Hace unos días, asistí invitado a un curso estival del ISSEP sobre la nación: La Nación: pasado, presente y futuro. En mi intervención, desordenada y antiacadémica, acabé sometiendo a la consideración de los presentes la posibilidad de reconocerse, reconocerme yo, como nacionalista español, algo que ya hice, con mayor o menor rotundidad en algún artículo, y con lo que he abusado de la paciencia de algún amigo en conversaciones privadas.
Tras mi intervención tomó la palabra Iván Vélez, que recordó con pertinencia a Gustavo Bueno. Vélez, que no tiene miedo a ciertos términos («nación», «nacionalismo») escribió a los pocos días un artículo sobre el asunto invitando a distinguir la nación real, la española, de las que no lo son, y a los nacionalismos separatistas o fraccionarios del nacionalismo español, y citó para ello a Gustavo Bueno: «¡Pero si el nacionalismo español es el primero que hubo! ¡Si no pudo haber otro!».
Ésta es una docta cuestión en la que no debo entrar. Pero sí me gustaría trasmitirle al lector mi parecer sobre su irradiación en nosotros. En mi intervención partí de la pregunta ¿qué es ser español ahora mismo? y comencé con la frase atribuida a Cánovas: «Español es el que no puede ser otra cosa», que me gusta por dos cosas: porque en eso está quedando lo español, sobrante o excedente de lo que no es «comunidad histórica», pero sobre todo por su literalidad. Español es el que no puede ser otra cosa, literal. Li-te-ral.
La españolidad es un hecho dado, indecidible, invotable, indisponible para nosotros
Porque la españolidad es un hecho dado, indecidible, invotable, indisponible para nosotros.
Nacemos españoles y no se nos ha preguntado. Somos nacidos, igual que nacemos en una familia, y esa condición de nacido, esa nación, es una materialidad, un hecho, que va de lo individual a lo colectivo. Nos nacen españoles y España es nación proclamada ella misma y reconocida por otros.
A menudo se desprecia el término «nación» por vago, poco útil o puramente declarativo o romántico, mítico o simplemente opinativo.
Pero ¿por qué no reducirlo a su mera realidad fáctica, a su condición de hecho innegable?
Somos nacidos españoles, nos nacen así
Somos nacidos españoles, nos nacen así, y eso atraviesa de lo individual como hecho de identidad a lo colectivo, porque acaba formando una comunidad. Nación es condición de nacimiento y una comunidad reconocida política en la Constitución y proclamada desde 1812.
¿Cómo algo tan importante es tabú o se deja sin nombrar?
El término nación es ignorado por la izquierda hegemónica, cogido con pinzas y escrúpulos por el centrismo (primado en los medios), raro centrismo que quiere ser afrancesado en todo menos en esto, y mal entendido por las derechas; unos porque prefieren «patria», menos polémico y quizás más castrense, otros porque es concepto revolucionario, de modernidad, posterior a la monarquía hispana en su sentido político y, la mayoría, porque «nacionalismo» son los otros, los enemigos de España. El término nacionalismo se ha usado como etiqueta vergonzante donde igualar a los separatismos con «lo peor del siglo XX».
Los nacionalistas son, pues, el enemigo.
Así las cosas, se admite nación (a regañadientes, y no todos), pero se rechaza el «ismo».
Y se considera que patriotismo es la pasión nacional justa, adecuada, y que nacionalismo es el exceso, la hubris, la inflamación de lo nacional, en enemistad con otras naciones y con lo plural-diverso interior.
Por eso, el «ismo» de nación se abandona a los separatistas, que nación política no tienen. Se desprecia la palabra nacionalismo porque la vemos como una «nacionalitis», una inflamación de la nación.
