Segunda carta a una amiga a quien el capitalismo no le parece nada mal

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Querida Leonor:
Te decía en mi anterior carta que el capitalismo, por formularlo de esta manera simplona, a  mí sí «me parece muy mal». Y sería lógico que a ti también te lo pareciera. Por una sencilla razón: cuando combatimos el materialismo, el feísmo, toda la absurdidad de nuestro tiempo, ¿qué estamos combatiendo en realidad? Lo que estamos combatiendo es ese estado de espíritu, esa cosmovisión que engendra instituciones económicas, sociales y políticas regidas por un lema tan claro como rotundo: «¡Enriqueceos!» (Y si no os enriquecéis, ¡consumid!…, que ya otros se enriquecerán con lo que vosotros consumáis.)
«¡Enriqueceos los unos a costa de los otros!» (capitalismo puro y duro). O «¡Enriqueceos… todos por igual!» («capitalismo»… marxista, llamémoslo así). Si la oposición entre ambos es manifiesta, también lo es, o debería serlo, la concordancia de su espíritu más profundo: ese espíritu que, sometido en ambos casos a la materia, hasta parece fuera de lugar llamarlo «espíritu».
En ambos casos… Con una diferencia, sin embargo. Cada vez que el «materialismo igualitarista» ha puesto en práctica su doctrina, su «¡Enriqueceos!» se ha convertido en un «¡Empobreceos!»,y su «igualdad», en la igualdad que se establece entre los mortales a los que se extermina. ¿Cómo podría no haber sido así? La abolición del mercado, de la iniciativa empresarial, de la propiedad privada —la abolición, en suma, del ser propio de los hombres en cuanto productores—, ¿cómo podría semejante cosa no haber conducido al mayor de los desastres? Pero ello no es todo. ¿Cómo el odio vertido como cemento social —«lucha de clases» se llama—  podría no haber conducido al Gulag generalizado: a la gran ola exterminadora abatida sobre todas las clases, obreros y campesinos incluidos?
Pero esta aniquilación —es esto lo que aquí nos importa— ha conducido a otra cuyos efectos aún padecemos en carne viva. La hecatombe del «socialismo real» ha hecho que quedase aniquilada toda alternativa frente a un capitalismo que, gracias a ello, ha conseguido hacerse, como te decía en la anterior carta, con la mayor de las coartadas.
Nos hemos quedado sin palabras —sin conceptos, sin ideas— para enfrentar el capitalismo (o la plutocracia, o la degeneración materialista del  mundo, si te asusta menos llamarlo así). ¿Cómo enfrentar el capitalismo cuando el anterior enfrentamiento condujo a lo que condujo?
Tu miedo es comprensible. Pero olvidas que este miedo —y la parálisis a la que conduce— está impregnado por el esquema mismo de lo que tanto temes­. Tal parece como si acabar con el capitalismo —hacer que su «¡Enriqueceos!» deje de guiar al mundo— significara acabar con el mercado, aniquilar la propiedad, exterminar la burguesía: implantar el socialismo. Y no. Acabar con el capitalismo significa exactamente todo lo contrario de lo que intentaron aquellos locos, aquellos desalmados.
Acabar con el capitalismo no significa en absoluto liquidar a los capitalistas. No hay que matarlos, claro está. Pero es más —y esto sí que te sorprenderá— tienen que mantenerse como agentes económicos.
Acabar con el capitalismo significa todo lo contrario de instalar «el odio de clase» como cemento social; todo lo contrario también de convertir al proletariado —ese fantasma— en clase dominante que sojuzgue a las demás.
Acabar con el capitalismo…,¿qué significa entonces?
Significa preservar, como decía, la existencia de capitalistas y burgueses…, pero poniéndolos en su lugar: en el importante aunque subalterno lugar que lo económico debe ocupar en el mundo y la vida.
Acabar con el capitalismo significa que el «¡Enriqueceos!» —sin desaparecer como impulso productivo— deje de ser el santo y seña que lo rija, invade, degrade todo. Hasta lo más alto, hasta lo más sagrado, llámese arte o llámese religión. («Trajeron putas a Eleusis»: ¿te acuerdas de aquellas palabras de Ezra Pound que te cité en mi anterior carta?)
Acabar con el capitalismo significa también que, sin fantasear con la igualdad que todo lo aplasta, se impongan toda clase de trabas a los desafueros que hoy ejerce la oligarquía, se limite tanto su desenfrenada codicia como la insolente desigualdad que de ella se deriva.
Sí, ya sé que todo esto te va a parecer una locura… ¿Cómo es posible —te dirás— que desaparezca el espíritu del capitalismo… y no arrastre consigo a los propios capitalistas? Vale, de acuerdo, ya no se les podría dar tal nombre. Pasarían a ser meros poseedores, simples «ricos», como los llaman los envidiosos que se mueren de ganas de serlo.
