Reflexionando en torno a El PSOE y la II República,
de Javier R. Portella
De reciente aparición en Ediciones Insólitas, el ensayo de Javier R. Portella propone una revisión de la historia y el papel desarrollado por el PSOE en los años de la segunda República, hasta concluida la guerra civil, desde una perspectiva que, si bien no es nueva para el argumentario que durante mucho tiempo han desarrollado historiadores, filósofos y politólogos, sí presenta radical originalidad en cuanto a lo directo, meridiano en la forma de plantear la cuestión: ¿Fue el PSOE un partido democrático, lealmente defensor de la República, la legalidad, el progreso y el sentido humanitario de la acción del Estado, o por el contrario actuó como fuerza insurreccional, socavadora de la misma legalidad en que se amparaba, seguidor por tanto de las tesis leninistas que señalaban a la República como un régimen burgués al que tarde o temprano habría que derribar para, inmediatamente, instaurar un régimen soviético en España?
La respuesta a este dilema, según el autor de “El PSOE y la II República”, habría que rastrearla en el análisis de las posiciones de los dirigentes más significativos del partido en aquellos momentos cruciales de la historia de España; estadistas decisivos por cuanto ocuparon cargos de máxima responsabilidad tanto en la organización socialista como en la administración republicana: Largo Caballero, Indalecio Prieto y Julián Besteiro.
Naturalmente, si nos centramos en los nombres señalados, enseguida surge la dificultad de encontrar una clara línea de acción partidaria, por cuanto las posiciones ideológicas y tácticas de los tres dirigentes fueron, por lo general, dispares y en muchas ocasiones opuestas. Son conocidos el fervor revolucionario y la radicalidad prosoviética de Largo Caballero, así como la templanza conciliadora de Indalecio Prieto, quien en el plano de lo teórico se oponía a los “excesos” revolucionarios pero en la práctica no hizo nada por evitarlos o, al menos, atemperar las consecuencias de aquella permanente agitación insurreccional por parte de Largo Caballero y otros sectores extremistas del PSOE; y también es de sobra conocida la renuencia de Besteiro —casi diríamos existencial— ante todo lo que supusiera acercamiento a propuestas revolucionarias, no digamos de corte leninista o, peor aún, estalinista. Besteiro tenía alergia al comunismo y la dictadura del proletariado, pero siempre se mantuvo sumiso en las filas del partido desde el que muchos dirigentes, en especial Largo Caballero y los líderes de las juventudes socialistas, propugnaban la conversión de España —y la península ibérica—, en la Unión Soviética mediterránea. Siempre estuvo, por así decirlo, nadando entre dos aguas… o tres: la de los insurreccionales caballeristas, los “centristas” de Indalecio Prieto y los “socialdemocrátas” de su misma convicción. El triste final de este hombre, tachado de reaccionario en sus propias filas y de traidor a España por el bando de los vencedores en la guerra, enfermo y encarcelado, resume la fatídica incomprensión de sus ideas en una España que no estuvo para medianías ni tibiezas durante el convulso período histórico al que nos referimos.
Tras el notable aporte documental que efectúa este libro, así como tras el análisis del autor sobre estas tres “personalidades socialistas”, sus distintos puntos de vista y postulados políticos a lo largo de la década de los años 30 del siglo pasado, tiene el lector la impresión de que el PSOE llegó a convertirse, más que en una organización nítidamente caracterizada por sólidos principios estratégicos y coherentes concreciones tácticas, en una especie de “cajón de sastre” para toda aquella izquierda no anarquista que, por un motivo u otro, no se hallaba encuadrada en el Partido Comunista; y probablemente esta cuestión, el que la inmensa mayoría del izquierdismo no libertario hispano de la época fuese afiliado al PSOE, se debiera a que al inicio de la famosa década bárbara, en 1931, la estructura organizativa del PCE era extremadamente exigua en cuanto a militancia, y poderosamente sectaria respecto a las demás formaciones de la izquierda.
