sobre Aristóteles y otros filósofos al anthropos o ser humano, independientemente de cuál sea su género u opción sexual.

¿Tú crees, Álvaro, que esta denuncia —le pregunté— estará en relación con lo otro? ¿Habrán acabado por descubrir que eres tú quien está al frente de tu revista y de tu movida?

No, Álvaro no creía que hubiesen conseguido dar con él. Por la sencilla razón de que en tal caso ni se habrían tomado la molestia de presentar una denuncia ante el Magnífico y Excelentísimo tío ese: me habrían puesto inmediatamente de patitas en la calle con sólo imaginarse que es Álvaro de Torquemada quien, bajo la coraza de sus seudónimos y disponiendo para su web de un servidor ubicado en alguno de los pocos países en los que Internet todavía es libre, dirige el digital Acción y Reflexión creado hace unos años.

La cuestión era grave. Estaba en juego el sustento de toda una familia con cinco niños de edades comprendidas entre cuatro y once años.

—¿Y qué hay con el sexto, ése del que no me has dicho nada más? ¿Viene o no viene?

No, al final no vendría.

—No vendrá porque no es cualquier cosa, ¿sabes?, educar hijos en un entorno en el que hay que vencer la influencia que ejercen el colegio, el resto de tu familia, la tele, la sociedad… Todo el aire, en fin, que respiramos.

Para darme un ejemplo, me contó que el otro día un poco y más y los detienen a él y a su mujer. Sí, sí, como lo oyes. Me explicó que habían ido un sábado por la tarde con los cinco pequeños a pasear por la Casa de Campo. En un momento dado, Ariadna, la menor, agarró uno de esos berrinches que les pueden dar a los críos. Prorrumpió en gritos, pataletas, llantos… a raíz de no sé qué pelea con sus hermanos, los cuales se mantenían tranquilos. Ello me obligó a intervenir pegando un par de gritos, dándole una colleja y castigándola sin que pudiera subir a ninguna otra atracción el resto de la tarde. Con lo cual la niña, poniendo sus morritos de rigor, se calmó y las aguas volvieron a su cauce. Lo típico, en fin, lo de toda la vida, lo que los padres llevamos haciendo dese hace siglos. O milenios. Salvo que ahora ya no se puede hacer, oye. Porque…, ¡ah, amigo!, la escena había sido presenciada por un grupo de señoritas (las llamé expresamente así, para chin­charlas) de buen ver y rondando la cuarentena, todas ellas solteronas, además de empoderadas —precisó una— y orgullosas de serlo, como se puso más que de manifiesto en la discusión que siguió.

Fue una trifulca en la que las señoritas pusieron el grito en el cielo ante la represión que un autoritario padre estaba ejerciendo contra su hija, víctima de un maltrato psicológico aún más grave al no haberse tomado ninguna represalia contra sus hermanos de género masculino, intolerable discriminación que… Etcétera, etcétera. A ello se agrega­ba lo peor: la colleja que le di a Ariadna, agresión que llevó a una de las señoritas a tomar su móvil y llamar a la policía, con lo cual, si nos salvamos y todo se quedó en agua de borrajas, fue tan sólo porque hubo suerte y nos tocaron unos agentes que, o bien eran fachas, o bien no querían meterse en líos y optaron por echar tierra al asunto.

Ya ves, continuaba Álvaro, hasta qué punto es complicado eso de tener hijos. Y ni te hablo de las dificultades a la hora de encontrar un colegio. No creas que buscamos uno que sea carca o tradicionalista. No, qué va, no van por ahí nuestros tiros, aparte de que si estuviéramos buscando un colegio de este tipo, tampoco lo podríamos encontrar. Ya no queda ninguno. Todos son progres; o bien en grado extremo, como el Santiago Carrillo del que te expulsaron a ti, o moderadamente progres, como los de la Iglesia, de uno de cuyos centros universitarios me pueden expulsar a mí. Sólo tienes una posibilidad: escoger el menos malo de los colegios disponibles. Y has de saber también que, si quieres tener hijos, deberás corregirles lo que les enseñan en los libros y cursos de Historia, por no hablar de los de Educación política, social, sexual…

Si quieres tener hijos…, había dicho Álvaro. Ante semejante panorama, igual mi suerte de empedernido solterón no resulta tan catastrófica, pensé. Aunque… No te engañes, Héctor, no te engañes. Tu suerte no resulta catastrófica por ahora, en esta fase de tu vida. Pero cuando venga la vejez… Y cuando llegue la de la Guadaña…

Eso me decía navegando por aquel mar de mis contradicciones que se incrementaban ahora con las de mi nueva y doble personalidad, derivada de aquel trabajo cuyo ejercicio me iba a deparar uno de esos bandazos brutales que la vida, sin advertirte, va y pega de pronto —para bien o para mal—, la muy puta.

(Continuará)

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