Pero lo que late en el fondo de tu pregunta es otra cosa: ¿cómo podría seguir habiendo dinero, mercado, propiedad… y verse todo ello —todo lo económico— relegado al subalterno lugar que es el suyo?
¿Cómo?… De forma parecida a como semejante lugar había sido el ocupado por lo económico desde siempre: desde el inicio de los tiempos y hasta la llegada del capitalismo. (Con una diferencia decisiva a nuestro favor: hoy disponemos de una tecnología extraordinaria, fabulosa: a condición de que también ella la circunscribamos a su función y la limitemos a su lugar. Y es esta tecnología la que hace, por ejemplo, que la mano de obra esclavista o servil resulte simplemente innecesaria…, salvo para quienes, movidos por su codicia, se dedican a «deslocalizar» fábricas por esos mundos de Dios.)
Volvamos al lugar secundario que debe ser el propio de la economía. Pensemos, por ejemplo, en Roma. Tanto los patricios[1] como los grandes comerciantes y productores de la plebs tenían en sus manos las riendas de una economía que era todo lo importante que quieras (algunas explotaciones casi alcanzaban dimensiones «precapitalistas»), pero que no era en ningún caso lo que daba sentido a la existencia del mundo romano. Su sentido, Roma lo encontraba en otro sitio: en los dioses, en el arte, en la Res publica, en la conquista y civilización de quienes de ella procedemos.
No, Leonor, te equivocas si te imaginas que estoy pretendiendo —ya sabes que no soy un reaccionario— volver a ningún «pasado feliz». Lo único que pretendo es que la historia nos enseña algo capital: resulta perfectamente posible dedicar todos los esfuerzos que requieren lo útil y lo productivo, al tiempo que, expulsándolo del centro del mundo, lo circunscribimos a su periferia. Sí es posible disfrutar de todo lo bueno que aportan los bienes y la riqueza, a la vez que repudiamos, como santo y seña, el «¡Enriqueceos!» de nuestra codicia y perdición.
¿Y cómo se consigue tal cosa, cómo se obra tal maravilla, me preguntarás con toda la razón del mundo? ¿Qué estructuras económicas, sociales, políticas van a permitir que tal sueño se plasme en la realidad? ¡Ah! La gran pregunta, la pregunta decisiva… para la que es imposible, sin embargo, ofrecerte aquí ningún ramillete de recetas y respuestas. Hay que buscarlas, claro está. Hay que coger el toro por los cuernos y plantearnos a fondo la gran cuestión: la de la concreción, por esquemática que sea, de un nuevo orden económico, social, político. Pero ello es imposible si antes no nos hemos puesto de acuerdo sobre los presupuestos que semejante orden implica, sobre el horizonte de lo que anhelamos y por lo que luchamos.
Clarificar tales presupuestos —nada más… y nada menos— es lo que he intentado hacer en estas dos cartas. ¿Te sabe a poco?  A  mí también, la verdad. Y, sin embargo, no sólo es indispensable: es lo esencial. Pero a condición de no quedarnos ahí. A condición de indagar, ahondar, perfilar, concretar las cosas… A condición, en suma, de emprender un gran debate sobre el nuevo orden político, social y económico que, sin inspirarse en socialismos, fascismos o liberalismos —abandonando las viejas recetas, pensándolo todo sobre nuevas bases… y sobre la base de lo que nos enseña lo viejo—, impida que perezca el espíritu, permita que reviva el mundo.
El Estado y el nuevo orden económico del mundo
Permíteme, para facilitar tal debate, plantear una última cuestión. Es decisiva. ¿Qué pasa con el Estado, con eso que los antiguos llamaban Res publica: la cosa pública, la de todos, la que, agrupándonos a todos, a todos trasciende a la vez? ¿Tiene el Estado algo que ver, hacer o decir respecto al nuevo orden económico de cosas?
No lo parece. Después  de las catástrofes económicas engendradas por los grandes intervencionismos estatales, existe hoy una especie de consenso generalizado según el cual al Estado sólo le toca callarse como un muerto: intervenir como máximo en ultimísima instancia. La cosa hasta tiene un nombre: principio de subsidiariedad, ese principio según el cual el Estado sólo debería intervenir cuando ya no quedara más remedio, cuando la sociedad civil —esa cosa considerada intrínsecamente buena, sana y santa— ya no diera más de sí.