«Nacionalismo» queda abandonado, y eso se percibe en la RAE, donde aparece «sentimiento fervoroso» (es decir, excesivo en lo público o cívico) o como «ideología del que sin nación aspira a tener Estado». Hay algo patológico o carencial en la palabra en nuestro idioma. Sin embargo, «nacionalista» tiene en el mundo anglosajón connotaciones positivas, e incluso en nuestra propia lengua el nacionalismo económico se estudia como una legítima forma de industrialización, y existe un nacionalismo musical, que se admite como forma y teoría artística.
Entre la «nación» y eso que llamo la «nacionalitis» nos falta una palabra y el asunto no sería muy importante si el «ismo» que falta no faltara sobre algo fundamental y amenazadísimo.
Porque, aunque «nación» es difícil de definir y es un concepto que se tiene por poco científico, vago, perdido en las brumas de la ensoñación telúrica y romántica, todos sabemos de qué estamos hablando. Los enemigos de España saben muy bien qué es una nación y qué quieren destruir. Es difícil de definir el amor, pero sabemos de qué estamos hablando y el amor se crea, se destruye o se agota.
La nación tiene una curiosa polisemia. Me gusta mucho un instante convertido en meme de internet que mencioné en la charla. Ese momento en el que una periodista sale a las calles de Móstoles a preguntar a la gente por Casillas y se encuentra con un señor, ya entrado en años, que resulta ser un personaje curiosísimo. El hombre, ya inmortal, dice en ese vídeo cosas poco inteligibles («aparar como aparanda») y una cosa muy clara:
—Pero ¿quieres a Iker? ¿Le quieres?
—Hombre, ha sido muy grande. De los mejores… Y es nacional. No es cualquiera…
Antes de decir «Y es nacional», el señor paró un momento y sonrío levemente, como pulsando un sobreentendido. Ahí se me reveló a mí que nacional no es cualquier cosa. Si hubiera dicho que es español, sin más, no hubiera sido lo mismo. Nacional es español y algo más. Nacional es lo entrañable nuestro, parte de nuestro patrimonio o acervo.
¡Ese señor de la gorra, maravilloso mostoleño, daba una clave de lo nacional!
Pero si nación o nacional sólo fuera esto, no importaría. Nación está en la Constitución, artículo dos, como fundamento de la Constitución. Desde la Revolución francesa, nación es titular de soberanía.
Entonces empieza lo serio. ¿Cómo es posible que se haya huido tanto tiempo de un término, «nación», que es clave de la Constitución? ¿Y cómo es posible que la palabra, el «ismo», la ideología o movimiento en su defensa esté manchado de toda la negatividad posible y sea aún más tabú? ¿Y cómo es posible que esto suceda cuando, además, esa nación está amenazada por todas partes y en todas sus dimensiones (histórica, cultural y política)?
«Patria» está bien, pero ¿es «patria» sujeto político? No. Uno puede querer o defender la patria, pero la patria no es sujeto político estrictamente. Y tiene sentido: defendemos la patria de la amenaza exterior, pero la nación es otra cosa. Es un sujeto político declarado.
Es verdad, es un sujeto político vaporoso y es titular de algo más vaporoso todavía: la soberanía.
Pero ciñámonos a su pura realidad, a lo que hemos hablado antes: nación como los nacidos-en, y nación como sujeto reconocido en la Constitución. No la llenemos de cosas, no la romanticemos, no la compliquemos.
Es algo recogido en la Constitución y una realidad de nacimiento. Punto.
¿Esto no son capaces de entenderlo los racional-cientifistas?
Pero «nación», sujeto político e identidad espaciotemporal, y «nacional», acervo nuestro, ¿no merecen una defensa?
¿Cómo llamaríamos al esfuerzo político por reconocerlo, sacarlo de las brumas o del tabú, darle conciencia, difundirlo, desbrozarlo en su dimensión histórica y cultural, y vigorizarlo o ayudar a su unidad, integridad y supervivencia?
Necesitaríamos un «ismo», pero no lo tenemos. Nacionalismo se les deja a los separatistas, a los fraccionarios, pero al darles la palabra les damos, también, inevitablemente, lo que contiene: lo nacional, la nación, la idea misma de comunidad.
