Una vez, hace años (era a comienzos de este siglo), fui a una manifestación multitudinaria en San Sebastián en contra de ya no sé qué salvajada de la ETA. Alguien del grupo con el que había ido desde Barcelona (vivía entonces ahí) me pasó una senyera (sin la estrella independentista, ni que decir tiene). La rechacé indignado: «Pero, vamos a ver, no es para defender “eso” por lo que estamos aquí». Aún más indignado, sin embargo, me dejaron las palabras que Rajoy (aún no era presidente) pronunció al finalizar la manifestación. Con su el lenguaje «politiqués» a cuestas, el líder de la derechita cobarde invocó —y había varios muertos sobre la mesa, y éramos un millón de personas en la calle— la necesidad de acabar con… las negativas consecuencias económicas engendradas por el nacionalismo. Sí, “el nacionalismo”… Eran tiempos (¿os acordáis?, parece que hace un siglo, y era ayer) en que se pretendía combatir el separatismo llamándolo… nacionalismo.
Si lo llamas nacionalismo, ¿en nombre de qué nación, ¡imbécil!, lo vas a atacar?
Pero, vamos a ver, si lo llamas nacionalismo, ¿en nombre de qué nación, ¡imbécil!, lo vas a atacar? ¡En nombre de ninguna, precisamente! Porque no creen en ella, porque para ellos (para los liberales, ya de derechas, ya de izquierdas) la nación simplemente no existe; sólo existe «el individuo»; España sólo empezó a existir de veras cuando en Cádiz se convirtió en una suma de átomos individuales, en un amasijo con apariencias democráticas y no vertebrado por la historia. Etcétera. No insisto. Todo eso lo hemos oído mil veces en esos últimos cuarenta años.
Donde no se oyó nada de eso, donde se oyó exactamente todo lo contrario, fue el pasado sábado en la barcelonesa plaza de España, ante las 15.000 personas que, desafiando los ataques de la hordas de la CUP, respondieron a la llamada de VOX.
Sólo se oyeron ahí (me limito al discurso de Santiago Abascal: uno de los mejores que ha pronunciado) palabras nunca oídas, palabras prácticamente prohibidas. Se oyó la palabra nación y la palabra España («Cataluña no es una nación; es algo mucho más importante: es una región de España»); se oyó la palabra Historia y la palabra gloria («Reivindicamos el pasado glorioso de España, herencia de nuestros mayores, proyección hacia nuestros descendientes»): se oyó la palabra grandeza («Si España es grande, es porque nunca nos hemos puesto límites o fronteras como los que intentan imponer a Cataluña»).
Se oyó la palabra "nación" y la palabra "España", la palabra "Historia" y la palabra "gloria", y la palabra "grandeza". Pero no la palabra "economía".
Lo que no se oyó, en cambio, fue la palabra economía. Rectifico: sí se oyó la palabra economía…, pero para denostarla («No es la economía lo más importante»), como también fueron denostadas y atacadas tanto la oligarquía financiera que nos sojuzga como la mediática que nos manipula.
La novedad de todo eso es inconmensurable. Pero la novedad no sólo de las acciones políticas que se proponen: la novedad también del lenguaje, del tono, del talante con que se proponen. Ahí está la clave del éxito de VOX: en su sinceridad, en su claridad, en su ruptura con todo el lenguaje estereotipado, apelmazado, falso, politiquero... En su capacidad de dirigirse no sólo a la cabeza (y al bolsillo) de la gente. En su capacidad de dirigirse a la cabeza, sí, pero también y ante todo a nuestro corazón, a nuestros sentimientos, a nuestras tripas. A nuestra pasión.
Cuando es en tales resortes donde se incide, entonces todo de repente se hace posible. Salvo, por supuesto. si un pueblo está muerto; y nosotros, ¡ay!, lo parecíamos durante todo un tiempo... Pero ha quedado claro que no estamos en absoluto muertos. Estamos vivos, vivísimos: la España viva está ahí. Aún no hemos ganado, por supuesto, aún queda un gran trecho por recorrer. Pero las bases están ya perfectamente colocadas: las bases, en particular, con las que sanar el gran cáncer que nuestras élites miserables han dejado que corroa a Cataluña. ¿Cómo se podrá sanar el cáncer? Interviniendo la Generalidad —decía Abascal—, ilegalizando los partidos golpistas, suprimiendo los mossos d’esquadra, cerrando TV3, anulando las competencias autonómicas en materia de sanidad y educación. Todo lo cual implica que no hay nada que negociar ni que discutir con quien pretende destruirnos. «La unidad de España —decía Abascal— no se negocia ni se discute: se defiende...» Y añadía: «Hasta sus últimas consecuencias». El que quiera entender que entienda.
Cuando todo eso se haya llevado a cabo, cuando la Cataluña bilingüe que habla y siente en catalán y en español, vuelva a sentirse orgullosa de ser una gran región de España, entonces sí, entonces podré volver a ondear, orgulloso yo también, la bandera de la patria chica que me vio nacer, esa bandera que el sábado brillaba por su ausencia (o casi) en la gran manifestación de VOX en Barcelona.
Comentarios