Pero… ¿da de sí la sociedad civil como para arrinconar por sí sola el «¡Enriqueceos!», como para repudiar el «¡Acumulad y sólo acumulad!»? ¡En absoluto! A la sociedad civil —«explotados» y «explotadores» reunidos— le encanta la desmesura del «¡Enriqueceos!», del «¡Acumulad!» (El problema es que no todos pueden enriquecerse y acumular, que si lo pudieran…) ¿Qué es, en últimas, la sociedad civil sino el conjunto de átomos humanos que, entregados a sí mismos, quedan encerrados en sus ansias más elementales…, como es lógico y natural cuando se carece de normas y símbolos, de cauces e instancias superiores —de nada «sagrado»— a lo que remitirse? Se han desvanecido todas las altas instancias. Quedan entonces las bajas: las chatas normas y los rastreros símbolos que impone el Mercado, ese Moloch más implacable aún que el Estado y al que los esclavos felices de la libertad se pliegan contentos y satisfechos.
¿Cómo podría «la sociedad civil» salir por sí misma de tanta complacencia? Y, sin embargo, hay que reconocerlo: si la sociedad como tal no cambia, si no se transforma el sentir mismo de la gente —el aire de los tiempos—, nada pueden entonces instancias, cauces, símbolos. Por grandes y altos que sean. Nada puede entonces el Estado.
«El Estado nunca puede nada», me dirás sin duda. «Nada bueno, nada grande», precisarás pensando en el funcionario de rostro cetrino que te escupe su mirada  mientras van girando, ciegas, las ruedas de la gran apisonadora que machaca la vida: «el más frío de los monstruos fríos», lo llamaba Nietzsche.
Éste es el problema. Todo está confundido. Uno dice «Estado»… y al instante surge el monstruo. Porque lo han trastocado todo. Al mismo tiempo que lo agigantaban, destruían al Estado: aniquilaban su auténtica dimensión pública, política. Le han quitado a la Res publica su doble carácter. La han privado tanto de su dimensión inmanente la casa de todos— como de ser la trascendente encarnación de un todosuperior a la suma de las partes. Con el Estado burocrático-capitalista (liberal, si prefieres), la Res publica se ha hecho res privata.[2] Se ha convertido en el monstruo que regula los negocios colectivos de los átomos, actividad que desarrolla con el mismo talante y parecidos principios que el Mercado a cuyo servicio está. Sus pretendidos ciudadanos no son sino clientes a los que cada cuatro años hay que adular…, así como contribuyentes a los que cada día hay que estrujar. Las funciones que asume el Estado —desopilantes, mastodónticas— son ante todo de orden utilitario-asistencial. Sus empresas  y subvenciones nada tienen que ver con el destino de un pueblo, con lo que éste hizo y deshizo a lo largo de los tiempos. Nada late en la pretendida Res publica de quienes nos precedieron por nuestra misma tierra, esa tierra en la que tampoco nada nuestro latirá cuando sean otros quienes por ella sigan caminando.
Y, sin embargo, también el nuevo Estado —el nuevo espacio público del mundo— deberá asumir una parte sustancial de las cuestiones económicas; ésas que aun siendo privadas —sólo conciernen al inmediato subsistir— hacen peligrar todo nuestro destino público. Para evitarlo, deberá el nuevo Estado implicarse a fondo en tales cuestiones. Deberá abrir cauces y alzar diques que impidan que los hombres centren su vida en el mero producir y consumir. Si lavándose las manos dejara que los hombres siguieran dando rienda suelta a sus apetitos más primarios, si el nuevo Estado se limitara a laissez faire, laissez passer…, de sobra sabemos qué cosas se dejarían hacer y pasar.
Y, sin embargo, no era el Estado —más exactamente: no era el aparato administrativo de la Res publica—quien alzaba antaño los diques y abría los cauces que impedían la mercantilización del mundo. Era el mundo como tal: eso que hoy llamamos sociedad. Pero una sociedad que a nadie se le ocurrió nunca que pudiera ser considerada una «sociedad civil». Porque no lo era. Era política. En su mismo seno llevaba inscrita la dimensión pública. El destino del todo —destino presente y destino histórico— a todos y a todo concernía, a todos y a todo marcaba. Era una sociedad cuyos principios aristocráticos, llevándola más allá de lo inmediato y cotidiano, le permitían preservar toda la intimidad de lo privado —familia, casa, linaje…— al tiempo que este mismo ámbito privado quedaba marcado por lo público: por el espíritu que alienta la vida de un pueblo.
Cuando se han desvanecido los principios jerárquicos que permitían alzar tales diques y articular tales cauces, son otros los principios, otras las instituciones, otros los diques y cauces que —con implicación o no del aparato administrativo del Estado— corresponde alzar. Sólo así se podrá impedir que acaben engulléndolo todo los bajos apetitos de esos primates altamente evolucionados a los que se les ha dado el nombre de hombres.


[1] Los gestores de sus bienes, mejor dicho, pues ellos menospreciaban, por razones de principio, la actividad económica: el neg-otium que es negación del otium entendido como vida artística, festiva o guerrera.
[2] Todo esto, por cierto, Hannah Arendt lo ha analizado con su esplendorosa agudeza. Te remito, por si te interesa, a su obra clave, The Human Condition.

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