Once veces NO al Nuevo Orden Moral
Hasta ayer aceporrados en la mansedumbre y el ocio inane, sectores amplios de las masas han despertado a la acción en efervescencia de una pesadilla órquica. La demagogia “progresista” no diferencia entre derechos objetivos y subjetivos: todo son derechos y lo que no son derechos se consideran trabas insoportables para la felicidad universal, la cual tiene tres sólidos anclajes mediante los que piensa avanzar en la historia: victimismo, obediencia en la fe única y la pobreza aceptada como virtud suprema. Ese es el plan de los dueños del mundo, para satisfacción de la izquierda miserista.
Hasta la crisis de 2008, la izquierda era sindical y festiva. A partir de esa fecha se volvió quejica, vocinglera y sobreactuada; es decir: indignada. Si algo tuvo de positivo aquella debacle con origen en la quiebra de Lheman Brothers y el hundimiento del modelo de desarrollo inmobiliario en Estado Unidos fue poner en evidencia que el famoso “estado del bienestar”, referente canónico para todas las socialdemocracias del planeta, resultaba insostenible en el marco de una economía especulativa. En décadas anteriores y hasta ese momento, la izquierda al uso y los movimientos neoprogres occidentales, una vez hecha efectiva su renuncia a alcanzar objetico estratégico alguno, se habían instalado en una especie de “pax romana” dentro del sistema capitalista, dedicados a la transformación de la vida cotidiana y las costumbres conforme al ideario pequeño burgués sesentayochista, tan del gusto especialmente de la progresía francesa, italiana y española. Lo importante ya no era hacer la revolución —un imposible de tantos— sino que pareciese que se había hecho o se estaba en ello. De tal modo, el buen militante izquierdista de la época era, al mismo tiempo, un teórico atento a la urbanidad y el decoro social, al obligatorio uso del lenguaje llamado inclusivo y a la corrección política en todas sus facetas, y también era un discreto bon vivant entendido en gastronomía y enología, en películas de Woody Allen y Pedro Almodóvar y en novelas policíacas, sobre todo de Vázquez Montalbán. Asumidas sus contradicciones —no muy escandalosas en un mundo escandalosamente ingrato—, el progrerío de los años ochenta y noventa del siglo pasado vivió a medio gas entre las risas de la movida madrileña, la canalla casi culta de la ruta del bacalao y la generosidad de las concejalías de cultura de los ayuntamientos. España era una fiesta.
Pero todo lo bueno se acaba y aquel sueño de urbanitas inquietos no podía ser la excepción. El aparatoso derrumbe del modelo de bienestar establecido condujo al desprestigio de la socialdemocracia —tan súbito y tan agrio como apenas transitorio—, y al surgimiento de nuevas formaciones políticas a la izquierda del PSOE y el PCE que arrastraron masivamente a sectores sociales previamente colectivizados y que se sentían marginados —porque lo estaban— en la distribución de las regalías del sistema. Aquellos primeros contestatarios tenían en común la apuesta por el todo o nada, ya que nada tenían que perder, y el ayuno casi absoluto de experiencia y formación teórica. De un dogmatismo ralo, propio de quien tiene pocas ideas y se aferra a ellas desesperadamente, aquel aluvión de protesta e intransigencia dio pie al nuevo paradigma de compromiso neoprogre: masas de twiteros incapaces de leer más de ciento cuarenta caracteres seguidos, feministas tóxicas que confunden la grosería con el desenfado y las borracheras con la liberación de la mujer y gente de esa prestancia; en suma, personas sin rumbo cierto aunque muy resentidas contra el sistema.
Como ocurriera cuatro décadas antes, hoy, pasadas aquellas primeras efervescencias, la conformidad dentro del sistema adquiere sus propias formas de lo cotidiano y se instala como alternativa a la imposibilidad de cambiar nada sustancial pero, también, como manera de vivir como si todo estuviera cambiando. La diferencia entre los primitivos izquierdistas que reciclaron sus planteamientos revolucionarios para convertirlos en vivencia de la rutina y estos movilizados de última generación es doble, según considero: aquellos se duchaban a diario y estos lo hacen, calculo, cada quince días más o menos; y otra: los nuevos antisistema, paradójicamente, coinciden en sus recetas para arreglar el mundo con las élites mundialistas que manejan los engranajes profundos de lo establecido. Su adhesión sentimental a personajes como Greta Thunberg, Zuckerberg, Beyoncé o Kamala Harris, sus referentes estéticos compendiados en los contenidos de plataformas de TV como Netflix o HBO, su opinión ecológica simétrica al discurso de las grandes empresas energéticas, su apología de la sanidad pública que parece copiada de un folleto publicitario de alguna aseguradora médica, nos hablan no tanto de su debilidad teórica como del poco margen que le queda a la izquierda tradicional para articular discursos alternativos y lo hondo que ha calado entre las masas acríticas —es decir, en casi todo el mundo— la propaganda buenista-igualitaria de las élites. Pues, en efecto, las élites nos quieren iguales. Pobres e iguales, adaptados a la precariedad, menesterosos en la búsqueda y, acaso, mantenimiento de empleos paupérrimos. En contrapartida, los poderosos omnímodos ofrecen a sus pastoreados el pack completo del nuevo bienestar emocional: internet a precio razonable, redes sociales donde todo el mundo es alguien —tan alguien como quiera convencerse a sí mismo de que alguien es—, brillantes soflamas “antifascistas” contra los discordantes y contenidos ideológicamente impecables en sus series favoritas.
Es lo que hay, por el momento. Trascender este nuevo apalancamiento moral de las masas será tan difícil, o tan sencillo, como desapalancarlas del sofá y el perfil de tick-tock. Quiero decir que será o no será, porque nunca se sabe.
© Posmodernia
Comentarios