Cosas de España: el árbitro de la política nacional es el mayor enemigo de su unidad. Sólo el régimen del 78 es capaz de originar semejante disparate, absurdo que quedaría fácilmente resuelto con un pacto de legislatura entre los dos partidos mayoritarios —y a los que se supone “nacionales”— para preservar la integridad del Estado. Esta opción, propia del sentido común y de un elemental patriotismo, es la única imposible para el régimen de partidos que sufrimos. Hecho para disolver y dividir la nación en cacicatos, el sistema borbónico fomenta el egoísmo de las facciones, que sólo piensan en apoderarse del presupuesto y en repartirse las canonjías, prebendas y sinecuras que caen de la gran piñata del fisco. Mientras los separatistas muestran unidad de propósito y constancia en la idea de crear una nueva nación, la casta parasitaria “estatal” sólo aspira a seguir mandando un día más, al precio que sea. Todo vale; la experiencia demuestra que cuanto más corta de vista y larga de manos sea una facción, mejor le irá en la lucha por el gobierno.
Parafraseando a Maurras, podemos exclamar:
“¡Cincuenta años de democracia: eso se paga, señor prefecto!”
“¡Cincuenta años de democracia: eso se paga, señor prefecto!” Con tales elementos en el gobernalle de la nave del Estado, no es de extrañar que el zascandil catalán tomara las de Villadiego con la complicidad del sanedrín de eunucos que gobernaba España en 2017. Y eso que el gerundés errante no huía del hacha del verdugo o del siniestro paredón, destino habitual de los crímenes de lesa patria cuando España se respetaba a sí misma. Los separatistas tienen razón cuando afirman que su encaste de mansos nada tiene en común con el de un Diego de León o un general Zurbano. Ni muchísimo menos. Al fugitivo no le esperaban ni el cadalso con el garrote vil ni el estrado con la guillotina, sino un gulag de cinco estrellas con la pulserita de todo incluido. Aquello no era la galería de presos comunes de la Prisión Provincial de Hombres de Carabanchel, ni tampoco el penal de Ceuta; era un Spandau con servicio de habitaciones, dieta sana y patente de mártir a la salida. Algunos, como Junqueras, volvieron de prisión tan lozanos como quien acaba una cura de reposo. El verdadero poder en Cataluña estaba en la cárcel y no en la Generalidad; por eso, a nadie se le ocurrió emular al conde de Montecristo.
Pero el fuguillas ni siquiera tuvo el escaso valor de afrontar un balneario penal ni de arrostrar las consecuencias de sus actos frente a un tribunal complaciente, manso como una manada de cabestros y a las órdenes de quien manda, como es tradición jurídica del Régimen, donde las rectas columnas clásicas del templo de Temis acaban tan retorcidas como los salomónicos fustes de un retablo barroco. No, este personaje no está hecho de la pasta de los héroes, ni siquiera de la de los antifranquistas retroactivos de nuestro tiempo. El líder de la república de los veinte segundos tomó el olivo y no paró hasta llegar al refugio de nuestra aliada Bélgica, donde encontró asilo y protección jurídica contra la extradición. Y no sólo los belgas, nuestros socios alemanes e italianos también confirmaron su inmunidad y pisotearon las reclamaciones de la “justicia” española. Y nuestros amigos europeos de Letonia y Finlandia le otorgaron su apoyo político. Todo son ventajas en la Alianza Atlántica.
Por supuesto, detrás de todo este jaleo nos dijeron que estaba el Gran Demiurgo, el Mefistófeles moscovita, el omnipresente Putin, causa de todas nuestras desgracias. No cabe la menor duda de que el separatismo le proporciona al gobierno ruso una gran oportunidad de desestabilizar a un Estado semifallido que es el eslabón más débil de la Alianza Atlántica. Consciente de ello, el prófugo viajó a Moscú dispuesto a mercadear con Crimea o con lo que fuera para obtener el reconocimiento de su Abjasia pirenaica. Salió como entró, con las manos vacías y recibido solamente por un funcionario de segunda fila. Tiempo después, el Kremlin afirmó que estaba a favor de la unidad de España, algo que no se ha escuchado desde Riga, Helsinki o Bruselas. No es Putin el que urde tramas contra España; quien sí conspira activamente contra ella es el Gobierno de Madrid. A Puigdemont no le hacía falta ir a Moscú, le basta con sentarse en casa para conceder audiencia a los enviados de La Moncloa. Hoy, 9 de noviembre de 2023, seis años después de su cobarde fuga a Waterloo, el líder separatista le dicta las condiciones de la capitulación al Estado. Nunca España había sido tan humillada; no sólo por lo que se pide de ella, sino por quién se lo exige. Una nación que se arrastra ante tales enemigos no merece vivir.