Querida Leonor:
¿Así que te gusta el capitalismo, eh? O para ser más exactos, ¿así que crees que, «con todos sus defectos a cuestas, el capitalismo —me decías en tu carta— no está en el fondo nada mal»?. Pues mira, te voy a sorprender —y no será una de mis bromas habituales—: a mí tampoco me parece nada mal el capitalismo.
Todo depende de lo que se entienda por él. Nada mal me parecen la propiedad privada, el mercado, la producción, el afán de lucro, las ganas de obtener dinero produciendo, vendiendo, comerciando (si me apuras, hasta especulando un poco). ¡Ah, si sólo fuera eso el capitalismo! El problema es que no lo es. Pero volviendo a tu carta, déjame añadir que tampoco me duelen prendas en reconocer lo que tú apuntas: el capitalismo originará todas las diferencias e injusticias que se quiera; pero la conjunción de su codicia y de los avances tecnológicos, ¿no hace acaso que acabe redundando en mejores condiciones para el común de los mortales? Con otras palabras, si este sistema injusto consigue ofrecer niveles de vida jamás alcanzados en toda la historia de la humanidad, ¿no hay que rendirse —preguntas— ante tal paradoja y bendecir diferencias y explotación?
Pues sí, hay que bendecirlas. El problema (y a partir de ahí empiezan nuestras diferencias) es cuando el reino de Jauja se acaba, cuando estalla la Crisis (ésa que ha sido engendrada por la especulación financiera, por la bancaria, por la inmobiliaria... y por nada más). El problema es cuando toca vivir con un diploma universitario en el bolsillo, 1.000 euros al mes y un alquiler de 600… Sí, vale, tienes razón: contrariamente a otras épocas, nadie se muere de hambre, hoy por hoy, en nuestros países. Pero ¡hay que ver cómo se tambalea entonces la gran justificación del Sistema! (Ya te explicaré luego por qué prefiero hablar de «Sistema» más bien que de «Capitalismo».)
Con ello llegamos a la primera de las tres razones —ya hablaremos de las otras dos— que me llevan a impugnar el Sistema económico (y social, y cultural, y simbólico…) que rige nuestras vidas. Te la resumo en los siguientes términos. La conjunción de estas tres cosas —inventiva empresarial, codicia capitalista y «mundo de la técnica» (el término es de Heidegger)— engendra una tal cantidad de riqueza que debería ser más que suficiente —seamos francos— para que los «pobres», dejando de ser «pobres» (permíteme este lenguaje simplón), vivieran en condiciones en que los umbrales de comodidad, dignidad y bienestar estuvieran ampliamente satisfechos para todos, al tiempo que los «ricos» —los de verdad, los «plutócratas», como se decía antes— serían desde luego algo menos ricos, pero sin que sus condiciones de vida se tuvieran que ver afectadas en lo esencial.
«¿Sin que sus condiciones de vida se tuvieran que ver…? Pero ¡que cosas dices! —supongo que exclamarás asombrada—. Si alguien, por ejemplo, tenía 1.000 y pasa a tener 800 (o lo que sea), sus condiciones de vida ¿no quedan tal vez mermadas en 200 (y si quieres, añádele la palabra "millones")? Por supuesto, mi querida amiga. Semejante merma es lo que nos pasaría a ti, a mí o al vecino. Pero a nuestros plutócratas, no. Sus arcas dejarían de estar repletas a reventar, pero sus condiciones de vida no se modificarían en nada esencial. Por una sencilla razón. No es ni el bienestar ni el lujo —ya los tienen— lo que persiguen en esta locura furiosa consistente en producir por producir, ganar por ganar, acumular por acumular —o en especular, degradar, arrasar… (Mira lo que han hecho con las costas, campos y ciudades; aunque es cierto: los otros —los de abajo— también hubieran podido dejar de precipitarse, encantados de la vida, a todos los sitios arrasados…) En fin, perdona, me desvié. Decía que lo que los amos del tinglado persiguen como locos no es «vivir mejor», «aumentar su calidad de vida», «asegurarse la vejez», etcétera: esas cosas que son las únicas que nos mueven a ti, a mí y al vecino (a los amos del cotarro tambien; pero en su caso este motor es secundario) cuando trabajamos o hacemos nuestros pequeños o medianos negocios.
