El perdón de los pendejos

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No, Méjico no reclamará a Roma (y hará bien) que pida perdón a España por haber conquistado la Hispania sin cuya conquista y sin la que los conquistados efectuarían siglos después, habrían ocurrido dos cosas. Seguiría imperando aquí el orden emanado de las tribus celtibéricas, mientras que por las escaleras de las pirámides aztecas seguiría derramándose la sangre de miles de niños sacrificados (millones serían ya). 

No es por los horrores de los aztecas por lo que España jamás pedirá perdón por la gesta efectuada en América.

Pero no incurramos en los males de nuestro tiempo. No invoquemos la sensiblería ante un horror que hiela el alma de cualquier persona bien nacida. No es por los horrores de los aztecas por lo que España jamás pedirá perdón por la gesta efectuada descubriendo, conquistando y colonizando América: creando universidades, abriendo hospitales, defendiendo derechos, edificando hasta más arte que en la propia España, entregando su alma, donando su lengua.

No pediremos perdón —desengáñese, Licenciado López Obrador— por la sencilla razón de que la Historia no es un confesionario en el que confesar y perdonar pecados. Ninguna de las conquistas que la han jalonado y la jalonarán requiere ser condenada o absuelta. Ha habido conquistas grandes y abyectas, las ha habido que han engrandecido a los conquistados y otras que los han envilecido (hasta ha habido una conquista en que los conquistados han acabado conquistando espiritualmente a los conquistadores: la de Grecia por parte de Roma).

No hay que pedir perdón. Por una sencilla razón: el perdón, el pecado, la moral, la santurronería, en fin, no pintan nada aquí. Nunca, por ejemplo, se nos ocurriría a los españoles reclamar a los moros que nos pidan perdón, y Dios sabe si fueron miserables, por habernos invadido y conquistado durante más de setecientos años. O por haberse llevado como esclavos a decenas de miles de los nuestros (y “nuestros” significa: europeos). Lo mismo cabe decir de los otomanos, que llegando hasta las puertas de Viena se adueñaron durante siglos de buena parte de Europa; o de los franceses, que nos invadieron bajo la égida de Napoleón. O de quien sea.

Si uno es vencido por el enemigo, no le queda sino encarar con gallardía y honor las consecuencias. Y tratar de reconquistar lo perdido. Como lo reconquistamos los españoles en la Reconquista. 

Si el enemigo te vence, hay que encarar con gallardía y honor las consecuencias. Y tratar de reconquistar lo perdido.

Pero enfocar las cosas en tales términos (en los de la lógica “amigo-enemigo”, que diría Carl Schmidt) implica romper radical, completamente, con otra lógica: la de la biempensancia, la del buenismo y el derechohumanismo que nos aplasta. No, que nos aplastaba. Las cosas, señor Licenciado, están cambiando profundamente. Se acabaron los tiempos en que parecía como si Europa tuviera que arrastrarse arrepentida y de rodillas por haber sido la más alta civilización que vieran los siglos.

De lo que se trata, decía, es de que, cuando la derrota se produce, se encaren sus consecuencias con honor y gallardía: esas palabras que desconoce nuestra época. Y, junto con ella, el Licenciado que se cree capaz de ofender a un pueblo. Y, junto con ambos, el partido ése de las Unidas Podemos que, si aplaude al mejicano, si sigue empeñado en despreciar a España, si hasta le da igual suicidarse electoralmente, es porque aún no se ha enterado de una cosa: ya se ha recompuesto (aún no del todo, pero sí en parte sustancial) nuestro resorte nacional, vital: ese aliento de vida que hemos tenido roto durante cuarenta años. 

Se acabaron los tiempos en que parecía como si Europa tuviera que arrastrarse arrepentida y de rodillas.

¿Por qué ha estado roto durante tanto tiempo? Porque el pueblo español —dejémonos de tonterías: no caigamos en patrioterismos— no ha estado a la altura de las circunstancias, ha dejado de reconocer y amar su identidad. Pero tiene una disculpa: se ha visto considerablemente ayudado, empujado a tan vil flagelación. Todos juntos —progres, liberales, izquierdones o derechones— se han dedicado a convencernos de que ser español es cosa rancia, casposa, un asunto de fachas. España no existe: se la inventó Franco.

Pero eso se ha acabado, vaya si se ha acabado.

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