El problema no es sólo en relación con ellos. Es que ese -ismo que no tenemos en relación con la nación, ese nacionalismo que no se puede decir, tiene una importancia grande en relación con el Poder, y con el Estado.
La Constitución del 78 reconoce a la nación como fundamento, y proclama soberano al pueblo español. Ojito con La que entre todos nos dimos, que hasta en eso es ambigua. Porque la de Cádiz precisa: «La soberanía reside esencialmente en la nación».
Así que estamos llegando a algo. Nación es titular de soberanía desde 1812. Lo que era comunidad histórica se hizo comunidad política, titular de soberanía y esto, que se declara o medio declara en la actual («el pueblo español») tiene una traducción que sigue siendo revolucionaria hoy día. Porque la soberanía, que es del Estado, mangoneado por los partidos, es originalmente de la nación. En el tránsito del Antiguo Régimen al Nuevo, la soberanía pasa del Rey al Pueblo, y esto pasa curiosamente en la Transición española porque la soberanía la recibe Juan Carlos I del franquismo, de Franco (vencedor de una guerra civil), y una vez ahí la soberanía no se hace del todo popular, se hace sólo formalmente, declarativamente popular, porque el Consenso es pacto propiciado por la Corona con los partidos, y ahí lo nacional de la soberanía se oculta, se vela, se mitiga, asediado además por el desarrollo de las «nacionalidades». Se producen dos cosas: el ataque autonómico a la nación cultural española y el estrangulamiento de la nación política por el mecanismo del Consenso, que hace que cada cuatro años se haga y decida lo que la mayoría no ha votado ni quiere (ejemplo: darle la amnistía a los golpistas).
Manda el Consenso, pero en la Constitución pone «nación» y en Cádiz pone «nación».
Por eso «nación» es un término incómodo y «nacionalismo» uno casi nefando. Porque «nacionalismo» no es un término de lucha contra el extranjero, ni siquiera de lucha con los separatismos. Es que la reivindicación de la nación, el «ismo» de la nación, es la forma de contrarrestar el poder del Estado y «nacionalizarlo», democratizarlo. El 78 privatizó empresas públicas y ahora quizás habría que nacionalizar el Estado. El 78 es una desnacionalización del Estado y la renacionalización sería democratización y realidad.
Entonces, todo aquello que rechina del término «nacionalismo» rechina por sospechas de totalitarismo, de exclusión, xenofobia, o belicismo, pero estamos hablando otra cosa: de reconocer al sujeto político declarado, de dar a lo escrito realidad, a lo jurídico «facticidad». O dicho modernamente (para que se involucren las feministas): empoderar a la nación. ¿Es temible esto? ¿Y cómo puede hacerse sin luchar por el concepto nación?
De modo que se hace necesario un -ismo para nación. Porque está amenazada por lo global, supranacional, por los separatismos, por las nacioncillas culturales que atentan, en alianza con el anglomundo global, contra la nación cultural española y, antes que todo eso, porque está oculta, amenazada, parasitada y consumida por el Estado que sale del Consenso: alianza de partidos, partidillos, separatistas, oligarquías y un-estado-de-cosas que ha primado el olvido del término «nación» y ha proscrito el término «nacionalismo».
Por todo lo anterior, pobre y rápidamente expresado, y por mucho más, el objetivo político, cívico, patriótico, cultural, democrático y hasta psicológico primero tiene que ver con la nación, y como la palabra «nación» está en la Constitución, funda Cádiz y el dichoso 78, y además es un hecho cierto, tan cierto como que escribo esto (nación: los nacidos aquí, conjunto de los nacidos aquí, filiación impepinable) y en todo esto no hay romanticismo, ni delirio, ni desmesura, sino todo lo contrario, ¿qué hay realmente de malo en que nos pudiéramos reconocer como nacionalistas españoles?
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