La «calidad de vida», los plutócratas —«los usureros», los llamaba Ezra Pound— la seguirían teniendo resuelta aunque se les ocurriera abandonar de pronto todos sus negocios para entregarse a sus ocios (ya hablaremos de lo que el ocio significaba en otros tiempos). Lo que persiguen como locos —en una persecución que lo impregna y degrada todo— no es el dinero para vivir. Es el dinero para acumular, atesorar, ganar… ¿Ganar qué? Ganar poder, alcanzar fama, obtener renombre… —aquello mismo (¡fíjate en la degradación!) que enaltecía antaño a los hoy desaparecidos héroes.
«¡Vaya, vaya! ¡Cómo me equivoqué! —me dirás tal vez, como me dijiste un día—. Pensar que te tomaba por un facha… ¡y ahora casi pareces, Javier..., un comunista!» Entonces yo me cabrearé de nuevo, y te replicaré que no, por Dios, no has entendido absolutamente nada. Vamos a ver, Leonor. Sí, es cierto, yo también estoy en contra del capitalismo, pero en los términos que intento explicarte y que nada tienen que ver con los de… ¿cómo llamarlo? Dejémoslo en comunismo y aplacemos para otro día la cuestión de las relaciones entre el socialismo real (como se decía en los tiempos de la URSS) y el socialismo teórico o marxista.
Mi impugnación del capitalismo no tiene nada que ver con la de esta gente. Por una razón muy sencilla y que va más allá de los cien millones de muertos en la URSS y de los otros tantos millones (o más) en China, Vietnam, Camboya, Cuba, Corea… Esta razón es la siguiente: con los crímenes que cometieron y la miseria que originaron, esos miserables acabaron creando un engendro de tales dimensiones que se ha convertido en la mayor de las coartadas con que podía soñar el Sistema… que ellos mismos —¡imbéciles, encima!— pretendían destruir.
Es por eso por lo que no me gusta hablar de capitalismo. Para que no se ponga en marcha la Gran Coartada. Para que no me salgas tú, por ejemplo, y poniéndote a temblar, te imagines que, impugnando lo que impugno, tengo algo que ver con el horror que esos cafres —convertidos hoy en un espantapájaros blandido por el Sistema— consiguieron engendrar.[1]
¿Qué es lo que estoy impugnando en realidad? Ya he empezado a explicártelo en esta primera carta, pero es cierto: no hemos llegado todavía a lo esencial. Nada te he dicho aún de la forma de intentar poner en solfa algo parecido a una alternativa. O de las otras dos grandes razones por las que se impone salir del actual sistema económico cuyas implicaciones lo invaden todo. Sólo hemos hablado del dominio ejercido por plutócratas o usureros. Un término, este último, que resulta, por cierto, incorrecto: no es la usura, entendida como avaricia, lo que está en juego. Es la codicia sin fin, la desmesura desencadenada, la hybris: esa cosa que horrorizaba tanto a los griegos. Aceptemos, sin embargo, la licencia poética que usa Pound. Y sigamos con él. Hoy hemos hablado de los «usureros», pero la próxima vez —ya es demasiado larga esta carta y prefiero dejarla ahí— hablaremos de algo que sin duda te asombrará. Algo tan sorprendente como que los usureros… «trajeron putas a Eleusis».
Ya sabes hasta qué punto me son simpáticas estas amables señoras. Pero también sabes —o lo intuyes: perdona que me despida de forma tan sibilina— que todo esto es una forma alusiva de hablar. Ya quedará claro —te lo aseguro— en la próxima carta.
Recibe mientras tanto mi más amistoso saludo.
Javier
[1] Releyendo mi carta se me ocurre que hay también otro espantapájaros y otra Gran Coartada aún más poderosa quizá, pero que se despliega en otro ámbito. Pienso en los nazis, en estos otros cafres a la par que imbéciles cuyos crímenes permiten hoy que sus enemigos los utilicen como el Gran Espantapájaros con el que impedir que los pueblos busquen nada que pueda oler a comunidad popular, a destino colectivo, a arraigo histórico. Pero aparte de que ya le he dedicado a ello todo un libro, ocasión tendremos de hablar de tal cuestión en otra carta