El opio del pueblo

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No todo está perdido. La inflación galopa sobre el 9%, con los precios de la luz, el gas y los carburantes en máximos prehistóricos y la famosa cesta de la compra reducida al mínimo vital, pero no, no todo está perdido. Hay artículos de primera necesidad que han bajado de precio notablemente; los ansiolíticos, por ejemplo, están tirados.

Consultado mi farmacéutico habitual y contrastada la información con datos fiables sacados de internet —o sea, más o menos fiables—, llego a la conclusión de que al día de hoy pueden comprarse 30 comprimidos de 1 mg. de alprazolam y 50 de 5 mg. de diacepán por 3,60 €. Hace tres años, solamente el alprazolam costaba entre 6 y 8 euros. Naturalmente, estos medicamentos se adquieren a esos precios con receta privada. Si los dispensa un médico de la seguridad social, el valor de la mercancía desciende entre un 70% y un 100%, dependiendo del estatus laboral del paciente, ya saben: para los jubilados es gratis.

Seguimos avanzando imparables hacia la sociedad del bienestar. Porque no nos engañemos, una población generosamente provista de opiáceos es, a todas luces, una sociedad feliz. Menos capacidad económica, tenemos todo lo necesario para disfrutar de la vida. Bueno… menos capacidad económica y menos unas cuántas cosas más, siempre quedan por ahí los ripios del desempleo, los empleos basura, las hipotecas al alza y, en fin, esos engorros estadísticos que suelen fastidiar los estándares de la acomodación en una existencia plena. Pero lo importante —seamos optimistas—, está hecho: tenemos un gobierno progresista y vivimos en un país que es el no va más de lo solidario, lo paritario y lo planetario. Y tenemos ansiolíticos a demanda, encima más baratos que las gominolas. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué puede salir mal?

No quiero exagerar ni ponerme filosófico, ni andarme con maximalismos del estilo “la historia ha terminado” y parecidos, pero creo estar en condiciones de asegurar que la vida del español —y de la española—, está ya felizmente predeterminada desde el mismo momento de la concepción; y eso, querámoslo o no, nos guste o no, supone un avance inmenso, sideral, que nos sitúa al frente y en vanguardia de las civilizaciones más encomiables surgidas al calor de la historia. Recapitulemos.

Si nuestra futura madre no decidió reivindicar su derecho a disponer del propio cuerpo y enviarnos al limbo antes de la vigésimo primera semana de concepción, venimos a este mundo. Bien. Pasamos una infancia sin apenas traumas, en la guardería municipal primero y en el grado preescolar después, mientras nuestros progenitores —el A y el B, o sólo el A, o sólo el B, eso ya según la suerte de cada uno—, se desloman trabajando en lo que buenamente puedan. Aquí también importa la dispar fortuna, porque no es lo mismo que el progenitor A, pongamos por caso, sea titular de una notaría que, sigamos poniendo por caso, limpiadora en un hotel; y tampoco es lo mismo que el progenitor B sea CEO de la BMW que reponedor del Mercadona. Todo eso, insisto, es cuestión aleatoria; lo importante: que todos tenemos derecho a guardería y educación preescolar. Y después de preescolar, la escuela propiamente dicha, donde no nos enseñarán muchas cosas porque todo lo que hay que saber viene en la wikipedia, total, mira tú: lo importante es saber buscar; eso sí, nos adiestrarán perfectamente en valores cívicos y aprenderemos a distinguir con los ojos cerrados a un ser cisgénero de otro no-binario, a un transexual lesbiano de un machirulo, a un señoro de un pagafantas y a un niño con vulva de una niña con pene. Fundamental. Y también iremos espabilando y tomando conciencia de que el índice del malestar propio es activo básico para el desarrollo de las personas en este mundo feliz que habitamos. Si ese desasosiego no tuviera una causa física o psicológica inmediata —que necesitemos un cambio de sexo por ejemplo, algo tan corriente—, atribuiremos la desavenencia con nuestro entorno a la injusticia opresiva de la sociedad patriarcal, también a nuestra propia condición en el caso de que seamos varones heterosexuales,  y en situaciones extremas a incapacidad patológica para compartir el contento colectivo, vaya usted a saber por qué fallo en nuestra educación. Mas no hay que preocuparse, estamos ya en una edad en la que podemos drogarnos sin el conocimiento y no digamos el consentimiento de nuestros padres —los famosos A y B—; y, hala, todo arreglado: por menos de lo que cuesta una entrada para el cine entraremos a formar parte de la sociedad adulta que se atiborra de psicofármacos y otras sustancias más de calle pero igual de efectivas, se llamen porros o chinos; y si añadimos a la receta unas cervecitas con los colegas, el paraíso.

Llega ese día, en serio —quiero decir que lo digo muy en serio—, en que un joven ya no tan joven descubre que no tiene escuela ni despensa, pasado ni historia, futuro ni ganas de morir. La nada. El individuo es un concepto cargado de sentido pero la individualidad alimentada sobre el vacío produce vértigos como el alprazolam, huecos enormes en la memoria igual que el valium, sueños aplastados por la resaca igual que la hierba maría. Y después eso: nada. Y más después, el político que asoma a la tribuna del congreso y clama por la salud mental de la población. Resumen: más benzodiacepinas y más baratas. La sociedad del bienestar era esto, qué nos creíamos. Ni religión ni política ni formación del espíritu nacional; hemos llegado a la cúspide del progreso: los opiáceos son el opio del pueblo. Y se acabaron las medias tintas. Sean felices.

© Posmodernia

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