Defender una cosa y la contraria
De tal modo, entre 1931 y 1939 encontramos un partido socialista cuyos dirigentes son capaces de defender al mismo tiempo una cosa y su contraria —lo cual nos hace pensar, inevitablemente, en tiempos mucho más cercanos—; líderes que denostaban a Stalin y defendían ardorosamente a la Unión Soviética stalinista, que clamaban por la libertad política y aplaudían las purgas de “elementos reaccionarios” en la patria de la dictadura del proletariado, que preconizaban la libertad de culto y arengaban a las masas embrutecidas contra el clero, cuando no aplaudían los desmanes cometidos contra los católicos en general, el asesinato selectivo de creyentes acusados de haber comulgado en secreto, o de haberse confesado “con un cura”; responsables políticos que abanderaban los principios democráticos sobre el imperio de la ley y mantenían ominosa indiferencia ante el asesinato de uno de los líderes de la oposición —José Calvo Sotelo— por la policía al servicio de la República, y al tiempo que mantenían grave exigencia sobre la separación de los poderes del Estado, callaban o directamente autorizaban la siniestra labor genocida de los tribunales populares y las chekas bajo control de agentes estalinistas… En fin, una serie de despropósitos que nos describen bastante bien la esencia veleidosa, acomodaticia al capricho irresponsable de las masas, de un partido socialista cuyas bases y nomenclatura se encontraban vinculadas a la disciplina organizativa por necesidad de responder a la pulsión inmediata de la historia, el imperativo de lo cotidiano, no por principios estratégicos consolidados al calor de una experiencia consecuente con aquellos extraviados —inciertos— principios.
No es de extrañar, desde esta perspectiva, que el decurso ideológico/político “a salto de mata” del PSOE —sobre todo desde los inicios de la guerra civil hasta abril de 1939—, deparase un final pintoresco a esta fase bárbara del partido, en tiempos bárbaros para España: mientras uno de sus dirigentes, Juan Negrín, presidía el gobierno provisional de la República, trasladado a Valencia y posteriormente a Alicante, otros relevantes socialistas, encabezados por Besteiro, apoyaban el golpe de Estado de Casado y participaban en el Consejo Nacional de Defensa, con dos únicos puntos programáticos: acabar con las atrocidades cometidas contra “la quinta columna” —personal civil, no beligerante, opuesto al bando republicano—, y negociar unas condiciones dignas de armisticio ante los ejércitos del general Franco. Armisticio que, como todos sabemos, nunca llegó a existir porque a aquellas alturas de la guerra sólo quedaba a la República una salida: la rendición incondicional.
La conclusión sobre el sentido real y alcance verdadero del papel del PSOE durante la II República, corresponde a los historiadores sin duda. Al lector de este ensayo le queda, después de todo, una soberana impresión: el PSOE, en aquellas tesituras, fue un partido sobrepasado por la realidad, una especie de náufrago en aguas muy ajenas que sobrevivió como pudo a los embates de lo contemporáneo, todo a base de oportunismo, instinto de adaptación y paroxismo propagandístico para no perder el apoyo de las masas. Fiscalizado por nacionalistas y republicanos de izquierdas, acuciado por comunistas y anarquistas, su desempeño político en aquella época fue de verdadero vértigo: el de un partido que se genera a sí mismo cada día, obsesionado por no sufrir algún coletazo del monstruo que entre unos y otros habían alimentado —llámenlo República, Guerra Civil o como quieran—, y verse descompuesto y malherido en la cuneta de la historia.
Lo cual… ¿cómo puede nadie pensar lo contrario?, no tiene parangón con la actualidad española. La historia es como rebuzno de mulo cansado: suena lejos pero no mueve molino. Eso dicen, al menos.
En la segunda entrega de este artículo, a la luz del ensayo de Javier R. Portella, hablaremos de legitimidades históricas, tanto de la derecha como de la izquierda. De quiénes se creen capacitados para otorgarla y de quiénes se la apropian, como suele decirse, por la cara. Será la semana próxima.
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