"Cosas veredes...", decía nuestro Mio Cid. Cosas extraordinarias, cosas jamás vistas en 45 años están viéndose desde que el pueblo español se ha lanzado a la calle, enfurecido y abriéndosele los ojos ante las traiciones y engaños del psicópata de la Moncloa. Y como mis amigos franceses de la revista ‘Éléments’ me pidieron que se lo contara y explicase, aquí va mi explicación. Sobre muchas cosas, y en particular sobre por qué no hay ni puede haber “derecho a decidir”.
El pueblo español se ha lanzado a la calle. Jóvenes (muchos), ancianos (hasta también) junto con gente de todas las edades se agolpan por millares diariamente, desde hace ya diez jornadas[1] y sin fecha prevista de conclusión, ante la sedes del partido socialista de Madrid y, en muchas ocasiones, de las principales capitales de provincia. Con una energía, un vigor, una rabia y un fervor patriótico como no se había visto nunca.
Eso no tiene nada que ver con las manifestaciones, pomposas e hipócritas, que convocan en otros momentos los partidos del Sistema, esos sátrapas, esos colaboracionistas de facto del movimiento secesionista que rompe a España y que ellos (tanto los socialistas como los del PP) fueron los primeros en aupar. Lo hicieron desde el primer momento, desde aquel 1978 en que, aprobada la nueva Constitución que el franquismo acababa de regalar, se emprendió la aciaga (y calificada de “modélica”) Transición.
Por ello resuena estos días en las calles un grito que nunca se había oído hasta ahora: “¡España es una nación! ¡No una Constitución!” (grito con el que se lanza además un escupitajo directo a la tesis defendida por muchos liberales según la cual la nación española sólo existiría desde su primera Constitución de 1812). Y como lo que empieza a estar en juego es el Régimen surgido en 1978, ello explica que, como si estuviéramos en el Budapest sublevado de 1956, ondee en las calles la bandera rojigualda a la que se le ha recortado el escudo del Régimen actual.
Un Régimen cada vez más despreciado
Pero no, no os hagáis ilusiones, amigos franceses. El Régimen es despreciado y vilipendiado, sí; pero de la manera en que cualquier Régimen lo es en los albores de las revueltas populares: de forma vaga, imprecisa, sin un programa de acción concreto; sin que nadie pueda asegurar a día de hoy si la revuelta acabará engullida, como tantas veces, por los amos del Sistema, o si por el contrario...
Lo único que está claro es la atmósfera que bulle, se siente, se palpa en medio de la calle. Si descontamos la guerrilla (eran otros tiempos, otro pueblo, otras circunstancias...), la atmósfera y la rabia actuales recuerdan mucho lo que debía de sentirse en aquel mes de mayo de 1808 en que el pueblo español, ¡incluido el de Cataluña!, se alzó para defender la patria frente al ocupante francés. No sólo frente a éste: también frente a nuestros dos grandes felones (Carlos IV y su hijo Fernando VII) que habían abierto las fronteras al invasor.
Hoy no hay ocupante extranjero en España (sólo españoles a los que les ha dado por sentirse ocupados y sojuzgados por la patria común), pero sí hay felones en el asunto. El que pasará como tal a la Historia se llama Pedro Sánchez, el actual primer ministro que, para mantenerse en el poder gracias a los siete votos de los secesionistas catalanes de Puigdemont (el prófugo huido a Waterloo en 2017), acaba de pactar con él la amnistía tanto para él mismo como para sus secuaces, junto con mil otras concesiones: condonación de 15.000 millones de euros de la deuda de la Generalidad catalana, concesión a ésta de la totalidad de los impuestos recaudados en la actual región y pronto nación, y lo más importante: realización de un referéndum que permita a Cataluña independizarse definitivamente de España.
A la luz de los actuales sondeos (y a la luz también del pavor de perder sus privilegios económicos que a los burgueses y “bobos”[2] catalanes les dará a la hora de dar el paso final), lo más probable es que el resultado final sea sin embargo el mantenimiento de los vínculos políticos que puedan quedar entre Cataluña y España, si es que aún queda alguno, pues los otros lazos —los más importantes—, los afectivos, culturales, lingüísticos… (en los colegios catalanes ya se imparten más horas de inglés que de español) hace ya muchos años que han sido rotos por el odio del separatismo catalán hacia todo lo español.
Si ello es así, ¿por qué nos empeñamos en mantenernos juntos?
Si ello es así, y si nada conseguirá modificar a corto o mediano plazo las mentalidades de unas generaciones brutalmente adoctrinadas desde hace 50 años, ¿no valdría más, para los propios españoles, aceptar las consecuencias que parecen imponerse? ¿Qué interés hay en mantener una situación intrínsecamente podrida y que no puede sino empeorar? ¿Qué gana España en mantener unos vínculos con quienes la odian y se han convertido en sus enemigos?
