Después de la mala resaca de los Premios Goya, llega la 95.ª edición de los Óscar, convertida en los últimos años en la escenificación más mediática del así denominado “wokismo”. Hay que leer La posliteratura, el último libro publicado hasta la fecha por Alain Finkielkraut en España, para entender de qué estamos hablando: el cine reducido a vehículo de transmisión de un panfleto ideológico. Secuestrado por las subvenciones estatales, los artistas mediocres (peor: indocumentados), la cultura de la cancelación (véase: el caso de dos artistas geniales de la talla de Woody Allen y Roman Polanski), los productores-empresarios sin conocimiento alguno de arte y la excusa pseudopolítica para dar un discurso mal disimulado bajo el formato de una película.
Confieso que buena parte de las películas nominadas no me interesan ni un ápice; de la misma forma que la mayoría de series que se estrenan en las distintas plataformas de streaming me parecen inanes. Salvando excepciones como la de We own this city (David Simon, 2022) o Cowboy de Copenhague (Nicolas Winding Refn, 2023), prefiero siempre la compañía de una buena novela. Las salas de cine, cada vez más abandonadas por el público o protagonizadas por la mala educación de nuestros contemporáneos, no se encuentran mucho mejor; las dos mejores películas que podían haber obtenido una nominación a la categoría más prestigiosa, The northman (Robert Eggers, 2022) y Decision to leave (Park Chan-wook, 2022), han sido ninguneadas por igual. Aquello que se ha ofrecido en su lugar no resulta muy apetecible: la excentricidad pirotécnica de Todo a la vez en todas partes (Dan Kwan y Daniel Scheinert, 2022) y la impúdica vacuidad de Los Fabelman (Steven Spielberg, 2022) parten como aparentes favoritas.
Para los interesados en la crítica cultural, el fenómeno cinematográfico más interesante del año es, sin duda alguna, la coincidencia en una misma temporada de sendos biopics sobre los dos sex-symbols más sugerentes de la cultura pop: Elvis Presley y Marilyn Monroe. Si Michelle Yeoh (asiatización del cine) y Brendan Fraser (convertido en ícono de la “nueva masculinidad”) no lo evitan, tanto Ana de Armas como Austin Butler pueden ser premiados por su magnífica interpretación, siempre incompleta para dos figuras tan determinantes en el imaginario del siglo XX. En la misma línea, la fallida Babylon (Damien Chazelle, 2022) trata de volver de manera auto-consciente sobre la propia trayectoria del cine; lo hace sin añadir nada nuevo, en lo que a fondo se refiere, a películas anteriores como Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) e incluso The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), con algunas decisiones formales acertadas (su final-homenaje y el festival rabelesiano de escatología y humor quijotesco), aunque cayendo casi siempre en el fracaso, en el exceso y en el cliché.
La película más perfecta del año es Almas en pena en Inisherin (Martin McDonagh, 2022), una tragedia con alma de lied de Schubert, drama rural de Ford e indagación en el absurdo existencial de Beckett. Tan impecable como lejana para un espectador que se reconoce en el mito, pero no en la desolada incomunicación de un mundo pre-tecnificado y rural. Sus dos protagonistas, Brendan Gleeson y Colin Farrell, realizan una colaboración que se encuentra entre los mejores duelos interpretativos de los últimos años, al nivel de Joaquin Phoenix y de Philip Seymour Hoffman en The Master (Paul Thomas Anderson, 2012); y de Willem Dafoe y Robert Pattinson en The Lighthouse (Robert Eggers, 2019). Contando lo mismo que en Escondidos en brujas (Martin McDonagh, 2008), sólo que en el contexto de un pueblo irlandés, uno entiende por qué Antígona todavía nos conmueve como en el siglo V a.C.
La película más académica, en un año donde las terribles Avatar II: El sentido del agua (James Cameron, 2022) y Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022) han conseguido arrastrar al espectador medio de vuelta a la sala de cine, únicamente se encuentra disponible en formato televisivo: Sin novedad en el frente (Edward Berger, 2022). Película excesiva, a la que le sobra la subtrama protagonizada por el español Daniel Brühl, se eleva como una gran película bélica en el relato protagonizado por un grupo de jóvenes y desengañados soldados sometidos a un viaje al fin de la noche en el marco de la Primera Guerra Mundial. Adaptación de la archiconocida novela de Erich Maria Remarque (1929), todo un best-seller de la época, algunos preferimos en cambio la versión épica de Ernst Jünger o la ultranihilista de Louis-Ferdinand Céline, a la hora de enfrentar literariamente la experiencia de la pira europea. El que la película sea alemana puede acabar redundando en un galardón de signo geopolítico para estos tiempos de “otanización” de Europa.
Los blockbusters cunden multiformes sobre la tierra, en eterno retorno de lo mismo. Y la imposición de cuotas, así como la conversión del cine en el transmisor de un “mensaje” de signo claramente panfletario, son campos estériles para cualquier vestigio creativo que se precie. Como alternativa cinéfila, quedan dos obras maestras: una revisión vikinga del mito de Hamlet cargada con un marcado simbolismo; y un remake cargado de sensibilidad poética de dos obras maestras de la talla de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y La conversación (Francis Ford Coppola, 1974). Lo que evidencia, a pesar del brillante resultado estético, la deuda con el cine del pasado y el agotamiento narrativo de la industria cinematográfica: en manos de las plataformas y de la corrección política; esto es, del conservadurismo formal y de la censura temática. No es casualidad que tanto The northman como Decision to leave sean dos atípicas historias de amor.
De entre las candidatas a mejor película en la sección oficial de los Oscar, destaco dos películas destinadas a perdurar: Tár (Todd Field, 2022) y Triángulo de tristeza (Ruben Östlund, 2022). Que cualquiera de estas dos obras, deudoras del mal llamado “cine de autor” europeo, supondría una grata sorpresa para quien escribe a vuelapluma estas apresuradas líneas. Drama sobre la incorrección política y la pulverización de una concepción sacra del arte, la película de Field es un canto de amor a la música clásica y un clamor de denuncia al irrespirable ambiente de puritanismo y delación que se ha adueñado del panorama artístico. Y cuenta con la actuación de una de las más grandes actrices de su generación, Cate Blanchett, en estado de gracia.
Si Tár se encuentra bajo el magnético influjo de la poesía visual de Krzysztof Kieslowski; en la película que le supuso a Östlund la segunda Palma de Oro —un reconocimiento otorgado sólo a dos directores más: Francis Ford Coppola, Billie August, Michael Haneke y Emir Kusturica—, la sombra buñuelesca del genial director aragonés resulta evidente. Crítica acerada contra el capitalismo, narra la inevitable descomposición de una pareja de millennials, al tiempo que traza un mapa geopolítico de la decadencia europea, donde liberalismo y comunismo han devenido en formas políticas obsoletas. El personaje del capitán de barco interpretado por Woody Harrelson y el giro final de guion, misántropo a lo Viridiana (Luis Buñuel, 1961), en el tercio final de la película, se encuentran entre lo mejor del cine producido en Europa en la última década.
El mundo cultural sobrevive gracias a la respiración asistida de su glorioso pasado. A pesar de la hecatombe generalizada, la literatura aún guarda un mínimo de salud que al cine le resulta por completo ausente. Lejos de ser un adarve, el panorama pseudo-artístico de 2023 es la decrépita vanguardia zombi de una civilización exangüe. El avance de la tecnología ya ha puesto en riesgo la continuidad de lo humano, comenzando por su cotidianeidad más mundana. La irrelevancia del arte, del espíritu y del amor en todas sus facetas es el signo más característico de la decadencia de lo humano. Sólo la belleza puede salvaros.
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