Ganar, en efecto, España no gana estrictamente nada. Económicamente, pierde, y mucho: los 15.000 millones del despilfarro catalán que ahora habrá que apoquinar, más la totalidad, en lo sucesivo, de los impuestos recaudados y de los que no verá un solo euro. Pero políticamente, aún pierde más. Políticamente, la independencia de Cataluña y de las Vascongadas sería una bendición del cielo: la correlación de fuerzas electorales haría que, sin los votos de las regiones secesionistas, nunca jamás (al menos a corto o mediano plazo) un socialista o un comunista podría soñar con volver a poner los pies en el palacio de la Moncloa.
¿Entonces?...
Lo que sucede entonces es que, si el pueblo español está empeñado —y legítimamente empeñado— en luchar tan denodadamente en defensa de la unidad de la patria, es por algo tan peregrino, tan poco práctico, tan carente de interés a ojos del hombre moderno y posmoderno como... un sentimiento. El sentimiento de una identidad colectiva, el sentimiento de ser algo y algo importante (al menos ayer) en el mundo, el sentimiento de pertenecer a un pasado y de proyectarse hacia un futuro... El sentimiento, en fin, de no quedarnos disueltos en la nada de la muerte.
Es curioso. La nación española, aquella “luz de Trento y martillo de herejes” que, después de haber presidido durante siglos la cruzada contra la modernidad[3], se ha convertido en víctima consintiente de los peores desmanes de la posmodernidad, esta misma nación todavía encuentra arrestos para saltar a la palestra en defensa de lo que en los liberales tiempos posmodernos constituye todo un anacronismo: la defensa de la nación.
El liberalismo y “el derecho a decidir”
“¿Cómo se puede privar a un pueblo (el catalán, en este caso) del derecho a decidir su pertenencia a la entidad nacional que mejor le parece?”, me han preguntado muchas veces amigos (y camaradas) franceses que, sensibilizados como están (y con razón) por el jacobinismo centralista que la Revolución impuso en su país, ven con dificultad el combate que los identitarios españoles emprendemos, de manera totalmente unánime, contra el secesionismo que mina nuestra nación.[4]
La respuesta es muy sencilla: emprendemos dicho combate porque somos precisamente antiliberales. Porque, no creyendo en el principio primero del liberalismo —la libre decisión individual—, estamos convencidos de que una nación no es ninguna asociación constituida por la libre decisión de sus miembros, esos átomos que, habiendo firmado el famoso Contrato, tienen el consiguiente derecho de rescindirlo cuando les plazca.
Si asumiéramos tales fantasías, no nos quedaría más remedio que reconocer a vascos y catalanes (y dentro de éstos a los araneses[5], así como a cualquier otra porción del territorio catalán, o español, que lo tuviera a bien) el derecho a decidir su segregación.
Pero como no somos liberales, sabemos que “¡España es una nación! ¡No una Constitución!”, como se grita estos días en sus calles, frente a las cargas brutales de la policía. Sabemos, con otras palabras, que España no depende de ningún acuerdo, pacto o constitución. Sabemos que España, como cualquier nación, es “una unidad de destino”, decía José Antonio Primo de Rivera, constituida por tres cosas: un territorio, una lengua y una historia (que se remonta a los dos mil años de la Hispania Romana). Y sabemos que el destino —algo por lo que estamos dispuestos a sacrificar nuestros intereses económicos y hasta políticos— es una de las pocas sagradas que aún nos quedan: algo que se impone por sí mismo, algo a cuyo respecto no hay ni puede haber ni decisión ni votación.
O si votación hubiere, sólo podría ser legítima en un exclusivo caso: si en ella votasen todos los muertos y nascituri de la nación, ellos que la integran, que la conforman, tanto como los vivos.
[1] En el momento de escribir el artículo. Esta noche ya es la decimoquinta. Y lo que te rondaré morena.
[2] Uso el término en su acepción francesa, como acrónimo de “bourgeois bohème” [burgués bohemio), que en buen español se diría “pijoprogre”.
[3] El problema es que, si Trento y España emprendieron con justicia y razón el combate contra el luteranismo y lo que éste significaba, también emprendieron un combate —pero aquí sin justicia ni razón— contra lo que había representado durante dos siglos el glorioso renacer del sincretismo pagano-cristiano del Renacimiento. Pero ésta es obviamente otra historia.
[4] Doy por sentado que el lector francés conoce perfectamente que el actual Régimen español no sólo es de carácter federal, sino que los derechos reconocidos a las Comunidades Autónomas se cuentan probablemente entre los más altos de todos los sistemas federales.
[5] Pequeño (y hermoso) valle pirenaico donde se habla un dialecto del catalán y cuyos habitantes también anhelan que se les reconozca su idioma y su entidad política propia.
Y como colofón, este video
Por primera vez en 47 años sonó esta noche en la calle, con su letra y su fuerza, el prohibido Himno Nacional:
«Gloria a la patria / que supo seguir /
sobre el azul del mar / el caminar del sol»
Para leer y reflexionar
al volver de la manifa